Vida de María (X): La huida a Egipto

El décimo capítulo de la Vida de María contempla la huida a Egipto de la Sagrada Familia, "meses de trabajo escondido y de sufrimiento silencioso, con la nostalgia de la casa abandonada".

Pintura de Murillo.

Apenas marcharon los Magos de Belén, cuando un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: levántate, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo (M t 2, 13). En un instante, la alegría de la Virgen por la visita de aquellos personajes, que habían reconocido en su Hijo al Mesías, se trocó en dolor y angustia. Era bien conocida la crueldad del viejo rey de Palestina, siempre temeroso de que alguien le arrebatara el trono; por eso había hecho asesinar a varios de sus hijos y a otras personas que podían hacerle sombra, como consta por diversas fuentes históricas. El peligro, pues, era grande; pero Dios tenía unos planes de salvación que no podían dejar de cumplirse por la ambición y la iniquidad de un tirano. Sin embargo, el Señor no obra milagros llamativos: cuenta con la correspondencia de sus criaturas fieles. Por eso, los Magos, después de recibir en sueños aviso de no volver a Herodes, regresaron a su país por otro camino ( Mt 2, 12).

También José se comportó con extrema docilidad. En cuanto recibió el aviso divino, se levantó, tomó de noche al Niño y a su Madre y huyó a Egipto ( Mt 2, 14). Comenzaba la primera de las persecuciones que Jesucristo había de sufrir en la tierra, a lo largo de la historia, en sí mismo o en los miembros de su Cuerpo místico.

Existían dos itinerarios principales para ir a Egipto. Uno más cómodo, pero también más frecuentado, descendía por la orilla del Mediterráneo y atravesaba la ciudad de Gaza. El otro, menos utilizado, pasaba por Hebrón y Bersabé, antes de atravesar el desierto de Idumea e internarse en el Sinaí. En cualquier caso, se trataba de un viaje largo, de varios centenares de kilómetros, que debió de durar de diez a catorce días.

En Hebrón o en Bersabé (situada esta última ciudad a 60 kilómetros de Belén), debieron de comprar provisiones antes de afrontar la travesía del desierto. Es probable que, en esta parte del viaje, se incorporaran a alguna pequeña caravana, pues hubiera sido casi imposible hacerlo ellos solos: el calor agobiante, la falta de agua, el peligro de bandidos, lo hacían absolutamente desaconsejable. El historiador Plutarco narra que los soldados romanos que, en el año 155 antes de Cristo, realizaron esa travesía para combatir en Egipto, temían más afrontar las penalidades del desierto que la guerra que se disponían a pelear.

Dios tenía unos planes de salvación que no podían dejar de cumplirse por la ambición y la iniquidad de un tirano. Sin embargo, el Señor no obra milagros llamativos: cuenta con la correspondencia de sus criaturas fieles.

La tradición supone —y es lógico que fuera así— que María, con el Niño en brazos, cabalgaba sobre un jumento, al que José conduciría por el ronzal. Pero la fantasía de los escritos apócrifos hizo florecer numerosas leyendas sobre este episodio: palmeras que extienden sus copas para ofrecer una sombra a los fugitivos, fieras que se amansan, salteadores que se tornan humanitarios, fuentes de agua que aparecen de improviso para aliviar la sed... Se hace eco la piedad popular en cuadros y composiciones poéticas, con el laudable fin de resaltar el cuidado de la Providencia divina. La verdad es que se trató de una huida en toda regla, en la que, a los sufrimientos físicos, se acompañaba el temor de ser alcanzados en cualquier momento por algún pelotón de soldados. Sólo cuando llegaron a Rhinocolura, en la frontera de Palestina con Egipto, pudieron sentirse más tranquilos.

