Vida de María (XVII): Resurrección y Ascensión del Señor

Los evangelios no incluyen a la Virgen en el grupo de mujeres que el domingo fueron a lavar el cuerpo del Señor. Su ausencia abre la esperanza en la victoria de Cristo.

La Resurrección y Ascensión del Señor (Descarga en PDF) Rezar con san Josemaría: La Ascensión del Señor Vida de María (XVII): Magisterio, Padres, santos, poetas


Al amanecer del tercer día, una vez pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé se pusieron en camino hacia el sepulcro de Jesús. El amor las impulsaba a prestar los últimos servicios al cuerpo muerto del Señor, que no habían podido llevar a cabo en la tarde del viernes. Mientras caminaban, se preguntaban unas a otras: ¿quién nos removerá la piedra de la entrada al sepulcro? ( Mc 16, 3). Era, en efecto, una especie de rueda de molino que varios hombres habían colocado para cerrar la sepultura.

Llama la atención que los evangelios no mencionen a la Santísima Virgen. Tras haber anotado su presencia al pie de la Cruz, la figura de Nuestra Señora no vuelve a aparecer hasta después de la Ascensión, cuando San Lucas, al principio del libro de los Hechos de los Apóstoles, señala que María se encontraba en el Cenáculo de Jerusalén, con los Apóstoles, las otras mujeres que habían seguido al Señor desde Galilea y varios de sus parientes (cfr. Hch 1, 12-14).

Este silencio es muy elocuente. María, al contrario de todos los demás, creía firmemente en la palabra de su Hijo, que había predicho su resurrección de entre los muertos al tercer día. Por eso, desde la más remota antigüedad, los cristianos han pensado que pasó en vela la noche del sábado al domingo, esperando el momento en que Jesús cumpliría su promesa. Podemos pensar que, con la ayuda de Juan —que no se separaba de Ella desde que la había recibido por madre al pie de la cruz—, dedicó las horas anteriores a reunir a los discípulos del Maestro, tratando de fortalecerlos en la fe y en la esperanza, sobre todo a los que habían sido cobardes en aquellos momentos dolorosos.

Mientras despuntaba el alba del nuevo día —que pronto comenzaría a llamarse dies dominica , día del Señor—, la Virgen se metía más y más en la oración. La fe y la esperanza de la Iglesia naciente estaban concentradas en Ella. Y es sentir común que la primera aparición del Señor resucitado fue para su Madre: no para que creyera, sino como premio de su fidelidad y consuelo en su dolor. Después, con el pasar de las horas, la noticia corrió de boca en boca: primero entre los discípulos, a quienes se lo comunicaron las mujeres que habían ido al sepulcro; y luego a círculos cada vez más amplios.

Sin embargo, en Jerusalén los ánimos estaban todavía revueltos; la crucifixión de Cristo no había aplacado los odios de los príncipes de los sacerdotes y de los ancianos. Sobre los Apóstoles pendía un serio peligro: el de ser acusados de robo y ocultamiento del cadáver. Quizá por esta razón, los ángeles recordaron a las mujeres —para que lo comunicaran a los discípulos— lo que Jesús mismo les había dicho antes de la pasión: que se marcharan a Galilea (cfr. Lc 24, 8).

La Virgen, seguramente alojada en la casa de Cafarnaún donde antes había vivido, seguía fortaleciendo a todos en la fe y en el amor

Aquel primer domingo estuvo lleno de idas y venidas al sepulcro vacío. Finalizó con la aparición de Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo, a la que seguiría otra en el mismo lugar, una semana después (cfr. Jn 20, 19 ss). Luego debieron de emprender el viaje a Galilea, con María entre ellos, por los senderos recorridos otras veces con Jesús en alegre compañía.

A la espera de las manifestaciones del Maestro, los Apóstoles volvieron a su trabajo de pesca (cfr. Jn 21, 1 ss) mientras la Virgen, seguramente alojada en la casa de Cafarnaún donde antes había vivido, seguía fortaleciendo a todos en la fe y en el amor.

