La Natividad de Nuestra Señora (Descarga en PDF) Rezar con san Josemaría Comentario al evangelio Meditación de la fiesta
Muchos siglos habían pasado desde que Dios, en los umbrales del Paraíso, prometiera a nuestros primeros padres la llegada del Mesías. Cientos de años en los que la esperanza del pueblo de Israel, depositario de la promesa divina, se centraba en una doncella, del linaje de David, que concebirá y dará a luz un Hijo, a quien pondrá por nombre Enmanuel, que significa Dios con nosotros (Is 7, 14). Generación tras generación, los piadosos israelitas esperaban el nacimiento de la Madre del Mesías, aquella que ha de dar a luz, como explicaba Miqueas teniendo como fondo la profecía de Isaías (cfr. Mi 5, 2).
A la vuelta del exilio en Babilonia, la expectación mesiánica se hizo más intensa en Israel. Una ola de emoción recorría aquella tierra en los años inmediatamente anteriores a la Era Cristiana. Muchas antiguas profecías parecían apuntar en esa dirección. Hombres y mujeres esperaban con ansia la llegada del Deseado de las naciones. A uno de ellos, el anciano Simeón, el Espíritu Santo había revelado que no moriría hasta que sus ojos hubieran visto la realización de la promesa (cfr. Lc 2, 26). Ana, una viuda de edad avanzada, suplicaba con ayunos y oraciones la redención de Israel. Los dos gozaron del inmenso privilegio de ver y tomar en sus brazos a Jesús niño (cfr. Lc 2, 25-38).
Incluso en el mundo pagano —como afirman algunos relatos de la antigua Roma— no faltaban señales de que algo muy grande se estaba gestando. La misma pax romana, la paz universal proclamada por el emperador Octavio Augusto pocos años antes del nacimiento de Nuestro Señor, era un presagio de que el verdadero Príncipe de la paz estaba a punto de venir a la tierra. Los tiempos estaban maduros para recibir al Salvador.
Dios se esmera en elegir a su Hija, Esposa y Madre. Y la Virgen santa, la muy alta Señora, la criatura más amada por Dios, concebida sin pecado original, vino a nuestra tierra
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos (Gal 4, 4-5). Dios se esmera en elegir a su Hija, Esposa y Madre. Y la Virgen santa, la muy alta Señora, la criatura más amada por Dios, concebida sin pecado original, vino a nuestra tierra. Nació en medio de un profundo silencio. Dicen que en otoño, cuando los campos duermen. Ninguno de sus contemporáneos cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo. Sólo los ángeles del cielo hicieron fiesta.
De las dos genealogías de Cristo que aparecen en los evangelios, la que recoge San Lucas es muy probablemente la de María. Sabemos que era de esclarecida estirpe, descendiente de David, como había señalado el profeta hablando del Mesías —saldrá un vástago de la cepa de Jesé y de sus raíces florecerá un retoño (Is 11, 1)— y como confirma San Pablo cuando escribe a los Romanos acerca de Jesucristo, nacido del linaje de David según la carne (Rm 1, 3).
Con su nacimiento surgió en el mundo la aurora de la salvación, como un presagio de la proximidad del día
Un escrito apócrifo del siglo II, conocido con el nombre de Protoevangelio de Santiago, nos ha transmitido los nombres de sus padres —Joaquín y Ana—, que la Iglesia inscribió en el calendario litúrgico. Diversas tradiciones sitúan el lugar del nacimiento de María en Galilea o, con mayor probabilidad, en la ciudad santa de Jerusalén, donde se han encontrado las ruinas de una basílica bizantina del siglo V, edificada sobre la llamada casa de Santa Ana, muy cerca de la piscina Probática. Con razón la liturgia pone en labios de María unas frases del Antiguo Testamento: me establecí en Sión. En la ciudad amada me dio descanso, y en Jerusalén está mi potestad (Sir 24, 15).
