Desde el umbral de la puerta, en la casa de Simón, Jesús acaba de curar a muchos enfermos, además de expulsar a otros tantos demonios. Es hora de cruzar a la otra orilla del lago cuando se acerca un escriba, deslumbrado quizá por todos esos prodigios, y le dice: «Maestro, te seguiré adonde vayas» (Mt 8,19). ¿Qué intenciones se movían en el fondo del corazón de este hombre? ¿Hasta qué punto se hacía cargo de lo que suponía seguir al Maestro? Solo sabemos lo que respondió Jesús: «Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20).
Aunque a primera vista estas puedan parecer unas palabras duras, como para desilusionar a cualquiera, todo depende de lo que el escriba estuviera buscando en Cristo. Los apóstoles seguramente escucharon respuestas similares y, más que una advertencia o un freno, descubrieron en ellas una invitación. Así se comprende, por ejemplo, que Pedro, Juan y Santiago dejaran «todas las cosas» cuando Jesús los llamó al acabar la jornada de trabajo (cfr. Lc 5,11), o que Mateo hiciera lo mismo cuando el Señor lo fue a buscar mientras cobraba impuestos (cfr. Lc 5,18). Los apóstoles perciben que, aunque no tener «dónde reclinar la cabeza» puede suponer mucho sacrificio, cualquier cosa es poco al lado de una vida junto a Jesús.
El Señor, pues, habla fuerte, porque no quiere que este hombre se engañe, pensando quizá que abraza un proyecto de fantasía, en el que todo irá siempre viento en popa. Porque en el camino junto a Jesús, muchas veces las dificultades –el cansancio, los defectos propios o ajenos, las incomprensiones, los malentendidos– pesan más de lo que nos gustaría. Y es entonces cuando la virtud de la fortaleza, elevada por la gracia divina, se revela decisiva: nos da las armas para que nuestro deseo de seguir a Jesús «adonde vaya» sea más grande que cualquier obstáculo.
Una afectividad orientada siempre a Dios
«La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[1], solía repetir san Josemaría. En nuestro día a día hay muchas cosas que nos dan alegría, pero también surgen contrariedades que nos ponen a prueba. Es lógico, en ese sentido, que nuestra felicidad en la tierra tenga mucho que ver con aprender a encajar esos momentos complicados, los días en los que casi nada sale como lo habíamos planificado. La fortaleza tiene que ver con eso, porque transforma los obstáculos en oportunidades para volver a orientar nuestros deseos más profundos, una y otra vez, hacia la dirección correcta: hacia Dios. La fortaleza modela nuestra afectividad para que se deje afectar más por Dios que por las circunstancias personales o externas, que siempre pueden cambiar.
Hay cosas innecesarias para ser felices que a veces quizá se nos presentan como imprescindibles. Esto puede suceder con ciertas comodidades que hoy son casi moneda común, pero también con otras necesidades que nos podemos haber creado, casi sin darnos cuenta. Aparte de tomar conciencia de esas dependencias, queremos ser lo suficientemente libres para que las circunstancias externas no tomen las decisiones por nosotros: que un momento incómodo no nos robe la sonrisa, que el cansancio no nos venza tan rápidamente, o que seamos capaces de renunciar a un gusto personal en favor de otra persona. La fortaleza nos hace menos dependientes de todo lo que no es el amor de Dios, de modo que estemos contentos entre todo tipo de gente, en cualquier sitio, y dedicándonos a cualquier tarea.
Así, cuando las multitudes querían proclamarlo rey, entusiasmados con sus milagros, Jesús «no se dejó engañar por el triunfalismo: era libre. Como en el desierto, cuando rechaza las tentaciones de Satanás porque era libre, y su libertad era seguir la voluntad del Padre (…). Pensemos hoy en nuestra libertad (…). ¿Soy libre? ¿O, por el contrario, soy esclavo de mis pasiones, de mis ambiciones, de las riquezas, de la moda?»[2]. San Pablo nos transmite su experiencia: «He aprendido a contentarme con lo que tengo: he aprendido a vivir en la pobreza, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Fil 4,11). Para él nada es un obstáculo en su camino hacia lo que verdaderamente quiere: amar a Dios con todo su corazón.
El bien mayor es en ocasiones el menos evidente
Basta una mirada realista al mundo para reconocer la necesidad de la fortaleza. Notamos que las circunstancias, positivas o adversas, influyen en nosotros. Nos damos cuenta de la necesidad de sobrellevar ciertos periodos difíciles sin abatirnos ni perder la serenidad. Además, sabemos por experiencia propia que las cosas valiosas requieren esfuerzo y paciencia: desde sacar adelante unos estudios o vencer un defecto del propio carácter, hasta cultivar relaciones profundas con otras personas, o crecer en amistad con Dios. Sin embargo, a pesar de que el sentido común nos muestra esto con claridad, no es infrecuente que en algún punto del razonamiento se tuerza el camino, y que nos quedemos con una visión estrecha de la fortaleza: como si fuera tan solo un fatigoso esfuerzo por ir a contrapelo.
Y no, la fortaleza no consiste en un gris ejercicio de la voluntad por superarse, por no quejarse, por negarse o por resistir ante lo que no queremos o no entendemos. Verla de esta manera acaba por agotar a cualquiera. Ser fuertes consiste, más bien, en robustecer nuestras convicciones, en renovar siempre el amor que nos mueve, en hacer brillar con mayor fuerza en nosotros los bienes más auténticos. Entonces elegiremos cada vez con más facilidad, incluso con gusto, lo que verdaderamente queremos, esa «mejor parte» de la que habla Jesús (cfr. Lc 10,42).
