Queridos hermanos y hermanas.
En la última catequesis hemos comenzado a reflexionar sobre las virtudes teologales. Son tres: la fe, la esperanza y la caridad. La última vez reflexionamos sobre la fe, hoy nos toca reflexionar sobre la esperanza.
"La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos como felicidad el reino de los cielos y la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817). Estas palabras nos confirman que la esperanza es la respuesta que se ofrece a nuestro corazón, cuando surge en nosotros la pregunta absoluta: "¿Qué será de mí? ¿Cuál es el destino del viaje? ¿Cuál es el destino del mundo?".
Todos nos damos cuenta de que una respuesta negativa a estas preguntas produce tristeza. Si el camino de la vida no tiene sentido, si no hay nada ni al principio ni al final, entonces nos preguntamos por qué debemos caminar: de ahí la desesperación del hombre, el sentimiento de la inutilidad de todo. Y muchos podrían rebelarse: Me he esforzado por ser virtuoso, por ser prudente, justo, fuerte, templado.
También he sido un hombre o una mujer de fe.... ¿De qué ha servido mi lucha si todo acaba aquí? Si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, sólo cabría concluir que la virtud es un esfuerzo inútil. "Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, también el presente se hace vivible", decía Benedicto XVI (Carta encíclica Spe salvi, 2).
El cristiano tiene esperanza no por mérito propio. Si cree en el futuro, es porque Cristo murió y resucitó y nos dio su Espíritu. "La redención se nos ofrece en el sentido de que se nos ha dado una esperanza, una esperanza fiable, en virtud de la cual podemos afrontar nuestro presente" (ibid., 1). En este sentido, una vez más, decimos que la esperanza es una virtud teologal: no emana de nosotros, no es una obstinación de la que queramos convencernos, sino que es un don que viene directamente de Dios.
A muchos cristianos dubitativos, que no habían renacido del todo a la esperanza, el apóstol Pablo les plantea la nueva lógica de la experiencia cristiana: "Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe y aún estáis en vuestros pecados. Por tanto, los que han muerto en Cristo también están perdidos. Si hemos tenido esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos más dignos de lástima que todos los hombres" (1 Co 15,17-19). Es como si dijera: si crees en la Resurrección de Cristo, entonces sabes con certeza que no hay derrota ni muerte para siempre. Pero si no crees en la Resurrección de Cristo, entonces todo se vuelve vacío, incluso la predicación de los Apóstoles.
La esperanza es una virtud contra la que pecamos a menudo: en nuestros malos anhelos, en nuestras melancolías, cuando pensamos que las felicidades pasadas están enterradas para siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos por nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones.
No lo olvidemos, hermanos y hermanas: Dios lo perdona todo, Dios perdona siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero no olvidemos esta verdad: Dios lo perdona todo, Dios perdona siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos por nuestros pecados; pecamos contra la esperanza cuando el otoño en nosotros anula la primavera; cuando el amor de Dios deja de ser un fuego eterno y no tenemos el valor de tomar decisiones que nos comprometen para toda la vida.
El mundo de hoy tiene tanta necesidad de esta virtud cristiana. El mundo necesita esperanza, como necesita paciencia, virtud que va de la mano de la esperanza. Los hombres pacientes son tejedores de bien. Desean obstinadamente la paz, y aunque algunos tienen prisa y querrían todo y todo ya, la paciencia tiene la capacidad de esperar. Incluso cuando muchos a su alrededor han sucumbido a la desilusión, los que están animados por la esperanza y son pacientes son capaces de atravesar las noches más oscuras. Esperanza y paciencia van unidas.
La esperanza es la virtud de los jóvenes de corazón; y aquí, la edad no cuenta. Porque también hay ancianos con los ojos llenos de luz, que viven una tensión permanente hacia el futuro. Pensemos en aquellos dos grandes ancianos del Evangelio, Simeón y Ana: no se cansaron de esperar y vieron bendecido el último tramo de su camino por el encuentro con el Mesías, al que reconocieron en Jesús, llevado al Templo por sus padres.
¡Qué gracia si fuera así para todos nosotros! Si, después de una larga peregrinación, al dejar las alforjas y el bastón, nuestro corazón se llenara de una alegría que nunca antes habíamos sentido, y nosotros también pudiéramos exclamar: "Ahora deja, Señor, que tu siervo / vaya en paz, según tu palabra, / porque han visto mis ojos tu salvación, / preparada por ti ante todos los pueblos: / luz para revelarte a las naciones / y gloria a tu pueblo Israel" (Lc 2,29-32).
Hermanos y hermanas, sigamos adelante y pidamos la gracia de tener esperanza, esperanza con paciencia. Esperar siempre ese encuentro final; pensar siempre que el Señor está cerca de nosotros, que nunca, nunca la muerte saldrá victoriosa. Vayamos adelante y pidamos al Señor que nos dé esta gran virtud de la esperanza, acompañada de la paciencia. Gracias.