En un óleo sobre tabla que se conserva en Berlín, Rembrandt retrató en 1627 a un anciano sentado ante una mesa, en medio de la penumbra. En torno a él se amontonan monedas de oro y títulos de propiedad. Entre los objetos figura también un reloj, premonición de que sus horas están contadas. El anciano lleva unas lentes para suplir su poca visión, e ilumina la mesa y sus posesiones con una vela, que cubre con su mano derecha: una luz incierta, como un hilo de vida, que pronto se extinguirá.
Así se imaginaba este gran artista la parábola que Jesús contó en una ocasión ante una muchedumbre de miles de personas: «Las tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto. Y se puso a pensar para sus adentros: “¿Qué puedo hacer, ya que no tengo donde guardar mi cosecha?”. Y se dijo: “Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces diré a mi alma: ‘Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien’”. Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?”. Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,16-21).
Dios mismo califica a este rico de «insensato» o imprudente. «El hombre que todos conocían como inteligente y afortunado es un idiota a los ojos de Dios: “insensato”, le dice. Frente a lo verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos extrañamente necio y corto de vista, porque en esos cálculos se había olvidado de lo auténtico: que su alma deseaba algo más que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar frente a Dios»[1]. Este hombre no se daba cuenta de que el sentido de su vida se resumía en el amor a Dios y al prójimo. Por eso, cuando tuvo la oportunidad de hacer algo por los demás, no logró pensar más allá de sí mismo. En el fondo, ignoraba «cómo son y están verdaderamente las cosas»; no podía obrar bien, porque «el bien es lo que está conforme a la realidad»[2]. Por eso es insensato. Por eso es imprudente.
Las falsas prudencias
La prudencia es la virtud que conecta nuestro obrar con la realidad: prudente es el hombre a quien las cosas le parecen como realmente son. Desde la base de esta conexión con la realidad, esta virtud lleva a elegir los medios adecuados para conseguir un fin bueno, y a ponerlos por obra. Es decir, la prudencia no da por bueno cualquier fin. Por eso, decía san Josemaría, «hemos de preguntarnos siempre: prudencia, ¿para qué?»[3]. Y respondemos: para amar a Dios y a los demás. Como escribió san Agustín, «la prudencia es el amor que sabe discernir lo útil para ir a Dios, de lo que puede alejar de él»[4].
La prudencia necesita estar acompañada de la fe y de la caridad para no degenerar en una de sus caricaturas. Existen, en efecto, dos falsas prudencias. De una parte, está la simple «prudencia de la carne» (Rm 8,6), la de quien pone su único punto de mira en los placeres y en los bienes sensibles, y busca solo su disfrute y posesión, sin atender a otros fines más importantes[5]. «La llama razón y la emplea únicamente para ser más bestia que todas las bestias»[6], dice al respecto Mefistófeles, en una famosa obra de Goethe. De otra parte, tenemos la «astucia»: la habilidad para dar con los medios que permiten obtener un fin perverso. Este fin malo no ha de ser necesariamente uno sensible, como si el placer fuera algo malo en sí; puede consistir, por ejemplo, en una búsqueda egoísta de la propia seguridad, sin tener en cuenta las necesidades de los demás[7], como sucede en el caso del rico de nuestra parábola.
La verdadera prudencia, afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, «dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo»[8]. Ese verdadero bien no se limita al de la sensibilidad, sino que abarca a la persona en su integridad; es el bien que surge de la verdad de las cosas mismas, y no solo de mis deseos. Consiste en dar a cada uno lo suyo, en perseverar en el camino que nos hará más felices –la santidad, el amor, la fidelidad– a pesar de las dificultades que encontremos; es el gozo de los placeres sensibles en armonía con la verdad de nuestro ser.