Mientras tanto, en la pequeña aldea de Belén se consumaba la matanza de un grupo de niños menores de dos años, arrancados de los brazos de sus madres. Se cumplió entonces —anota San Mateo— lo dicho por medio del profeta Jeremías: "Una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande: es Raquel que llora por sus hijos, y no admite consuelo, porque ya no existen" ( Mt 2, 18). Se trata, indudablemente, de un pasaje de difícil comprensión, que a veces ha sido piedra de escándalo para muchos: ¿cómo Dios puede permitir el sufrimiento de los inocentes, especialmente si son niños? La respuesta a esta pregunta se apoya en dos puntos firmes: Dios no trata a los hombres como marionetas, sino que respeta su libertad, también cuando se empeñan en hacer el mal; al mismo tiempo, con su Sabiduría y su Providencia, sabe sacar, del mal, el bien. Dios escribe derecho con los renglones torcidos de los hombres. De todas formas, sólo a la luz del sacrificio de Cristo en la Cruz se esclarece este enigma. La Redención se ha obrado por medio del sufrimiento del Justo, del Inocente por excelencia, que desea asociar a los hombres en su sacrificio.

La tradición no es unánime sobre el lugar de residencia de la Sagrada Familia en Egipto: Menfis, Heliópolis, Leontópolis..., pues en el amplio delta del Nilo florecían muchas comunidades judías. Se integraron en una de ellas como unos emigrantes más, y allí José encontraría un trabajo que le permitiera sustentar dignamente, aunque pobremente, a su familia. Según los cálculos más comunes, vivieron en Egipto al menos un año, hasta que de nuevo un ángel anunció a José que ya podía regresar a Palestina.

Fueron meses de trabajo escondido y de sufrimiento silencioso, con la nostalgia de la casa abandonada y, al mismo tiempo, con la alegría de ver crecer a Jesús sano y fuerte, lejos del peligro que le había acechado. A su alrededor contemplaban mucha idolatría, tantas figuras de dioses extraños con rasgos de animales. Pero María sabía que también por aquellas gentes había venido Jesucristo al mundo, también ellos eran destinatarios de la Redención. Y la Virgen los abrazaba en su corazón maternal.


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«Después de haber adorado al Señor y haber satisfecho su devoción, los Magos, según el aviso recibido en sueños, volvieron a su país por un camino distinto del que habían venido. Creyendo ya en Cristo, no tenían que ir, en efecto, por el camino de su vida antigua, sino que, entrando en la nueva ruta, se abstienen de los errores que habían abandonado. Era necesario invalidar las maniobras de Herodes, que, bajo pretexto de celo, preparaba un engaño impío sobre el Niño Jesús.

»Por eso, quedando su plan desbaratado y su esperanza burlada, la cólera del rey se inflamó de ardor. Recordando la fecha que habían indicado los Magos, derramó la rabia de su crueldad sobre todos los niños de Belén, y en una matanza general hizo perecer a todos los recién nacidos de la ciudad, haciéndolos pasar a la gloria eterna. Pensó que ningún niño había escapado de la muerte en ese lugar, y, por lo mismo, que Cristo también había muerto. Pero Él, que reservaba para otro tiempo la efusión de su sangre para la redención del mundo, había huido a Egipto, llevado allí por el cuidado de sus padres. Recobraba así la antigua cuna del pueblo hebreo y ejercía el principado del verdadero José, usando de un poder y de una providencia mucho más grande que la suya, pues venía a libertar los corazones de los egipcios de un hambre más terrible que toda indigencia, que ellos sufrían por la ausencia de la verdad, ya que Él vino del cielo como verdadero pan de vida (cfr. Jn 6, 51). De modo que este país no sería ya extraño a la preparación del misterio de la única víctima, donde, por la inmolación del cordero, habían sido prefigurados por primera vez el signo salutífero de la cruz y la Pascua del Señor».

San León Magno, Papa (siglo V). Homilía 3 en la solemnidad de la Epifanía.

***

«El sufrimiento forma parte de la existencia humana. Se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas.

»Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que —lo vemos— es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que "quita el pecado del mundo" ( Jn 1, 29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder, ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo».

Benedicto XVI (siglo XXI). Carta encíclica Spe salvi, 30-XI-2007, n. 36.

* * *

LA VOZ DE LOS PADRES

«Aparecido, pues, el ángel, habla no con María, sino con José, y le dice: levántate y toma al niño y a su madre ( Mt 2, 13). Al oír esto, José no se escandalizó ni dijo: esto parece un enigma. Tú mismo me decías no ha mucho que Él salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y largo desplazamiento. Esto es contrario a tu promesa. Pero nada de esto dice, porque José es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el ángel lo había dejado indeterminado, pues le había dicho: y quédate allí hasta que yo te diga ( Ibid .). Sin embargo, no por eso se entorpece, sino que obedece y cree y soporta todas las pruebas alegremente. Bien es verdad que Dios, amador de los hombres, mezclaba trabajos y dulzuras, estilo que Él sigue con todos los santos. Ni los peligros ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y otros va Él entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José».

