Huir de la guerra para encontrar a Dios: la historia de Jérôme

Jérôme no lo ha tenido fácil en la vida. Así se presenta: “Nací en el Congo y, desde pequeño, mi vida ha estado marcada por el dolor”. Esta es su historia.

Mi infancia se desarrolló en la pequeña ciudad de Kilwa (República Democrática del Congo), rodeado del afecto de mis padres y de mis tres hermanos varones. Mis padres, católicos los dos, me bautizaron cuando todavía era un bebé. Gracias a mi madre, católica muy activa en la “Legión de María”, pude recibir la catequesis desde pequeño.

Mi madre me enseñó las primeras oraciones que han quedado grabadas en mi memoria. De esos años felices recuerdo también la satisfacción de poder ir al colegio, donde entre canciones, juegos y lecciones, di mis primeros pasos en la lectura y la escritura.

Aquellos felices años quedarían marcados por el dolor. Tenía yo tan solo ocho años cuando mi madre quiso seguir con un embarazo que los médicos desaconsejaban debido al riesgo que entrañaba el parto.

De esos meses en el orfanato, guardo el bonito recuerdo de un pequeño evangelio

Una preciosa niña, Justine, vino al mundo, y mi madre, a causa de las complicaciones que generó la cesárea, se nos fue al Cielo. En 1997, falleció mi padre, que fue asesinado justo dos años después de la muerte de mi madre. Todos los hermanos salimos de Kilwa hacia Lubumbashi, en un camión que nos facilitó monseñor Tafunga, entonces obispo de Kilwa-Kasenga.

Una preciosa niña, Justine, vino al mundo, y mi madre, a causa de las complicaciones que generó la cesárea, se nos fue al Cielo.

En Lubumbashi, mi hermano pequeño Arsène y yo pasamos una temporada en la “Cité des Jeunes” de don Bosco, un centro que recoge a niños huérfanos y a los enfants de la rue (niños de la calle). De esos meses en el orfanato, guardo el bonito recuerdo de un pequeño evangelio que llevaba siempre conmigo y cuya lectura me atraía especialmente y me daba una gran paz.
Los colegios estaban cerrados y pasamos largas temporadas escondidos en la selva, huyendo del conflicto armado

Unos seis meses después de llegar a la “Cité des Jeunes”, nuestro hermano mayor Emmanuel, que entonces tenía 24 años, nos sacó de allí para llevarnos a casa de una tía en Kindu, centro-este del país. Mi hermana Justine se quedó en Lubumbashi en casa de la hermana de mamá y, desde entonces, aunque nos comunicamos por teléfono, no he vuelto a verla.

Los años pasados en un poblado cercano a la ciudad Kindu fueron extremadamente difíciles a causa de la guerra. Los colegios estaban cerrados y pasamos largas temporadas escondidos en la selva, huyendo del conflicto armado. Los problemas de salud eran frecuentes y, una noche, Dios se llevó de improviso a mi hermano pequeño Arsène, que dormía junto a mí.

Los años pasados en un poblado cercano a la ciudad Kindu fueron extremadamente difíciles a causa de la guerra.

Dudar de Dios

A veces me preguntan si toda esta situación no me llevó a dudar de Dios. He de reconocer que esta pregunta me sorprende, porque jamás se me pasó por la cabeza esa posibilidad. Es más, de esos años recuerdo que tenía una gran presencia de Dios, no sabría explicarlo, pero nunca me sentí solo.

Un sacerdote venía al poblado para celebrar la Misa. En cambio, cuando estábamos escondidos en la selva no teníamos esta oportunidad. Estas circunstancias me ayudaron a valorar más la oportunidad de asistir a Misa.

Una de las enseñanzas que más me ayudó en el periodo de catequesis fue la necesidad de perdonar

Gracias a Dios, la situación se calmó. En 2003, cinco años después de interrumpir mis estudios, algunos miembros de la familia vinieron a buscarnos para animarnos a matricularnos en el colegio. Mi hermano Patrick y yo empezamos a ir de nuevo a clases mientras trabajábamos en la fabricación y venta de ladrillos, para poder pagarnos los estudios.