Esta definición de la prudencia habla de un discernimiento y de una elección. Para lo primero –«discernir el verdadero bien»– necesitamos afinar nuestra voluntad y nuestro corazón, de manera que amen y deseen el bien verdadero. Esto se consigue con las demás virtudes, especialmente con la justicia, pero también con la fortaleza y la templanza. Las virtudes morales, en efecto, indican el bien a la prudencia: solo con ellas puede orientarse hacia los fines buenos y «elegir los medios rectos» para realizarlos. Pero, al mismo tiempo, en la definición de cualquier acto virtuoso entra la prudencia como medida, pues es ella la que conecta la acción con la realidad y decide, aquí y ahora, el término medio, el más excelente, entre dos extremos viciosos. Es decir, la prudencia es tanto un requisito para el crecimiento de las demás virtudes morales, como un resultado de ellas. Es como un círculo virtuoso. Y por eso es tan importante la educación y el ambiente en el que vivimos: allí aprendemos a amar y a saborear el verdadero bien, no por medio de razonamientos, sino mediante la identificación con quienes amamos.
Deliberación: pararse a pensar
Al estudiar detenidamente la prudencia, santo Tomás de Aquino distingue en ella tres actos: deliberación, decisión e imperio. Los dos primeros se dan solamente en nuestra razón; el tercero, en cambio, nos lleva a la acción[9]. Estos tres actos se pueden identificar claramente en otro relato de Jesús: la parábola de las vírgenes necias y prudentes, en donde el Señor compara el reino de los cielos con una parte de la celebración del matrimonio judío (cfr. Mt 25,1-13).
La ceremonia que aparece en la parábola consistía en conducir a la esposa, con ciertas formalidades, hasta la casa del esposo. A última hora del día, normalmente al atardecer de un miércoles, los invitados se entretenían en la casa de la mujer. El esposo llegaba un poco antes de la medianoche, con sus amigos más cercanos, para encontrarse con la esposa. Iluminado por las llamas de las candelas, era recibido por los invitados. Era costumbre que, también allí, diez mujeres esperaran al esposo con lámparas sostenidas por bastones, en recuerdo de las solemnidades públicas judías. Son las diez vírgenes de las que dice Jesús que «tomaron sus lámparas» y «salieron a recibir al esposo». Toda la comitiva se tenía que trasladar entonces, acompañada por la luz de estas lámparas, hasta la casa paterna del esposo, donde tendría lugar el matrimonio.
Sin embargo, no todas ellas estaban igualmente preparadas para intervenir. En realidad, «cinco de ellas eran necias y cinco prudentes. Las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en las alcuzas». Estas últimas fueron previsoras: recordaron que en estos casos el esposo no llegaba hasta cerca de medianoche; calcularon que sus lámparas no durarían tanto tiempo encendidas (deliberación); optaron por llevar alcuzas con aceite de reserva, a pesar de la incomodidad que suponía cargar con ellas (decisión); y finalmente así lo hicieron (imperio). En cambio, las necias, aunque quizás oyeron cómo las prudentes comentaban el problema, e incluso las vieron ir a por las alcuzas, no quisieron complicarse la vida; se dejaron llevar por la precipitación y las prisas para llegar cuanto antes a la casa de la novia; se vieron atraídas por los juegos y las risas, y no pensaron mucho más. Da la impresión de que las vírgenes necias de la parábola fueron imprudentes quizá sobre todo por falta de deliberación, se dejaron llevar por cierto atolondramiento.
Al final, ocurrió lo que era previsible: «Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!». Se levantan entonces las jóvenes y aderezan sus lámparas, pero las necias descubren que las suyas se apagan por falta de aceite. Piden entonces a las prudentes que les presten un poco, cosa que estas no hacen, precisamente porque son prudentes: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras», responden. Pero mientras van a comprar, llega el esposo, toma a la esposa y se inicia la procesión hacia su casa, acompañada finalmente solo por las cinco vírgenes prudentes, con sus lámparas encendidas, y una multitud que canta y baila. Una vez llegados a la casa, la puerta se cierra e inicia el banquete. Para cuando llegan las cinco vírgenes necias ya es tarde. Aunque imploran diciendo «¡Señor, señor, ábrenos!», obtienen esta durísima respuesta: «En verdad os digo que no os conozco».
