«Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,22-23)
No es fácil aceptar el misterio de la Cruz. La perspectiva de un Mesías que, después de haber sido humillado, termina sus días sobre una Cruz, escandalizaba la imaginación de Pedro (cfr. Mt 16,21-23) y los Doce simplemente no la comprendían (cfr. Lc 18,30-34). Era tan doloroso este sufrimiento que Jesús pidió a su Padre que pasase ese cáliz (cfr. Mt 26,39) y el corazón de María, identificado con el de su Hijo, conoció igualmente la reticencia natural ante el padecimiento.
Es tan natural el rechazo de un Dios que termina en un patíbulo, que su misma representación pictórica tardó siglos en abrirse camino en el imaginario de la cultura cristiana, tanto en un contexto hebraico como greco-romano. Este no entender es tan natural, que nosotros mismos lo seguimos experimentando cuando la Cruz nos visita, no en la conmoción artística o en la teoría de un discurso, sino en la acerba concreción de la vida real.
La contemplación del misterio de la Cruz es fuente inagotable de vida, a condición de que cada uno recorra su propio camino espiritual y personal
A pesar de la dureza de la Cruz, la confianza en que los planes de Dios, su misterio de salvación, responden a una lógica que Él mismo nos ha querido revelar, impulsó a los primeros cristianos a defender lo indefendible, hasta el punto de que hoy, cualquier niño que aprende el catecismo, recita de memoria: «¿cuál es la señal del cristiano? La señal del cristiano es la santa Cruz»[1]. El sencillo gesto de persignarnos contiene una fuerza simbólica única: confiesa con el alma y con el cuerpo todo el misterio de la creación y de la redención, todo lo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han hecho y harán por cada uno de nosotros.
«Todas las cosas son fatigosas, el hombre no puede expresarlas. No se sacia el ojo de ver, ni se cansa el oído de oír» (Ecl 1,8). La contemplación del misterio de la Cruz es fuente inagotable de vida, a condición de que cada uno recorra su propio camino intelectual y espiritual. Esa ha sido la experiencia de los grandes maestros de la tradición cristiana, que han subido el camino de la Cruz con su predicación y con su vida. Más que una explicación, las reflexiones que siguen quieren presentar cuatro imágenes capaces de generar luz y serenidad cuando parece que la tiniebla de la Cruz nos envuelve.
Primera imagen: el Trono de la Misericordia
La primera imagen es la del Trono de la misericordia. Se trata de una iconografía desarrollada especialmente en la Edad Media. Existen numerosas variaciones, pero el motivo es siempre el mismo: Dios Padre sostiene con sus manos a su Hijo en la Cruz, mientras que el Espíritu Santo, representado como una paloma, aparece entre los rostros del Padre y del Hijo. La fuerza de esta imagen consiste en presentar la auto-donación del Hijo como la misma donación del Padre, gracias a la acción del Espíritu Santo. De esta forma queda manifiesto, en primer lugar, que el Padre revela su misericordia por cada una de sus criaturas no a pesar de, sino a través de la Pasión de su Hijo. Esto no significa que el amor de Dios tenga en la Cruz una manifestación eminente por el dolor que conllevó, sino porque constituye, de hecho, la última y la más elocuente predicación de Jesús sobre el amor con el que Padre respeta y promueve el bien y la libertad de todos sus hijos.
Esa imagen nos dice que Dios está dispuesto a cargar con el peso de la Cruz antes que forzar a nadie a amarle. Por eso, si miramos bien a través de las llagas del Resucitado, no veremos la imagen de un Dios tan radicalmente trascendente que considera indigno de su pureza relacionarse con quienes son polvo y vanidad (cfr. Gn 2,7; Sal 144,4). La imagen del Dios cristiano manifiesta, de modo sorprendente y nuevo, la unidad de la justicia y la misericordia; el amor de Dios, que siempre se pone del lado de sus criaturas, y su capacidad de llevar a cumplimiento el designio originario de la creación. Precisamente la Cruz de Cristo hace evidente el peso de esos pesares, es decir, lo que le ha costado a la Trinidad ser fiel a su proyecto, a esa locura de amor que es la creación de seres personales que llaman de Tú a Dios por toda la eternidad, ya sea bajo la forma de un apasionado Te amo, ya sea con un amargo Te odio. Nuestro Padre decía muchas veces que precisamente el que ama sufre, «si en amor estoy ducho / es por fuerza del dolor»[2].
