Observar con atención y amor la realidad: en esa descripción coinciden muchos pensadores, científicos o artistas, que han cultivado el arte de la contemplación. Descubrir la riqueza de verdad y de belleza que hay detrás de lo que existe, incluso donde no lo sospechábamos; despojarnos de nuestras ansias de controlarlo todo para disfrutar de lo que tenemos entre manos, especialmente de lo pequeño. ¿Por qué, si se trata simplemente de observar de una determinada manera, a veces nos puede parecer tan complicado? Aprender a hacerlo nos ilusiona de manera especial porque sabemos que, si todo lo creado merece la contemplación de los hombres, mucho más lo merece su creador, en cuya infinita hermosura se reflejan todas las maravillas conocidas.
Hemos sido creados por Dios para la contemplación; esta será perfecta en la vida futura, cuando veamos al creador cara a cara y, en él, comprendamos con claridad y disfrutemos de todas las cosas. Sin embargo, como recordaba san Josemaría, estamos llamados ya ahora, cada instante, cada día, a «ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso»[1]. Queremos convertir todo en alabanza, agradecimiento, reparación y petición. No miramos a Dios a pesar del ajetreo diario sino, precisamente, a través de él, usándolo como trampolín para meternos en el cielo.
Entonces, surgirá en nosotros lo que santo Tomás de Aquino definía como una «simple intuición de la verdad que procede del amor»[2]. Se trata de una manera de mirar la realidad que no depende de la instrucción recibida ni de la ocupación: está al alcance de todos, en todo momento, porque nace del amor recibido de Dios que empapa nuestra mirada. Todos los santos, tan distintos entre sí, doctos y menos doctos, dedicados a tareas tan variadas, han visto crecer en sus vidas esta cercanía con el creador. Por eso, quizá lo primero que debamos recordar es lo que dice el Catecismo de la Iglesia: que la contemplación es un don[3]. No es algo que podemos conseguir solo con el vigor de nuestra voluntad, a fuerza de planificaciones o estrategias. A los regalos de Dios, ante todo, debemos abrirnos, disponernos para acogerlos, y eso supone el cultivo de algunas virtudes que preparan el terreno.
Valentía para abrir la puerta
«Mira, estoy a la puerta y llamo –nos dice el Señor–, si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20). En la capilla del Keble College de la Universidad de Oxford, hay un cuadro titulado «La luz del mundo», que representa esta escena del Apocalipsis. Jesús aparece vestido de rey, con un farol que trae luz a la casa, mientras llama sutilmente a la puerta. En el suelo destacan las malas hierbas que han crecido porque la puerta llevaba mucho tiempo cerrada.
El Señor, para regalarnos una vida contemplativa, nos pide que abramos la puerta de nuestro corazón diariamente, como en aquella pintura de mediados del siglo XIX. La reacción de Adán y Eva, nuestros primeros padres, después de la pérdida de su inocencia, fue precisamente la contraria: esconderse y empeñarse en cerrar la puerta para evitar la mirada de Dios… Y todos sus descendientes conservamos algo de esa tendencia. Se trata, quizá, de un infundado temor a lo que pueda pedirnos, miedo a sentirnos dependientes, incertidumbre de perder el efímero control sobre nuestras vidas. O quizá simplemente preferimos una cómoda inercia que nos mantiene lejanos de lo espiritual, por el esfuerzo que supone disponerse a recibir ese don.
«Se repite, de alguna manera, la escena de Belén, cada día. Es posible que —no con la boca, pero con los hechos— hayamos dicho: non est locus in diversorio, no hay posada para ti en mi corazón. ¡Ay, Señor, perdóname!»[4]. Por encima de otros obstáculos, que a veces nos pueden parecer más importantes de afrontar, como la escasez de tiempo, la sequedad, la dispersión o la propia indignidad, esta extraña sospecha hacia Dios suele ser mala hierba que es preciso quitar para abrir la puerta de nuestro corazón y, así, poder compartir la mirada con nuestro creador.
Humildad y desprendimiento que nos hacen ligeros
«La oración contemplativa (…) no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza»[5]. Esto implica, en primer lugar, la difícil tarea de aceptar serenamente la verdad sobre nosotros mismos y sobre los demás. No podemos disponernos a recibir el don de observar las cosas como lo hace Dios si continuamente nos ponemos máscaras, si las inventamos para los demás o si recubrimos la realidad con una fantasía nuestra, por más buena que esta pueda parecer. El lenguaje de Jesús siempre es simple y profundo, mira las cosas tal como son, siempre con misericordia, mientras nosotros muchas veces podemos ser algo complicados, superficiales o juzgar con soberbia lo que nos rodea.
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber» (Jn 4,10), dice Jesús a la samaritana. Y también, en otro momento, pregunta al apóstol Felipe: «Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y aún no me conoces?” (Jn 14,9). La humildad nos lleva también a reconocer que sabemos poco del Señor y de su manera de reinar en el mundo. «A la vuelta de cincuenta años estoy como un niño que balbucea: estoy comenzando y recomenzando»[6], decía san Josemaría en su oración, poco antes de marcharse al cielo. Al evitar nuestra tendencia a querer dominarlo todo con la escasa luz de nuestro criterio, Dios podrá revelarnos lo que esconde a sabios y entendidos (cfr. Mt 11,25).