Poco a poco los ánimos hostiles se aplacaron, los Apóstoles y los discípulos vieron fortalecida su fe en la resurrección: de cada encuentro con el Señor —los evangelios nos relatan sólo algunos— salían enardecidos, alegres, optimistas de cara al futuro. Hasta que, en un momento determinado, Jesús citó a los más íntimos en Jerusalén para darles las últimas enseñanzas y recomendaciones, porque la partida definitiva se acercaba.

Fue una tarde, después de consumir juntos la última comida. En la cima o en las laderas del Monte de los Olivos, con Jerusalén a sus pies, tuvieron la última reunión en familia con el Maestro. Quizá sus corazones se encogieron un poco, pensando que ya no le verían más. Pero el Señor mismo, adelantándose, les aseguró que continuaría con ellos de un modo nuevo (cfr. Mt 28, 20).

Les mandó no ausentarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre ( Hch 1, 4), y luego subió a los Cielos para participar del señorío de Dios en su Humanidad Santísima. San Lucas cuenta la escena con detalle: los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría ( Lc 24, 50-52). Tenían consigo a la Madre de Jesús, que era también Madre de cada uno de ellos. Y, estrechados en torno a Ella, aguardaron la llegada del Espíritu Santo prometido.


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su Madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.

»Suponiendo que se trata de una “omisión”, se podría atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a la palabra de “testigos escogidos por Dios” (Hch 10, 41), es decir, a los Apóstoles, los cuales “con gran poder” (Hch 4, 33) dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su función eclesial: “Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 10) . Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su Madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.

» Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica completa de todo lo que sucedió durante los cuarenta días después de la Pascua. San Pablo recuerda una aparición “a más de quinientos hermanos a la vez” (1 Cor 15, 6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas. ¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cfr. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?

»Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús resucitado se apareció a su Madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cfr. Mc 16, 1; Mt 28, l), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que Ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la Cruz y, por tanto, más firmes en la fe. En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (cfr. Jn 20, 17-18 ). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se apareció primero a su Madre, pues ella fue la más fiel y en la prueba conservó integra su fe.

»Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la Cruz, parecen postular su participación particularísima en el misterio de la Resurrección.

»Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su Madre. En efecto, Ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, Ella anticipa el “resplandor” de la Iglesia (cfr. Sedulio, Carmen pascale , 5, 357-364; CSEL 10, 140 s).

»Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual.

»La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo (cfr. Jn 19, 2 5) y en el Cenáculo en Pentecostés (cfr. Hch 1, 14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos».

Juan Pablo II (siglo XX). Catequesis mariana en la audiencia general, 21-V-1997.

* * *

LA VOZ DE LOS PADRES

«María recibió antes que nadie el anuncio de la resurrección y fue considerada digna de ver antes que nadie a su Hijo y Señor —visión divinamente bella, culmen de todos los bienes deseables— y de oír su dulce voz. Acogió por la fe todos los misterios de su divina economía; y así como había creído en los de la encarnación, ahora creía en los de la resurrección. Y esto no sólo porque era la Madre inmaculada y santa, sino también porque había permanecido con todo cariño junto a Él en la hora de la pasión, con Él había sufrido llena de amor, de Él había recibido la fuerza de ánimo para no morir con Él. Por eso ahora vive con Él y es glorificada con Él.

»Ella dio la noticia a los discípulos, o más bien, a las mujeres que llevaban los aromas. Y si en el relato de la resurrección los evangelistas no han recordado nada de esto, lo han hecho por motivos de conveniencia. Han omitido el testimonio de la Madre porque todos lo conocían, o quizá para que nadie tuviera el pretexto de no creer en la resurrección por el simple hecho de haber sido vista y contada por la Madre (…).

»Así pues, la santa Madre de Dios vio con sus ojos la resurrección de su Hijo Rey y, llena de alegría, fue a la casa del discípulo para esperar el momento de la ascensión de Cristo (...). En el tiempo que transcurrió entre la resurrección y la ascensión, el Señor se apareció muchas veces a su santísima Madre, cuando lo veía oportuno; y más de una vez la consolaba como a Él le gustaba. En cambio, a los discípulos no se les aparecía continuamente, sino sólo cuando era necesario (…).