Pude terminar también la catequesis y recibir los sacramentos de la Comunión y la Confirmación. Una de las enseñanzas que más me ayudó en el periodo de catequesis fue la necesidad de perdonar. Eso me ayudó a perdonar a los que habían asesinado a mi padre y animar a los otros miembros de la familia a hacer lo mismo.

En 2003, cinco años después de interrumpir mis estudios, algunos miembros de la familia vinieron a buscarnos para animarnos a matricularnos en el colegio.

Una anécdota simpática de esos años tuvo lugar el día de mi Confirmación. Recuerdo que nos dijeron que teníamos que venir vestidos de color rojo, que simboliza al Espíritu Santo en la liturgia. En esos momentos vivíamos en una extrema pobreza, y conseguir ropa nueva era imposible, así que me las ingenié como pude. Lo único que encontré entre mi ropa fue un pantalón de chándal y una camiseta roja con el número doce. Lo que tenía claro es que no quería perderme la Confirmación, así que traté de pasar desapercibido camuflándome entre mis amigos. No sé lo que pensaría el obispo que me confirmó, aunque, como sólo me vio de frente, no pudo ver el número que adornaba mi espalda.
En esos momentos vivíamos en una extrema pobreza, y conseguir ropa nueva era imposible, así que me las ingenié como pude

Entre tanto, Emmanuel, mi hermano mayor, pudo terminar los estudios en Kinshasa y fue destinado para trabajar en Bukavu. Al poco tiempo me llamó para que fuera con él y en esta ciudad pude obtener el título de licenciado en Geología en 2016.

El encuentro con Dominique

Después me instalé en Goma (otra ciudad del este del país) con Emmanuel y su familia. Estando allí, decidí presentarme a un test para ocupar una plaza de las cien que ofrecía la Escuela Nacional de Administración (ENA).

Seleccionado entre los más de once mil que se presentaron, venidos de todo el país, hice mis maletas y viajé, bien decidido, hacia Kinshasa, la capital, que se encuentra en el extremo opuesto, a más de dos mil kilómetros. Durante doce meses he asistido a las clases de la ENA, y he sido admitido como funcionario en el Ministerio de Minas.

En este año de formación, tuve la suerte de encontrarme con Dominique, un médico que también estudiaba para ser funcionario del Estado

En este año de formación, tuve la suerte de encontrarme con Dominique, un médico que también estudiaba para ser funcionario del Estado. Un día, tuvimos una larga conversación sobre religión, en concreto sobre las diferentes formas de rezar. El diálogo me pareció interesante, y al día siguiente me dio un rosario que me ayudara a rezarlo.

A principios de 2018, Dominique me invitó a hacer una visita a un centro de disminuidos físicos y fue entonces cuando me habló por primera vez del Opus Dei. Después, me invitó al Centre Culturel Loango, donde se realizan actividades para universitarios y está atendida espiritualmente por sacerdotes del Opus Dei. El ambiente de alegría me cautivó al instante y me di cuenta enseguida de la oportunidad que se me ofrecía para crecer en mi formación humana y espiritual.

Desde entonces, las enseñanzas de san Josemaría me han ayudado a descubrir nuevos horizontes en mi vida. La posibilidad de santificarse con el trabajo y en la vida ordinaria fue toda una novedad para mí. Como una esponja, absorbía con ganas todas las enseñanzas que me ofrecían en Loango, en los distintos medios de formación: la meditación, el curso de doctrina católica, las conversaciones con el sacerdote, los retiros, etc.

Aunque mi vida haya sido golpeada por el dolor, las caricias de Dios no me han faltado nunca

Durante estos meses he aprendido a vivir de otra manera. En lo exterior, no es que mi vida haya cambiado mucho, sin embargo, la presencia de Dios y conocer que todas mis acciones, hasta las más pequeñas, tienen un valor infinito ha transformado mi día a día completamente.

Ahora me tengo que instalar y empezar a trabajar en la capital. Si Dios quiere, pronto podré casarme y formar una nueva familia. Aunque mi vida haya sido golpeada por el dolor, las caricias de Dios no me han faltado nunca y, detrás de este encuentro, veo claramente la mano del Señor.