Segunda imagen: el grito de Jesús
La segunda imagen es el grito de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Como todo en la vida de Jesús, este gemido que sale de las profundidades de un cuerpo exhausto tiene función de revelación. Si miramos a nuestro alrededor sin ingenuidades, veremos que frecuentemente los justos son los que salen perdiendo. Es la constante verdad del salmo 73: «a los impíos les va aparentemente bien, a los que quieren vivir cara a Dios les va aparentemente mal». En este sentido, Jesús en la Cruz se solidariza con todos los inocentes que sufren injustamente y que no ven escuchados sus gritos en este mundo.
La Pasión del Crucificado es un acto de la compassio redentora del Padre en Cristo con todas las víctimas que, de un modo u otro, han sufrido por defender la verdad de Dios y la verdad del hombre. Sus quejas, sus clamores tantas veces silenciados, encuentran un lugar en Dios gracias al grito de Jesús. En Él no se extinguen, sino que encuentran resonancia divina. En el por qué de Jesús nuestras preguntas más crispadas por el dolor o la soledad, no son olvidadas, sino que alcanzan la seguridad de una respuesta llena de amor por parte de la Trinidad. Como en el caso de Jesús, esta respuesta solo será plena cuando llegue la Resurrección. Sin embargo, si aprendemos a gritar en Él, nuestra angustia se transforma progresivamente en paz y serenidad de victoria[3].
Con su grito en la Cruz, Jesús se solidariza con los inocentes que sufren y que no ven escuchados sus gritos en este mundo
Si es verdad aquello de que los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada[4], es fácil entender por qué la Cruz es indisociable de la Resurrección y del Juicio Final. Una predicación que de hecho solo insista en una de esas tres realidades hace una caricatura del misterio de Cristo y hace todavía menos aceptable el rostro de Cristo a nuestros contemporáneos. El Juicio Final es indisociable de la Cruz y de la Resurrección. Es el último acto de la constitución del Reino que Jesús predicó desde el inicio; el acto en el que las intenciones del corazón serán manifestadas y el sufrimiento inocente de todos los justos, comenzando desde Abel, recibirán el reconocimiento público que merecen.
La tercera imagen: el buen ladrón
La tercera imagen es la conversión del buen ladrón (cfr. Lc 23,40-43). Colgado de la Cruz, Jesús no solo se solidariza con los inocentes, sino que sondea las profundidades de los corazones que rechazan a Dios. El Espíritu Santo mueve a Jesús a no abandonar a ninguno, ni siquiera a los que se levantan contra Él. Jesús no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mc 2,17). A lo largo de su vida no solo habló del perdón y del amor a los enemigos (Mt 5,44), sino que murió perdonando y bendiciendo a uno de los malhechores que estaba crucificado con Él (cfr. Lc 23,43). El buen ladrón pasó de la maldición a la bendición en pocos minutos. El éxodo por el que le condujo Jesús es una metáfora de nuestra vida, pues todos hemos pecado y hemos vivido privados de la gloria de Dios (cfr. Rm 3,23).