»Les hizo entender muchos misterios, les prometió la venida del Espíritu Santo y les ordenó quedarse en Jerusalén hasta que fueran revestidos de la fuerza de lo alto. “Después los llevó fuera de la ciudad, hacia Betania, y los bendijo” ( Lc 24, 49-50). Con ellos se encontraba también la santa Madre de Dios. Era conveniente que estuviese allí: para que su corazón, que había sufrido más que los demás en la hora de la pasión permaneciendo inseparablemente unida a Él, contemplase ahora su ascensión gloriosa y fuese colmado de alegría».

San Máximo el Confesor (siglos VI-VII). Vida de María, nn. 92-93 (atribución).

* * *

LA VOZ DE LOS SANTOS Y ESCRITORES ESPIRITUALES

«Es cosa comúnmente admitida que Jesús se apareció después de la resurrección, en primer término y por separado, a su Madre; en primer término, porque esto se lo merecía Ella en una medida especial, por haber permanecido al pie de la cruz martirizadora; por separado, puesto que esta aparición tenía una razón de ser muy distinta de la aparición a las otras mujeres y discípulos. A los discípulos había que volverlos a ganar para la fe; María, en cambio, había de ser recompensada por ella.

»Aquella fue una escena de indecible paz e intimidad. María, Madre de Jesús, estaba a solas en un aposento. Fuera, la gente se aprestaba para un nuevo día de trabajo, después del descanso del sábado. Ella, la Madre de Jesús, no pensaba más que en una cosa: ¡resucitará! En María no cabía aquella sorpresa que excitó a los discípulos en tal grado, que sólo lentamente volvieron en sí. Como antes había presentido los sufrimientos y los había afrontado con plena conciencia, así también estaba preparada ahora para la resurrección por razón de su fe.

»No sabemos de qué manera tuvo lugar la aparición de Jesús a su Madre. A la Magdalena se le apareció en tal figura, que ella ni siquiera le reconoció en un principio y le tuvo por el guarda del huerto donde estaba el sepulcro de Jesús. A los dos discípulos de Emaús se les juntó como hombre que iba de viaje. A los Apóstoles reunidos en el cenáculo se les apareció a puertas cerradas. A los quinientos discípulos de Galilea les dio cita para la montaña, como se la dan dos amigos para una entrevista.

»A su Madre se le mostró en tal forma que Ella conociera, en todo caso, que estaba en estado glorioso y que ya no continuaría la vida común sobre la tierra. Sus relaciones ya se habían mudado antes, aunque no fuera más que por haberla recomendado a Juan y haber declarado a éste hijo de María».

Franz M. Willam (siglo XX). Vida de María la Madre de Jesús, pp. 347-348.

* * *

«Aquí tienes luego que considerar la alegría de todos los aparecimientos que hubo en este día tan glorioso, que son: la alegría de los Padres del limbo, a quien el Salvador primeramente visitó y sacó de cautivos; la alegría de la Sacratísima Virgen Nuestra Señora; la alegría de aquellas santas mujeres que le iban a ungir al sepulcro, y la alegría también de los discípulos, que tan desconsolados estaban sin su Maestro y tanta consolación recibieron en verle resucitado (...).

»Pues la alegría que la Sacratísima Virgen recibió este día con la vista del Hijo resucitado, ¿quién la explicará? Porque es cierto que como Ella fue la que más sintió los dolores de su Pasión, así Ella fue a quien más parte cupo de la alegría de su resurrección.

»Pues ¿qué sentiría esta bendita Señora cuando viese ante sí su Hijo vivo y glorioso, acompañado de todos aquellos santos Padres que resucitaron? ¿Cuáles serían sus abrazos y besos? ¿Y las lágrimas de sus piadosos ojos? ¿Y los deseos de irse tras Él si le fuera concedido?