Hasta que nació María, la tierra estuvo a oscuras, envuelta en las tinieblas del pecado. Con su nacimiento surgió en el mundo la aurora de la salvación, como un presagio de la proximidad del día. Así lo reconoce la Iglesia en la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora: por tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anunciaste la alegría a todo el mundo: de ti nació el Sol de justicia, Cristo, Dios nuestro (Oficio de Laudes).
El mundo no lo supo entonces. Dormía la tierra.
La voz del Magisterio
«La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo».
«Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; bajo esta luz, es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cfr. Gn 3, 15)».
«También Ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (cfr. Is 7, 14; Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con Ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne».
Concilio Vaticano II Const. dogm. Lumen gentium, n. 55.
«Mirad a María, hermosa como la luna, pulchra ut luna. Es una manera de expresar su excelsa belleza. ¡Qué hermosa debe de ser la Virgen! ¡Cuántas veces nos ha impresionado la belleza de una cara angelical, el encanto de la sonrisa de un niño, la fascinación de una mirada pura! Ciertamente, en el rostro de su propia Madre, Dios ha recogido todos los resplandores de su arte divino. ¡La mirada de María! ¡La sonrisa de María! ¡La dulzura de María! ¡La majestad de María, Reina del cielo y de la tierra! Como brilla la luna en el cielo oscuro, así la hermosura de María se distingue sobre todas las hermosuras, que parecen sombras junto a Ella. María es la más hermosa de todas las criaturas. No es sólo la belleza natural la que se refleja en aquel rostro. Dios ha revestido su alma con la plenitud de sus riquezas por un milagro de su omnipotencia y ha hecho pasar a la mirada de María algo de su dignidad sobrehumana y divina. Un rayo de la belleza de Dios brilla en los ojos de su Madre».
«Pero la Iglesia no compara a María tan sólo a la luna; sirviéndose también de la Sagrada Escritura (cfr. Ct 6, 10), pasa a una imagen más intensa y exclama: ¡Tú eres, María, electa ut sol , elegida como el sol! La luz del sol tiene una gran diferencia con la de la luna: es luz que calienta y vivifica. Brilla la luna sobre los grandes glaciares del Polo, pero el glaciar permanece compacto e infecundo, como permanecen las tinieblas y perdura el hielo en las noches lunares del invierno. La luz de la luna no tiene calor, no lleva la vida. Fuente de luz y de calor y de vida es el sol. Ahora bien, María, que tiene la belleza de la luna, brilla también como un sol e irradia un calor: vivificante. Hablando de Ella, hablándole a Ella, no olvidemos que es verdadera Madre nuestra; porque a través de Ella hemos recibido la vida divina. Ella nos dio a Jesús y con Jesús la Fuente misma de la gracia. María es medianera y distribuidora de las gracias».
«Electa ut sol. Bajo la luz y el calor del sol florecen sobre la tierra y dan su fruto las plantas; bajo el influjo y la ayuda de este sol que es María, fructifican en la almas los buenos pensamientos. Quizá ya en este momento estáis inundados del encanto que mana de la Virgen Inmaculada, Madre de la divina gracia, medianera de las gracias, por ser Reina del mundo».
«Volved a recorrer, queridos hijos e hijas, la historia de vuestra vida. ¿No veis un tejido de gracias de Dios? Entonces podéis pensar: en estas gracias ha entrado María. Las flores han despuntado y los frutos han madurado en mi vida gracias al calor de esta Señora, elegida como el sol».
Pío XII (siglo XX). Radiomensaje en la apertura del Año Mariano, 8-XII-1953.
La voz de los Padres de la Iglesia
«Se llamaba Joaquín; era de la casa de David, rey y profeta; su mujer se llamaba Ana. Permaneció sin hijos hasta la vejez, porque su esposa era estéril. Y, sin embargo, precisamente a ella le estaba reservado el honor al que, según la ley de Moisés, aspiraban todas las mujeres que dan a luz, honor que no había sido concedido a ninguna mujer privada de hijos».