Hay una condición, sin embargo, para poder entrar en la bendición, pues en la relación con Jesús no hay nada de mágico o de automático: nadie, ni siquiera Jesús, puede sustituir nuestra conciencia. Al final de su vida Jesús continúa con su programa iniciado en el Jordán (cfr. Mc 1,14). Busca y se solidariza con los pecadores, pero para llamarlos a la conversión y a la penitencia (cfr. Lc 5,32). La novedad de la revelación de la Cruz consiste en que a Dios le basta un verdadero acto de contrición para donar la bendición. El buen ladrón no tuvo oportunidad para reparar lo que había robado y, sin embargo, goza ya de la vida eterna. Como en nuestro Bautismo, resuena aquí la escandalosa generosidad de la parábola del hijo pródigo: el Padre no exige el cumplimiento material de una reparación imposible. Él sondea la verdad del corazón y por eso le basta que reconozcamos sin ambages nuestro pecado, que nos arrepintamos de corazón y que nos abracemos a Jesús con la fe que obra lo que puede por la caridad (Gal 5,6). El buen ladrón es una buena imagen para entender la absoluta gratuidad de la justificación y de aquel mínimo que el Padre exige para poder perdonarnos. El Espíritu Santo que obra en Jesús y en su Cuerpo, que es la Iglesia, se encargará de sanar las secuelas que hemos causado en nuestro entorno con nuestros pecados.
Desde la Cruz, Jesús nos mira. Su oración de intercesión, «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), es oración eficaz: nos pone, como a aquel ladrón, en condiciones de reconocer la propia culpa, de aceptar la propia responsabilidad y de abrirnos a la necesidad del perdón. Si la mirada de Jesús no fuese misericordiosa, el espectáculo de nuestros pecados nos llevaría fácilmente a la desesperación. Pero su mirada es diferente: no nos reduce a nuestros actos, sino que abre un espacio donde el dolor que experimentamos al palpar la mezquindad de nuestras decisiones no termina en un gesto amargo. El Hijo de Dios es objeto de una violencia absurda; la misma que continúa activa en nuestro interior cuando la envidia, la superficialidad o simplemente la indiferencia ante el mal y el pecado nos transforman en culpables. Pero el Amor de Dios es más fuerte que cualquier necedad de sus criaturas. La paciencia con que soporta la debilidad de quien no tiene báculo (la im-becillitas) revela que el Padre tiene en Cristo sus manos siempre abiertas para acogernos, si de verdad queremos hacer el esfuerzo de dejarnos abrazar por Él.
La cuarta imagen: el Cordero degollado ante el Trono de Dios
La cuarta imagen es la del Cordero degollado que está en pie delante del Trono de Dios (cfr. Ap 5,1-14). El profeta Isaías había usado la imagen del cordero para hablar del Siervo sufriente (cfr. Is 53,7). El Bautista emplea la misma imagen para referirse a Jesús «que quita los pecados del mundo» (Jn 1,29). El evangelio de san Juan hace coincidir la muerte de Cristo con el momento del sacrificio ritual en el templo, quizá para subrayar así que la sangre de un cordero había librado a los primogénitos de Israel de la muerte en Egipto (cfr. Ex 12). El libro del Apocalipsis presenta a Cristo como el Cordero que vence a los potentes de la tierra, pues Él es el Rey de reyes y Señor de señores (cfr. Ap 17,14). Para quien no esté familiarizado con el mundo bíblico puede resultar difícil entender la insistencia –hasta veintinueve veces– con que el Apocalipsis usa esta imagen. Pero para los primeros cristianos hebreos era tan natural, que muy pronto se desarrolló la potente imagen del Cordero degollado y victorioso, síntesis admirable de lo que la tradición cristiana posterior denominará la exaltación gloriosa de Cristo en la Cruz. Esta tradición, de origen joanéo, contempla la cruz como anticipación de la Gloria de la Resurrección. En muchos crucifijos vemos todavía las llamadas potencias, es decir, los rayos de la gloria del Resucitado que se expanden desde la Cruz al mundo entero. San Josemaría, como tantos otros santos, contemplaba habitualmente la Cruz desde este punto de vista[5].