»Pues ¿qué diré de la alegría de aquellas santas Marías, y especialmente de aquella que perseveraba llorando par del sepulcro, cuando se derribase ante los pies del Señor y le viese en tan gloriosa figura? Y mira bien que después de la Madre a aquella primero apareció, que más amó, más perseveró, mas lloró y más solícitamente le buscó; para que así tengas por cierto que hallarás a Dios si con estas mismas lágrimas y diligencias le buscares».

Fray Luis de Granada (siglos XV-XVI). Vida de Jesucristo, cap. 26.

* * *

LA VOZ DE LOS POETAS

Vendrá tu Hijo de ángeles cercado,

y santas almas en su luz ardiendo

su cuerpo ceñirán resucitado

con regocijo grande y dulce estruendo:

al Hijo que miraste ensangrentado

le verás fuentes de placer vertiendo.

Diráte: ¡Oh Madre! Y tú dirásle: ¡Oh Hijo!

Tú en Él, y Él en tu rostro el rostro fijo.

Abrazarásle, y Él daráte abrazos

besaráte y darásle dulces besos,

echarásle a su cuello estrechos brazos,

y Él te dará recíprocos excesos.

¡Oh quién dividirá tan lindos brazos,

a tan gloriosos brazos también presos;

y quién apartará tan limpios labios,

que sin hablar palabras son tan sabios!

Sus manos cogerás, ¡oh Virgen pura!

Y apretándolas con tus manos bellas,

y así admirado de su hermosura

tu hermosura mirarás en ellas:

de su costado beberás dulzura,

y beberás de amor vivas centellas;

y verás en su alegre y linda cara

sol, luna, estrellas, cielo, lumbre clara.

A besar de sus pies las nobles llagas

te postrarás ante sus pies divinos,

y allí recibirás gloriosas pagas

de que tus pies cansados fueron dinos,

y porque el apetito satisfagas

de regalarte con sus pies beninos,

no te alzará tan presto el Hijo eterno,

y luego te dará el costado tierno.

Y bañarás en él, con la memoria

de la que sangre fue, tus labios rojos,

y en su dulzura tocarás tu gloria,

y en su regalo el fin de tus enojos;

y con tus mismos ojos la victoria

de la muerte verás viendo sus ojos,

pues jamás se pondrá para ti el día

mientras claros te diesen su luz pía.

Pedirásle, Señora, que se quede,

que se detenga más, que no se vaya,

que otra vez torne, pues hacerlo puede,

y que de tu dolor compasión haya.

Dirásle que quien ama nunca excede,

aunque en el regalar pase la raya:

mas ¿qué no le dirás de tus amores?

¿Y él qué no te dará de sus favores?

Así estará contigo tiempo largo

que a ti parecerá momento breve.

Diego de Hojeda (siglos XVI-XVII). La Cristiada.

«Jesús busca a María la primera

qué violento qué divino qué humano deseo

de abrazar a su propia madre con su propia gloria

por este solo abrazo ya se moría de ganas de resucitar

era aún noche oscura cuando la Virgen salió a las calles

su hijo teledirigía esos pasos desde la muerte

desde la gloria su hijo los orientaba

la Virgen iba creando el primer vía crucis para la historia

parecía buscar un objeto perdido

en diversos lugares se inclinaba tocando piedras besando el polvo

eran las catorce huellas de Cristo los objetos de su adoración

su corazón no se equivocaba nunca

en tinieblas sus labios daban siempre con esa sangre

mejor que si brillara refulgente sobre el camino

de pronto se hizo de día a su alrededor

el día era Jesucristo que la rodeaba

era el día rey de los días para su reina

Jesús envolvió a su madre en su infinita luz

la madre abrazó al Dios hijo como su madre

como si toda la creación abrazara maternalmente a su Creador

ni los ángeles pueden medir lo que duró ese abrazo

los ángeles del Hijo se inclinaron ante su reina

mientras allá en el oriente despuntaba el pequeño sol

como un sol de juguete como un pálido emblema de la verdadera luz».

José Miguel Ibáñez-Langlois (siglos XX-XXI). El libro de la Pasión, IX, 4.

J.A. Loarte