Veámoslo con un ejemplo: quien carece de fortaleza quizá no sea capaz de evitar un comentario brusco o de sonreír cuando se encuentra cansado. En ese tipo de situaciones, la fatiga es el motivo que pesa más en sus reacciones o en sus decisiones, y le hace perder de vista otros motivos por los que quizá valdría la pena esforzarse. En cambio, quien ha hecho crecer en sí la fortaleza no solo puede sobreponerse al cansancio, sino que lo hace porque percibe el bien que eso le reporta, tanto a él como a los demás, e incluso descubre ahí un camino para amar a Dios. Solo de este modo, acciones como privarse de un pequeño gusto, levantarse a una hora fija, evitar una queja o hacer un favor que espontáneamente no realizaríamos, se transforman en un modo de educarnos en la percepción de un bien mayor pero quizá menos evidente, al menos al principio.
Este proceso, del que podríamos ver solo el desafío que significa sobreponerse a uno mismo, termina de hecho haciéndonos más libres, ya que nuestra alegría y nuestra paz dependerá más de lo que verdaderamente queremos, y menos de pequeñas tiranías del momento, ya sean externas o internas. En la lucha por ganar en fortaleza se trata precisamente de explorar esos ángulos muertos que nos impiden ver algunos aspectos del bien, simplemente porque suponen esfuerzo. Quien aprende a vivir con fortaleza podrá perseverar en el bien cuando las buenas decisiones no sean las más atractivas. Ser fuerte es la actitud propia de quien percibe el valor real de las cosas.
Moverse con soltura en la realidad
Cuando escuchamos a Jesús decir al escriba que «no tiene dónde reclinar la cabeza», podríamos pensar también que está queriendo ponerlo a prueba: «seguirme no es cosa fácil, ¿estás seguro que quieres hacerlo?». Sin embargo, encontramos otros pasajes del Evangelio en los que el Señor se expresa de manera similar, y no lo hace a modo de advertencia, sino —lo hemos visto con la llamada de varios de los apóstoles— de invitación: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23); «Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición» (Mt 7,13). En ningún caso se trata de llamadas a un sufrimiento sin sentido, sino al desarrollo de una libertad grande: a hacer crecer en nosotros, poco a poco, una disposición del corazón que sea capaz de amar hasta el extremo, como él mismo lo hizo.
«Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[3].El camino del cristiano es exigente porque requiere un amor cada vez más hondo; y, como dice aquella vieja canción, «corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera libre de amores»[4]. La vida de Jesús nos muestra cómo debemos relacionarnos con la adversidad o con el dolor. Su fortaleza no es la de quien construye muros a su alrededor, ni la de quien se cubre con una armadura para evitar las heridas, o para que la realidad no le afecte. A base de muros y de armaduras, en realidad, la resistencia no pasa a ser parte de nuestra personalidad; estos recursos más bien impiden el contacto, la relación con la realidad. Su rigidez imposibilita moverse con soltura.
La fortaleza de Jesús, en cambio, dialoga constantemente con lo que lo rodea. Jesús no acepta el dolor solamente porque resulta arduo, o bien por demostrarse o por demostrarnos algo. En realidad, simplemente lo asume cuando es necesario, sin permitir que lo desarme. Ve en las dificultades un sentido que da motivos y profundidad a lo que está viviendo, en lugar de volverlo todo absurdo. Y eso es amar al mundo apasionadamente en su sentido más pleno. Amar al mundo significa tener la capacidad de poder relacionarse con él en toda su riqueza, también con el valor oculto de lo imperfecto, en las situaciones de la vida, en nosotros mismos, en los demás. Si buscamos la fortaleza de Cristo seremos personas más sensibles y profundas, más metidas de lleno en la realidad, más capaces de encontrar a Dios en todo. Personas, en definitiva, más contemplativas.
Paciencia para llegar hasta el fin
«Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios», escribe san Pablo. «Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,2-5). Cada sacrificio libremente asumido, cada contradicción acogida sin rebeldía, cada vencimiento hecho por amor, reafirma en nosotros la convicción de que nuestra felicidad está en Dios, más que en cualquier otra realidad. La lucha cotidiana se convierte, entonces, en una conquista progresiva del bien verdadero, que nos concede algo de la gloria futura a la que aspiramos: la lucha se convierte en un camino de esperanza.
Buscar de manera habitual el bien auténtico y oculto en nuestras decisiones nos concede el ánimo para no conformarnos con lo inmediato o con lo efímero. Y eso genera paciencia: empezamos a esperar más y más en el amor que no falla, y que da sentido a nuestros esfuerzos. Por eso, el fuerte no desespera, no pierde la serenidad ante un fracaso o cuando los frutos del trabajo tardan en verse. La paciencia no es ni optimismo simplón ni resignación: es la actitud del hombre libre, que ama no solo por temporadas, sino que lucha con los ojos puestos siempre en el fin que le aguarda. La convicción profunda de no querer conformarse con menos que con la felicidad del cielo puede sostener el necesario combate cotidiano que permite seguir a Jesús «adonde quiera que vaya». Eso es la fortaleza. Un corazón fuerte, que no pierde de vista el fin, puede «luchar, por Amor, hasta el último instante»[5].
[1] San Josemaría, Forja, n. 1005.
[2] Francisco, Homilía, 13-IV-2018.
[3] San Josemaría, Surco, n. 795.
[4] «A los árboles altos», canción tradicional.
[5] San Josemaría, «Tiempo de reparar», n. 4, en En diálogo con el Señor, edición histórico-crítica.