La medianoche está al caer. Hace ya un par de horas que el ruido se ha trasladado de las calles al interior de las casas. Ahora reina el silencio. Se escuchan los pasos lentos de una joven nazarena, visiblemente encinta, que avanza tomando el brazo de su esposo. Ambos buscan casi a tientas el establo que les han ofrecido para pasar la noche. Dios está por ver nacer a su Hijo en la tierra. Él, que todo lo puede, ha decidido prepararle un sitio casi a la intemperie. «La palabra divina se volvió incapaz de hablar (…). ¿Quién lo habría esperado? La Navidad es celebrar a un Dios inédito, que cambia nuestra lógica y nuestras expectativas (…). La Navidad de Jesús no ofrece el calor seguro de la chimenea, sino el escalofrío divino que sacude la historia»[1].
Aunque con el paso del tiempo el recuerdo del portal de Belén haya quedado como el de un lugar acogedor, también desde el punto de vista material, es probable que no fuera tan cálido como nos lo imaginamos. ¿Qué pretendía Dios con esta elección suya que representamos de año en año en nuestros hogares? Aquella noche, José y María compartieron el tesoro de la pobreza. Los padres de Jesús fueron liberados de todo lo que podía eclipsar la verdadera riqueza que estaban por recibir. Pudiendo elegir cualquier sitio, cualquier comodidad, el Creador elige la privación de todo para mostrarnos qué es lo que verdaderamente cuenta.
El Reino es de los pobres
«Aseguramos todo, salvo el buen clima y el amor»: así rezaba un cartel a la entrada de una empresa de seguros, en una ciudad en la que la meteorología cambia con mucha frecuencia. Si no podemos decidir qué tiempo va a hacer, aún menos podemos garantizar el cariño de los demás. No existe dinero suficiente en el mundo para obligar a alguien a amar con sinceridad. He aquí, pues, una realidad que quizás pueda ponernos un poco nerviosos, porque no nos proporciona la seguridad que experimentamos en otros ámbitos. Pero es necesario vivir con ese «margen de error»: la preocupación por tener el control bloquea cualquier intento de amar y de ser amados; imposibilita la felicidad, sencilla pero robusta, de quien entrega y recibe gratuitamente. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3): así inicia Jesús el Sermón de la montaña. El Maestro ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios.
La virtud de la pobreza —que no se identifica con la pobreza material, económica, que la Iglesia nos anima a aliviar— forma parte de la templanza: es una disposición que modera, es decir, que pone en su lugar exacto nuestra relación con los bienes que Dios ha creado. El pobre de corazón posee y disfruta de las cosas sin ser poseído por ellas; evita poner su seguridad en la acumulación de bienes; sabe detectar en sí mismo esa tendencia que tenemos a construir nuestra vida, incluso de manera no tan consciente, como si la felicidad dependiera fundamentalmente de lo que tenemos… Y eso, a pesar de aquella advertencia de Jesús: «¡Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!» (Lc 6,24).
Tras muchos años dedicados a escuchar a todo tipo de personas, san Josemaría comentaba: «Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo —he sido testigo de verdaderas tragedias—, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento»[2]. La pobreza nos permite darnos cuenta de lo efímeras que son muchas «seguridades» materiales, o de lo superficial de ciertos momentos de consuelo que no tocan el fondo del alma. La pobreza de espíritu nos permite, en fin, disfrutar verdaderamente de la realidad, porque nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios: con todo lo que quiere ser, sin más, contemplado, y que sacia de este modo nuestros deseos más profundos.
«Pobre de espíritu, ¿no significa exactamente “hombre abierto a los demás”, es decir, a Dios y al prójimo?», se preguntaba san Juan Pablo II, durante la visita que realizó en 1980 a una favela de Río de Janeiro. «¿No es verdad que esta bienaventuranza de los “pobres de espíritu” encierra al mismo tiempo una advertencia y una acusación? (…). “Ay de vosotros”: esa palabra suena severa y amenazadoramente, sobre todo en boca de ese Cristo que acostumbraba a hablar con bondad y mansedumbre»[3]. Es verdad, el pecado ha trastocado nuestro deseo de posesión, de modo que fácilmente deformamos nuestra relación con los bienes creados. La avidez por poseer quizás se ve intensificada por una cultura en la que el valor económico —manifestado a su vez en estatus social o en imagen ante los demás— ha llegado a ser a veces la fuente última de valor. Nuestra cultura tiende a hacernos pensar que la prosperidad y el confort son la clave de la felicidad. Y, sin embargo, todos nos damos cuenta de que la verdadera alegría de una persona se mide más bien por la profundidad y la autenticidad de sus relaciones con los demás. Esa es la riqueza del pobre de corazón; a su lado, la soledad de quien vive rodeado de lujo aparece muchas veces como una dramática pobreza.