Podemos preguntarnos: ¿por qué Jesús llama prudentes a unas y necias a otras? La parábola permitiría responder atendiendo a las tres etapas de la acción prudente, pero resalta en ella de manera especial la primera: la deliberación. Para actuar bien es preciso pararse a pensar en la situación, con una escucha atenta y fiel al ser de las cosas; traer a la memoria casos similares, para sacar experiencia; dejarse aconsejar por los demás –por los prudentes–, porque, como también dice santo Tomás, «en las cosas que atañen a la prudencia nadie hay que se baste siempre a sí mismo»[10]. Y, por último, es preciso estar atento a las circunstancias cambiantes, que pueden aconsejar adaptar el plan y tomar una nueva decisión para conseguir el bien pretendido. Se trata, en definitiva, de conocer la realidad, presupuesto indispensable para realizar el bien. No basta la «buena intención» o la «buena voluntad»: se requiere andar en la verdad, porque solo «la verdad os hará libres» (Jn 8,31).
San Josemaría animaba a estudiar detalladamente los asuntos antes de tomar una decisión, escuchando a todas las partes implicadas y evitando la precipitación: «Lo urgente puede esperar –decía– y lo muy urgente debe esperar»[11]. Hacía ver la necesidad de pedir consejo al Espíritu Santo en la oración, porque «la verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios»[12]. También sugería acudir a otras personas que nos pueden ayudar, como un director espiritual o quienes comparten con nosotros la responsabilidad de una decisión. En este proceso de deliberación, la humildad es fundamental para poder abrirnos a la verdad, para acercarnos lo mejor posible a la realidad de las cosas.
Decisión: escoger el camino
Para ilustrar la decisión, segundo momento de la prudencia, es esclarecedor el relato de san Marcos sobre las primeras horas de la mañana del domingo de Resurrección. María Magdalena y las otras mujeres habían comprado aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús y se habían puesto en camino muy temprano, mientras se decían unas a otras: «¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Aunque no han conseguido dar con una solución para todos los problemas que enfrentarán, el amor a Jesús mueve a estas mujeres a tomar la decisión correcta, prudente: se deciden a actuar con los datos que tienen. «Era una losa enorme», comenta San Josemaría. «Así sucede de ordinario. Se ven enseguida las dificultades, pero, si media el amor, no se repara en esos obstáculos: hay audacia, decisión, valentía: ¡lo que hay que hacer, se hace! ¿Quién quitará aquella piedra? Ellas solas no podían; y, sin embargo, siguen adelante, camino del sepulcro. Hijo mío, tú y yo, ¿cómo andamos de vacilaciones? ¿Tenemos esta decisión santa, o hemos de confesar que sentimos vergüenza al contemplar la decisión, la intrepidez, la audacia de estas mujeres? Cuando llegaron al sepulcro, “vieron que la piedra estaba apartada” (Mc 16, 4). Esto pasa siempre. Cuando nos decidimos a poner por obra lo que hemos de hacer, las dificultades se superan fácilmente»[13].
La deliberación, aquel primer acto de la prudencia, no puede proseguir indefinidamente. En algún momento tenemos que darla por terminada y decidir. Porque la indecisión es otra forma de imprudencia, que hace estéril la deliberación previa: de nada sirve discernir cuál es la línea de actuación más virtuosa, si luego no me decido por ella, ya sea porque no me apetece, porque no me siento de humor, por el «qué dirán», por miedo a equivocarme o por cualquier otra razón. De nada sirve saber qué es lo mejor, si no me decido a hacerlo. «¡Mañana!: alguna vez es prudencia; muchas veces es el adverbio de los vencidos»[14], decía también san Josemaría. La persona prudente no espera la certeza donde no la puede haber; más bien, «prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo»[15]. No decidir es muchas veces una imprudencia, porque entonces otros, o simplemente el tiempo, decidirán por nosotros, quizá con menos criterio para acertar. La persona prudente no pretende tener todo absolutamente controlado: reconoce la propia limitación y confía en Dios, porque eso es lo más real.
El ejemplo de Jesús es elocuente. En el evangelio se nos muestra como alguien que conoce la realidad, su destino, su bien verdadero: espera prudentemente la llegada de su «hora». Por ejemplo, en Caná dice a su madre: «todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Después, en dos ocasiones, san Juan nos cuenta cómo se abre paso entre la muchedumbre «porque no había llegado su hora» (Jn 7,30; 8,20). En algún momento, incluso, vemos que no coinciden sus deseos y sus sentimientos (cfr. Mt 26,39), pero a pesar de todo elige el bien. Aquel «¡Levantaos, vamos!» (Mt 26,46), antes de su prendimiento en Getsemaní, es una elección prudente, heroicamente prudente.