«Joaquín y Ana, en efecto, eran dignos de honor y de veneración, tanto en palabras como en obras; eran conocidos como pertenecientes a la estirpe de Judá y David, a la descendencia de reyes. Cuando se unieron las casas de Judá y de Leví, la rama real y la sacerdotal quedaron mezcladas. Así está escrito tanto respecto a Joaquín como respecto a José, con quien se desposó la Virgen santa. De este último se afirma directamente que era de la casa y tribu de David (cfr. Mt 1, 16; Lc 1, 5); pero lo eran los dos: uno según la descendencia natural de David, el otro en virtud de la ley según la cual eran levitas».
«También la bienaventurada Ana era una rama elegida de la misma casa. Esto significaba de antemano que el rey que nacería de su hija iba a ser sumo sacerdote, en cuanto Dios y en cuanto hombre. Sin embargo, la falta de hijos causaba un gran dolor a los venerables y estimados padres de la Virgen, a causa de la ley de Moisés y también por las burlas que recibían de algunos hombres necios. Deseaban el nacimiento de un descendiente que borrara la ignominia ante sus ojos y ante el mundo entero, y llevarles así a una gloria superior».
«Entonces la bienaventurada Ana, como aquella otra Ana madre de Samuel (cfr. 1 Sam 1, 11), fue al templo y suplicó al Creador del universo que le concediera un fruto de sus entrañas, para consagrárselo, a cambio de haberlo recibido como don. Tampoco el bienaventurado Joaquín estaba inactivo, sino que pedía a Dios que lo librase de la falta de hijos».
«El Rey benigno, el Autor generoso de todos los dones, escuchó la oración del justo y envió un anuncio a los dos cónyuges. Primero mandó un mensaje a Joaquín mientras se hallaba rezando en el templo. Le hizo oír una voz del cielo que le decía: "Tendrás una hija que será gloria, no sólo para ti, sino para el mundo entero". Este mismo anuncio le fue hecho a la bienaventurada Ana; ella no cesaba de rezar a Dios con ardientes lágrimas. También a ella le fue enviado el mensaje de parte de Dios, en el jardín donde ofrecía sacrificios con peticiones y plegarias al Señor. El ángel de Dios vino a ella y le dijo: "Dios ha escuchado tu oración; darás a luz a la anunciadora del gozo y la llamarás María, porque de Ella nacerá la salvación del mundo entero"».
«Después del mensaje tuvo lugar el embarazo; y de la estéril Ana nació María, iluminadora de todos: así, en efecto, se traduce el nombre de María: "iluminadora". Entonces los venerables padres de la feliz y santa niña quedaron colmados de una gran alegría. Joaquín organizó un banquete e invitó a todos sus vecinos, sabios e ignorantes, y todos dieron gloria a Dios, que había obrado para ellos un gran prodigio».
«De este modo, la angustia de Ana se trocó en una gloria más sublime, la gloria de convertirse en puerta de la puerta de Dios, puerta de su vida y comienzo de su gloriosa conducta».
Vida de María atribuida a San Máximo el Confesor (siglo VII).
(Los hechos expuestos se inspiran en escritos apócrifos, principalmente en el "Protoevangelio de Santiago", que se remonta al siglo II).
La voz de los santos
«Muchísimo daño, amadísimos, nos causaron un varón y una mujer; pero, gracias a Dios, igualmente por un varón y una mujer se restaura todo. Y no sin gran aumento de gracias. Porque no fue el don como había sido el delito, sino que la grandeza del beneficio. excede a la estimación del daño».
«Así, el prudentísimo y clementísimo Artífice no quebrantó lo que estaba cascado, sino que lo rehizo más útilmente por todos modos, a saber, formando un nuevo Adán del viejo y transfundiendo a Eva en María».