Una armonía que cada uno debe encontrar
Año 1968. En el marco de una entrevista sobre el lugar de la mujer en la sociedad, la periodista pregunta a san Josemaría por la virtud de la pobreza: quiere saber cómo vivirla y transmitirla desde la vida del hogar. La respuesta parte de una premisa bien nítida: «Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana»[4]. Es decir, que personas externamente muy distintas, como una que se retira al desierto y otra que trabaja en el ajetreo de la ciudad, pueden vivir la virtud de la pobreza con un auténtico espíritu cristiano. Sin embargo, mientras que «desierto» parece decir «pobreza» desde todos los ángulos, ¿cómo puede ser pobre alguien que vive en medio de los bienes del mundo? ¿Qué modelo puede seguir?
San Josemaría se detiene a desarrollar la cuestión con detalle. En un primer momento, identifica dos aspectos en nuestra relación con las cosas materiales: dos polos, aparentemente contrarios, que es preciso conciliar. Por un lado, la necesidad de una «pobreza real, que se note y se toque —hecha de cosas concretas—, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador». Por otro lado, la naturalidad con que un cristiano debe ser «uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida»[5]. En estas palabras queda planteado el desafío de la pobreza de espíritu en medio del mundo: estar despegado de las cosas y, al mismo tiempo, amarlas como regalos de Dios para compartir entre los hombres. Pero la pregunta sigue en pie: ¿cómo orientarnos en este empeño?
Si miramos la vida de Cristo como nos la muestran los evangelios, no vemos en él un abandono absoluto de los bienes. Vemos más bien que, siendo de una posición modesta, ni rico ni pobre, los utiliza de una manera equilibrada, virtuosa, perfecta. Jesús era conocido en el pueblo porque se ganaba el sustento con la profesión que ejercía junto a su padre (cfr. Mt 13,55); tenía una túnica buena (cfr. Jn 19,23); algunas reuniones sociales a las que acudía eran generosas, hasta el punto de que, para acusarlo, lo calificaron de comedor y bebedor (cfr. Mt 11,19); e invitó a varias personas de buena posición económica —Mateo, Zaqueo, José de Arimatea y otros— a abrirse al Reino de Dios. Por otro lado, es clara también su predilección, tanto en su actividad diaria como en su predicación, por quienes materialmente no tenían nada: pone a la viuda pobre como ejemplo de relación con Dios, en comparación con los ricos (cfr. Lc 21,1-4); cuenta cómo el pobre Lázaro llega al seno de Abraham, mientras que el rico que vivía a su lado se queda fuera (Lc 16,19-23); dice claramente que «es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios» (Mt 19,24); aconseja a sus discípulos no llevar a su misión nada que no sea imprescindible (cfr. Lc 10,4-11); y él mismo nace en una gruta ajena, y será sepultado en un sepulcro ajeno. Jesús vive libre de ataduras materiales y, al mismo tiempo, disfruta de los bienes creados. No es una cuestión de equilibrio —compromiso inestable entre dos polos— sino de armonía: la belleza de la forma lograda. Y esta armonía la encontramos en Jesucristo.
Pero no existen recetas universales: «Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es —en buena parte— cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas»[6]. Existe, en efecto, el peligro de uniformar, la posibilidad de dejarse llevar por la tentación de elaborar una lista de estándares para, engañosamente, estar seguros de que vivimos una virtud. Sin embargo, ese tipo de planteamientos olvida el papel indispensable de la prudencia, sin el que las virtudes sencillamente no pueden existir. Por eso, no se trata de guiarse tanto por «reglas teóricas» como por «esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida»[7]. Lo importante, señalaba en otro momento san Josemaría, «no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo a la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: que los bienes creados solo son eso, medios»[8]. Por ejemplo, respecto de la elegancia en el vestir, aconsejaba algo que puede ser aplicable a otros campos de la vida ordinaria: «Debes ir vestido de acuerdo con el tono de tu condición, de tu ambiente, de tu familia, de tu trabajo... como tus compañeros, pero por Dios»[9]. Finalmente, aportaba frecuentes sugerencias que cada uno podía aplicar a sus propias circunstancias: no crearse necesidades, cuidar lo que se tiene, prescindir de algo durante una temporada, dar lo mejor a los demás, aceptar con alegría las incomodidades, no quejarse si falta algo… y tantas otras cosas pequeñas que cada uno puede descubrir en un camino de oración.