Por otro lado, para ser contemplativos hemos de usar los bienes terrenos de tal modo que nos ayuden a adherirnos a los eternos, y no lo contrario. Un corazón que no se apega a los bienes materiales es hábil para los espirituales, es ligero para emprender el vuelo hacia Dios, cede sitio a los dones de la gracia. Jesús, creador y Señor del mundo, vivió desprendido de todo en una aldea sencilla. Pasó frío en invierno, calor en verano, dispuso de escasos bienes y los cuidaba mucho. En fin, se trata de no poner en las cosas terrenas el anhelo que solo Dios merece.
Sin embargo, si la pobreza facilita la contemplación, también sucede al revés ya que ambas se retroalimentan. «Cuando contemplamos –explica el papa Francisco–, descubrimos en los demás y en la naturaleza algo mucho más grande que su utilidad (…). Como muchos maestros espirituales han enseñado, el cielo, la tierra, el mar, cada criatura posee esta capacidad icónica, esta capacidad mística para llevarnos de vuelta al creador y a la comunión con la creación (…). El que contempla de esta manera siente asombro no solo por lo que ve, sino también porque se siente parte integral de esta belleza y se siente llamado a guardarla»[7]. Frente a la lógica del aferrar todo para uno mismo, podemos cultivar el asombro y el cuidado: es la lógica de Dios, que contempla amorosamente su creación.
Buscar esa bendita soledad para rezar
El fondo marino alberga muchas maravillas que no se ven desde la orilla: corales, plantas, peces, todo de múltiples formas y colores; caracolas, perlas, incluso tesoros o piezas arqueológicas de gran valor. Para acceder a todo eso, los buceadores incluyen en su equipo un cinturón de planchas de plomo. Lejos de ser un estorbo, ese implemento les ofrece peso bajo el agua para contrarrestar la tendencia del cuerpo a flotar y regresar hasta la superficie. De manera análoga, todos necesitamos peso interior para bucear en el mar de la contemplación de Dios, lejos de la superficie y de la distracción.
Para que el alma llegue a contemplar la naturaleza invisible de Dios, san Gregorio Magno sostenía que el primer escalón es aprender a recogerse en sí misma[8]. Los evangelios nos muestran a Jesús frecuentemente orando en lugares tranquilos y apartados. Si el Hijo de Dios sentía esa necesidad de estar a solas con su Padre, cuánto más lo necesitaremos nosotros. Tendremos que perder el miedo que quizá nos produce el silencio, buscaremos «esa bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior»[9].
En el siglo XVI, un matrimonio español pidió a san Pedro de Alcántara que les enseñara a dialogar con Dios. Entre sus consejos, el místico castellano decía que «si el tiempo de la oración es breve, se gasta todo en sosegar la imaginación y aquietar el corazón; y cuando ya está quieto, se termina la oración justo cuando más falta hacía»[10]. Por eso, siempre es bueno acudir a nuestras costumbres de piedad sin prisas, con tiempo suficiente, evitando llegar con «los sentidos despiertos y el alma dormida»[11].
Una dieta para saborear lo ordinario
La tecnología nos ofrece un acceso rápido a infinidad de información y una veloz comunicación. Sabemos bien que esta ventaja, cuando nos descuidamos, se convierte en una mala compañera para nuestro diálogo con Dios. Si los sentidos se acostumbran solamente a esas velocidades y estímulos, cuando otra tarea exige una actividad distinta de la mente es fácil caer en la dispersión. Se buscan, entonces, refuerzos afectivos constantes para sentirse bien, al margen de la sobriedad de lo ordinario, de la que se huye casi inconscientemente. Esta actitud puede incluso afectar a los demás porque, como explica santa Faustina Kowalska, «las almas menos recogidas (superficiales) quieren que las demás se les parezcan, ya que constituyen para ellas un remordimiento continuo»[12].
Para disponernos mejor a la oración, puede ser útil una sana dieta digital, al igual que lo hacen los deportistas que quieren recorren largas distancias: saber prescindir en algunos momentos de la semana de los dispositivos electrónicos; aprender a contemplar serenamente la naturaleza, un paisaje, una obra de arte; leer un buen libro o ver una buena película, sin dejarse interrumpir por cualquier cosa... Todas estas son actividades que requieren cierto esfuerzo de nuestras potencias. Pero, a cambio, ofrecen la recompensa de descubrir capas más profundas de la realidad, ejercitan nuestra mirada para poder recibir, como don, cada vez con más cercanía la de Dios.
En el camino, sin embargo, no debemos desalentarnos. Lo que más agrada a Dios de nuestros ratos de oración es la buena voluntad de acompañarlo, nuestra simple presencia y compañía, como la de un niño pequeño con sus padres. Alentados con esta actitud filial, podremos ser valientes para superar la inquietud ante el aparente silencio y soledad de la oración. Ningún recurso que empleemos al orar sustituye al impulso genuino de tratar a Dios de tú a tú, la decisión libre y discreta de decirle un «te quiero» insustituible, que nadie más puede decir en nuestro lugar.
[1] San Josemaría, Meditación, 25-XII-1973.
[2] Cfr. santo Tomás de Aquino, Suma de teología, II-II, c. 180, a. 3; a. 6.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2713.
[4] San Josemaría, cita en Salvador Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1980, p. 359.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2713.
[6] San Josemaría, cita en Salvador Bernal, p. 357.
[7] Francisco, Audiencia, 16-IX-2020.
[8] San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II,5,9.
[9] San Josemaría, Camino, n. 304.
[10] San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y la meditación, XII,6.
[11] San Josemaría, Camino, n. 368.
[12] Santa Faustina Kowalska, Diario, n. 147.