«Ciertamente, podía bastar Cristo, pues toda nuestra suficiencia nos viene de Él; pero no era bueno para nosotros que estuviese el hombre solo (cfr. Gn 2, 18). Mucho más conveniente era que asistiese a nuestra reparación uno y otro sexo, no habiendo faltado para nuestra corrupción ni el uno ni el otro. Fiel y poderoso Mediador de Dios y de los hombres es el hombre Cristo Jesús, pero los hombres respetan en Él una divina majestad. Parece estar la humanidad absorbida en la divinidad, no porque se haya mudado la substancia, sino porque sus afectos están divinizados. No se canta de Él sólo la misericordia, sino que se le canta igualmente la justicia, porque aunque aprendió, por lo que padeció, la compasión, y vino a ser misericordioso (cfr. Hb 5, 8), con todo eso tiene la potestad de juez al mismo tiempo. En fin, nuestro Dios es un fuego que consume. ¿Qué mucho tema el pecador llegarse a Él, no sea que, al modo que se derrite la cera a la presencia del fuego, así perezca él a la presencia de Dios?»
«Así pues, ya no parecerá estar de más la mujer bendita entre todas las mujeres, pues se ve claramente el papel que desempeña en la obra de nuestra reconciliación, porque necesitamos un mediador cerca de este Mediador y nadie puede desempeñar tan provechosamente este oficio como María. Mediadora demasiado cruel fue Eva, por quien la serpiente antigua infundió en el varón el pestífero veneno. Pero fiel es María, que propinó el antídoto de la salud a los varones y a las mujeres. Aquélla fue instrumento de la seducción, ésta de la propiciación; aquélla sugirió la prevaricación, ésta introdujo la redención. ¿Qué recela llegar a María la fragilidad humana? Nada hay en Ella austero, nada terrible; todo es suave, ofreciendo a todos leche y lana».
«Estudia con cuidado toda la serie de la historia evangélica, y si encuentras en María algo de dureza o de reprensión desabrida, o la señal de alguna indignación, aunque leve, tenla en adelante por sospechosa y recela el llegarte a Ella. Pero si más bien (como sucede en verdad) encuentras que todo lo que pertenece a Ella está llena de piedad y de misericordia, de mansedumbre y de gracia, agradéceselo a aquel Señor que, con su benignísima misericordia, proveyó para ti tal mediadora que nada puede haber en la Virgen que infunda temor. Ella se hizo toda para todos; se hizo deudora. de sabios y de ignorantes, con una caridad copiosísima. A todos abre el seno de la misericordia, para que todos reciban de su plenitud: redención el cautivo, curación el enfermo, consuelo el afligido, el pecador perdón, el justo gracia, el ángel alegría; en fin, gloria a toda la Trinidad; y la misma Persona del Hijo recibe de Ella la substancia de la carne humana, a fin de que no haya quien se esconda de su calor».
San Bernardo (siglo XII). Sermón en el Domingo infraoctava de la Asunción, 1-2.
La voz de los poetas
Niña de Dios, por nuestro bien nacida;
tierna, pero tan fuerte, que la frente,
en soberbia maldad endurecida,
quebrantasteis de la infernal serpiente.
Brinco de Dios, de nuestra muerte vida,
pues vos fuisteis el meollo conveniente,
que redujo a pacífica concordia
de Dios y el hombre la inmortal discordia.
La justicia y la paz hoy se han juntado
en vos, Virgen santísima, y con gusto
el dulce beso de la paz se han dado,
arra y señal del verdadero Augusto.
Del claro amanecer, del sol sagrado
sois la primera aurora; sois del justo
gloria; del pecador, firme esperanza;
de la borrasca antigua, la bonanza.
Sois la paloma que ab æterno fuistes
llamada desde el cielo, sois la esposa
que al sacro Verbo limpia carne distes,
por quien de Adán la culpa fue dichosa;
sois el brazo de Dios, que detuvistes
de Abrahán la cuchilla rigurosa,
y para el sacrificio verdadero
nos distes el mansísimo Cordero.
Miguel de Cervantes (siglos XVI-XVII). Trabajos de Persiles y Segismunda, 3.
J. A. Loarte