San Juan Crisóstomo (siglo IV). Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 8, 3.

***

«Herodes teme, los magos desean; éstos desean encontrar al rey, aquél temió perder el reino. Por último, todos le buscan: aquéllos, para vivir por Él; el otro, porque quiere darle muerte; Herodes, para cometer un gran pecado contra Él; los magos, para que les perdone todos los suyos. Herodes da muerte a muchos niños con la intención de matar a uno preciso, y mientras causa tan cruel y sangrienta matanza en las personas de tantos inocentes, es él el primero en causarse la muerte con tanta maldad. Mientras tanto, nuestro rey, la Palabra que aún no habla, mientras los magos le adoraban y los niños morían por Él, o bien yacía acostado o bien tomaba el pecho, y antes de hablar encontraba creyentes y antes de padecer hacía también mártires.

»¡Oh niños dichosos, recién nacidos, nunca tentados, nunca forzados a luchar y ya coronados! Dude que habéis sido coronados, al padecer por Cristo, quien piense que de nada sirve a los niños el bautismo de Cristo. Aún no teníais la edad para creer en Cristo, que había de sufrir también su pasión, pero teníais carne en que padecerla por Él, que la sufriría posteriormente. En ningún modo abandonaría a estos niños la gracia del Salvador, Niño que había venido a buscar lo que se había perdido, no sólo mediante su nacimiento, sino también colgando de la cruz. Quien pudo tener como pregoneros de su nacimiento a los ángeles, como proclamadores a los cielos y como adoradores a los magos, pudo concederles el que no muriesen aquí por Él, si supiera que con aquella muerte iban a perecer y no a vivir en una felicidad mayor. Lejos, lejos de nosotros pensar que, viniendo a librar a los hombres, Cristo no se preocupase de la recompensa para aquellos que iban a morir por Él quien, pendiente de la cruz, oró incluso por sus asesinos».

San Agustín (siglos IV-V). Sermón 373, 2-3.

***

«¿Qué temes, Herodes, al oír que ha nacido un Rey? Él no ha venido a expulsarte a ti, sino para vencer al Maligno. Pero tú no entiendes estas cosas, y por ello te turbas y te enfureces, y, para que no escape el que buscas, te muestras cruel, dando muerte a tantos niños. Ni el dolor de las madres que gimen, ni el lamento de los padres por la muerte de sus hijos, ni los quejidos y los gemidos de los niños te hacen desistir de tu propósito. Matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón (...).

»Los niños sin saberlo, mueren por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires. Cristo ha hecho dignos testigos suyos a los que todavía no podían hablar. He aquí de qué manera reina el que ha venido para reinar. He aquí que el libertador concede libertad y el salvador da la salvación... ¡Oh gran don de la gracia! ¿De quién son los merecimientos para que triunfen así los niños? Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no pueden entablar batalla, valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria».

San Quodvultdeus (siglo V). Sermón 2, sobre el Símbolo.

* * *

LA VOZ DE LOS SANTOS

« Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Al oír esto, el Rey Herodes se turbó y, con él, toda Jerusalén ( Mt 2, 2-3). Todavía hoy se repite esta escena. Ante la grandeza de Dios, ante la decisión, seriamente humana y profundamente cristiana, de vivir de modo coherente con la propia fe, no faltan personas que se extrañan, y aun se escandalizan, desconcertadas. Se diría que no conciben otra realidad que la que cabe en sus limitados horizontes terrenos. Ante los hechos de generosidad, que perciben en la conducta de otros que han oído la llamada del Señor, sonríen con displicencia, se asustan o —en casos que parecen verdaderamente patológicos— concentran todo su esfuerzo en impedir la santa determinación que una conciencia ha tomado con la más plena libertad.

»Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos, que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos (...).

»Considerad el caso de Herodes: era un potente de la tierra, y tiene la oportunidad de servirse de la colaboración de los sabios: reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías ( Mt 2, 4). Su poder y su ciencia no le llevan a reconocer a Dios. Para su corazón empedernido, poder y ciencia son instrumentos de maldad: el deseo inútil de aniquilar a Dios, el desprecio por la vida de un puñado de niños inocentes».