Imperio: pasar a la acción
Al final del Sermón de la Montaña, Jesús da algunas advertencias, entre las que se encuentra esta imagen sobre la persona prudente: «Todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca (…). En cambio, el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena» (Mt 7,24-26). La distinción entre el prudente y el necio se encuentra aquí en la puesta en práctica de lo aprendido. Porque no basta deliberar y decidir: es necesario pasar a la acción. En esto consiste el tercer y último momento de la verdadera prudencia, el imperio o ejecución, del que dice santo Tomás que es el más importante, porque de nada vale conocer el camino si no se lo recorre[16]. Se puede ser imprudente no solo por precipitación o por indecisión, sino también —es más frecuente de lo que parece— por detenerse ante los obstáculos o por la negligencia al omitir lo que se debe hacer, muchas veces por algo tan sencillo como el simple olvido.
«Pensar despacio y obrar pronto»: así aconsejaba una vez san Josemaría al beato Álvaro del Portillo[17]. Con esta máxima quería, de una parte, prevenirle ante los errores a los que lleva la precipitación, pero también advertirle de la imprudencia de dilatar sin necesidad la decisión y su puesta en marcha. La audacia no es imprudencia. Más aún, si es verdadera audacia, es verdadera prudencia. «Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos... Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa...; ni Iñigo de Loyola, San Ignacio... ¡Dios y audacia!»[18].
Los retrasos innecesarios en la ejecución de lo decidido pueden, además, hacer daño a los demás: particularmente si se tiene una tarea de formación o de gobierno, como los padres respecto a los hijos, o los jefes respecto a los subordinados. Se requiere fortaleza para superar los miedos, la tentación de hacer lo más cómodo o el apego excesivo a la propia imagen. Lo refleja muy bien una carta en la que santa Catalina de Siena urgía al Papa Gregorio XI a atajar los desmanes de algunos eclesiásticos: «Esta clase de indulgencia, que nace del amor propio y del amor a los parientes, a los amigos y a la paz terrena, es, en realidad, la peor crueldad, porque si una herida no se limpia con hierro candente y el bisturí del cirujano cuando es necesario, se infectará y, al final, acarreará la muerte. Poner ungüentos puede ser agradable para el enfermo, pero no mejorará con ellos»[19].
Naturalmente, la audacia de la verdadera prudencia no está reñida con la búsqueda del mejor momento para la ejecución de lo que se ha decidido, teniendo siempre en cuenta la caridad, el bien de las personas. A veces hay que saber esperar con paciencia. Otras veces no convendrá esperar, porque las consecuencias de hacerlo serían peores, porque la oportunidad no volverá a repetirse, o por otros motivos. La persona prudente es aquella que, aquí y ahora, «aprecia con golpe seguro de vista si determinada acción concreta ha de ser el camino que realmente conduzca a la obtención del fin propuesto»[20]. Pero, en todo caso, solo la ejecución de lo decidido, tras prudente deliberación, realizará en nosotros aquel profundo deseo de Jesús (Mt 5,16): «Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos».
José Brage
[1] J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia, 2005, pp. 20-22.
[2] J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1976, p. 16.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 85.
[4] San Agustín, De moribus Eccesiae, I, 15, 25.
[5] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 47, a. 13, res.
[6] J. W. Goethe, Fausto, Prólogo en el cielo.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 47, a. 8, ad. 3.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1806. Las cursivas son propias.
[9] Suma Teológica, II-II, q. 47, a. 8, res.
[10] J. Pieper, Las virtudes fundamentales, p. 49.
[11] J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Rialp, Madrid, 2000, p. 165.
[12] Amigos de Dios, n. 87.
[13] San Josemaría, Apuntes tomados durante una meditación, 29-III-1959.
[14] San Josemaría, Camino, n. 251.
[15] Amigos de Dios, n. 88.
[16] Cfr. Suma Teológica, II-II, q. 47, a. 8, res.
[17] Carta a Álvaro del Portillo, 28-II-1949, citada en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, Madrid, 2003, p. 153.
[18] Camino, n. 11.
[19] S. Undset, Santa Catalina de Siena, Encuentro, Madrid, 1999, p. 172.
[20] J. Pieper, Las virtudes fundamentales, p. 51.