Amor al mundo y solidaridad
San Josemaría experimentó la pobreza material en varios momentos de su vida[10]. Además, procuró mantener ciertas costumbres personales para asegurar su espíritu de pobreza, aunque no las consideraba aplicables a todos los fieles de la Obra. Por lo demás, era consciente de que Dios lo llamaba a transmitir un espíritu de santidad en medio del mundo, no fuera de él. Por lo que, aun cuando otras personas estuvieran llamadas a gestos radicales de abandono de lo material como testimonio de la suprema riqueza de Dios, estaba convencido de que algo específico de los cristianos corrientes sería convertirse en «testimonio explícito de amor al mundo» y de «solidaridad con los hombres»[11].
En el verano de 1974 tuvo una reunión con varios matrimonios en Lima. Aquel encuentro era una sorpresa, pues el fundador del Opus Dei había estado indispuesto los días anteriores. «Padre, a mí me gusta que mi familia viva con cierto confort», empezó diciendo un asistente, como preámbulo para preguntarle cómo vivir la pobreza en ese contexto. «Una cosa es que vivas con cierto confort, y otra cosa es que hagas un alarde de lujo», respondió san Josemaría. «La segunda parte no la vería bien; la primera, sí. ¡Más!, tienes el deber de procurar a los tuyos ese cierto confort (…). Pórtate como un buen marido, como un buen padre, y sé generoso con tu mujer y con tus hijos. Y después, no hagas alarde de lujo, fastídiate un poco y ayuda a los demás»[12]. Aquí se delinea el que puede ser un itinerario de pobreza en medio del mundo, amando los bienes que nos ha dado Dios: generosidad sin lujo, incomodarse personalmente para ejercitarnos en esta virtud, ayudar a los que lo necesitan.
También en otra ocasión, san Josemaría ponía como ejemplo a una mujer que conocía, de avanzada edad, que vivía la virtud de la pobreza en medio de una vida sin apuros económicos: «Esta persona de la que os hablo ahora, residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo»[13].
La virtud de la pobreza vivida en medio de las ciudades supone la preocupación efectiva por quien pasa apuros económicos. «La oración a Dios y la solidaridad con los pobres y los que sufren son inseparables», señala el Papa Francisco. «Para celebrar un culto que sea agradable al Señor, es necesario reconocer que toda persona, incluso la más indigente y despreciada, lleva impresa en sí la imagen de Dios (…). El encuentro con una persona en condición de pobreza siempre nos provoca e interroga. ¿Cómo podemos ayudar a eliminar o al menos aliviar su marginación y sufrimiento? ¿Cómo podemos ayudarla en su pobreza espiritual?»[14]. Estas preguntas interpelan de manera especial a los cristianos que quieren llevar a Cristo a los ambientes profesionales, en donde tanto se puede hacer por ayudar a los demás. Por eso san Josemaría insistía en que «tenemos la obligación de procurar que cada día haya en el mundo menos pobres (…). La riqueza la da el trabajo, hijos míos, la especialización, la promoción profesional, y la Obra está fundada en el trabajo»[15].
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«Tened en muy poco lo que habéis dado, pues tanto habéis de recibir»[16], dice santa Teresa de Jesús. La virtud de la pobreza nos permite ser felices en cualquier circunstancia; también cuando nos falta lo necesario. Ser pobres de espíritu significa que no ponemos la confianza en los bienes que podemos controlar, sino en Dios y, a través de él, en los demás. «Libres para amar: este es el sentido de nuestro espíritu de pobreza, austeridad y desprendimiento»[17]. Entrar en ese espacio de libertad, en el que ya solo nos importa lo único necesario (cfr. Lc 10,42), lo que verdaderamente cuenta, es quedarse con la mejor parte, que no nos será quitada.
[1] Francisco, Audiencia, 19-XII-2018.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 118.
[3] San Juan Pablo II, Discurso, 2-VII-1980.
[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 110.
[5] Ibíd.
[6] Conversaciones, n. 110.
[7] Ibíd., n. 111.
[8] Amigos de Dios, n. 118.
[9] Ibíd., n. 122.
[10] Como botón de muestra se pueden mencionar la quiebra del negocio de su padre cuando era un adolescente, los durísimos años de la guerra civil española, y las penurias materiales cuando llegó a Roma.
[11] Conversaciones, n. 110.
[12] San Josemaría, notas de una reunión familiar, 25-VII-1974.
[13] Amigos de Dios, n. 123.
[14] Francisco, Mensaje, 15-XI-2020.
[15] San Josemaría, notas de una reunión familiar, 24-IV-1967.
[16] Santa Teresa, Camino de perfección, 33, 2.
[17] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8.