San Josemaría (siglo XX). Es Cristo que pasa, n. 33.

* * *

«No nos entristezcamos por su muerte, antes bien, alegrémonos, porque han recibido el premio merecido. Cuando ellos murieron entre los tormentos, Raquel, es decir, la Madre Iglesia, los acompañó con luto y lágrimas. Mas la Jerusalén celestial, que es Madre de todos nosotros, acogió inmediatamente con signos de alegría a los que habían sido arrojados de la tierra y los introdujo en la gloria de su Señor, para que de Él recibieran la corona. Por este motivo, San Juan afirma que "estaban delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas, y llevaban palmas en sus manos" ( Ap 7,9). Ahora, coronados, están de pie ante el trono de Dios los mismos que antes yacían, aplastados por los sufrimientos, ante los tribunales terrenos. Se hallan en presencia del Cordero y no podrán ser excluidos, por ningún motivo, de la contemplación de su gloria, del mismo modo que aquí abajo ningún suplicio pudo apartarlos del amor (...). "Por esto están delante del trono de Dios y le sirven de día y de noche en su santuario" ( Ap 7, 15).

»Estar en la presencia de Dios, alabarlo sin interrupción, no es un servicio fatigoso, sino algo muy grato y codiciable; la expresión "de día y de noche" no significa propiamente sucesión del tiempo, sino que indica de modo simbólico la perpetuidad. En los atrios de Cristo "ya no existirá la noche" ( Ap 21, 25), sino un día único, más feliz que mil días en cualquier otro lugar. En ese día, Raquel ya no llorará por sus hijos, pues Dios "enjugará las lágrimas de sus ojos" ( Ap 7, 17); sino que "gritará con voces de júbilo y de victoria en sus tiendas" ( Sal 117, 15)».

San Beda el Venerable (siglos VII-VIII). Homilía sobre los Santos Inocentes 1, 10.

* * *

LA VOZ DE LOS POETAS

Desterrado parte el Niño,

y llora;

díjole su Madre así,

y llora.

Callad, mi Señor, agora.

Oíd llantos de amargura,

pobreza, temor, tristura,

aguas, vientos, noche oscura,

con que va Nuestra Señora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

El destierro que sofrís

es la llave con que abrís

al mundo que redimís,

la ciudad en que Dios mora

y llora;

callad, mi Señor, agora.

No puede quedar en esto;

morirés, y no tan presto;

mas la cruz do serás puesto

me traspasa desde agora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Callad vos, mi luz é aviso,

pues que vuestro Padre quiso

que seáis del paraíso

Flor que nunca se desflora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

¡Oh gran Rey de mis entrañas,

cómo is por las montañas,

huyendo a tierras extrañas

de la mano matadora!

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Vos tomáis este viaje

por guardar el homenaje

que hecistes al linaje

de la gente pecadora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Con su Hijo va huyendo,

ya cansado, ya temiendo,

ya temblando, ya corriendo

tras la fe, su guiadora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Llora el Niño del hostigo,

del agua y del desabrigo

con la madre, que es testigo,

nuestra luz alumbradora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

¡Oh cuáles van caminando,

temiendo y atrás mirando

si los iba ya alcanzando

la gente perseguidora!

Y llora;

callad, mi Señor, agora.

A la Virgen sin mancilla

la verde palma se humilla,

en señal de maravilla,

que es del cielo emperadora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Este frío no os fatigue,

ni Herodes, que os persigue,

por el gran bien que se sigue

desta vida penadora,

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Por la ira herodiana

que sofrís, Hijo, de gana,

dad la gloria soberana

al que tal destierro adora

y llora;

callad, mi Señor, agora.

Estando el Niño en sus brazos,

fajadillo de retazos,

se hicieron mil pedazos

los ídolos a deshora

y llora;

callad, mi Señor, agora.

¡Oh si supieses, Egito,

cuánto ya eres bendito

por el tesoro infinito

que hoy en ti se tesora!

Y llora;

callad, mi Señor, agora. Ambrosio de Montesino (siglo XV). Cancionero.

J.A. Loarte