La imagen del cordero degollado, desarrollada sobre todo por san Juan, contempla la cruz como anticipación de la Gloria de la Resurrección
El capítulo 5 del Apocalipsis contiene un guiño característico del estilo de san Juan. El autor presenta con gran dramatismo la escena de un libro sellado que nadie es capaz de abrir. Un ángel grita a grandes voces, preguntando si hay alguien digno de abrir los siete sellos. Pero nadie responde. Ante aquel silencio desolador, «Juan prorrumpe en llanto» (v. 4). Uno de los Ancianos le tranquiliza y le dice: «No llores, mira que ha vencido el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, y que puede abrir el libro» (Ap 5, 5). La paradoja es que cuando ese León hace acto de presencia para abrir el libro, lo hace bajo la forma de un cordero (cfr. Ap 5,6).
«Victor, quia victima»[6]. Venció no porque fue violento, sino porque fue víctima de la violencia. La victoria del Padre en Cristo revela algo de esa divina pasividad y mansedumbre que la imagen del Cordero traduce en lenguaje humano. Ni el Padre exigió a su Hijo el dolor como satisfacción, ni Cristo eliminó el pecado destruyendo a nadie. El Padre pidió a su Hijo que revelase su amor de Padre por cada uno, arriesgándose a que los hombres diesen el curso que quisieran al amor de Dios. Le pidió que confesase siempre y sin ambages que el Padre no retira sus dones, que la libertad es real y que Él no quiere esclavos sino hijos. Por eso, toda la vida de Jesús fue desenmascarar la lógica de los corazones que, aún cumpliendo externamente, viven esclavizados en su interior por el miedo, la envidia o el resentimiento.
Jesús vino a librarnos de la esclavitud del pecado anunciando que «el Padre os ama» (Jn 16,27) y unió su voluntad de hombre a ese deseo divino de modo tan perfecto, que se dejó colgar en un madero antes que obligar a nadie a rendirse ante Dios. La paradoja de ese Cordero «manso y humilde» (Mt 11, 29), que vino «para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8), es que las venció soportando hasta el final la tentación de la desconfianza en el amor del Padre. De este modo demostró la grandeza del corazón humano según el diseño creador de Dios: un corazón que, con la fuerza del Espíritu Santo, puede dejarse modelar por todo, puede abrazar a todos y es capaz de introducir, en las tinieblas más densas del rechazo de Dios, la luz de la confianza filial.
Nuestra libertad es real, y la Trinidad la ama tanto, que ha querido que también nosotros demos forma a la relación que Él inició en la creación. Ni Jesús, ni los que le crucificaron, ni María, ni Pedro, ni Judas eran meros ejecutores de un guión ya escrito desde la eternidad. Es verdad que Dios que nos primerea y que él ha establecido las reglas y el sentido de ese juego, que es nuestra vida. Pero una regla fundamental es que nosotros decidimos y construimos con Él el modo de vivir en la eternidad. «El Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti»[7] Él está siempre de nuestra parte y nos tiende su mano, pero no ejercerá violencia alguna contra ninguno de nosotros porque sabe que el don de una relación vivida en libertad ilumina nuestra historia.
Juan Rego
[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 617.
[2] Amigos de Dios, n. 68.
[3] Sal 22, 25-35: «De ti viene mi alabanza en la gran asamblea, mis votos cumpliré ante los que le temen. Los pobres comerán, quedarán hartos, los que buscan a Yahveh le alabarán: «¡Viva por siempre vuestro corazón!» Le recordarán y volverán a Yahveh todos los confines de la tierra, ante él se postrarán todas las familias de las gentes. Que es de Yahveh el imperio, del señor de las naciones. Ante él solo se postrarán todos los poderosos de la tierra, ante él se doblarán cuantos bajan al polvo. Y para aquél que ya no viva, le servirá su descendencia: ella hablará del Señor a la edad venidera, contará su justicia al pueblo por nacer: Esto hizo él».
[4] Cfr. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30.XI.2007, n. 44.
[5] Cfr. Camino, n. 969.
[6] San Agustín, Confesiones X, 43.
[7] Cfr. San Agustín, Sermo 169, 11, PL 38,923.