Llevaban ya varias preguntas, lanzadas con la intención de hacer tropezar a Jesús en su discurso. El Señor las iba respondiendo, una a una, sin impacientarse. Al final se abre paso un escriba, sorprendido por todo lo que ha escuchado. Admirado por la enseñanza del Maestro, plantea en público una duda que lo inquietaba desde hace tiempo: ¿Qué es lo más importante en la vida? Él, que estaba acostumbrado a cumplir minuciosamente hasta las más pequeñas prescripciones, a veces quedaba confundido: no conseguía saber qué era lo esencial entre todo lo que hacía. De modo que se lanza con su pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). Jesús quiere desenredar el interior de este hombre, que busca sinceramente ser feliz, y se sirve de unas palabras de la Escritura que tienen la fisonomía del lenguaje de los enamorados: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12,30).
Jesús quiere hacernos entender que la vida de quienes creen en Dios «no puede reducirse a una obediencia ansiosa y forzada, sino que debe tener como principio el amor»[1]. Querer con corazón, mente, alma y fuerzas. Pero, ¿cómo conseguirlo? San Pablo señalaba el camino a los filipenses: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5); sentir y reaccionar ante todo –personas, acontecimientos, situaciones– como Jesús. Desde los sentimientos de Cristo se superan las divisiones interiores que ponen en jaque la estabilidad del amor. Si, además de seguir los pasos y las palabras del Señor, buscamos sentir como él, daremos con esa sencillez y felicidad que ansiaba el escriba.
La importancia del mundo interior
El Catecismo de la Iglesia nos dice que las pasiones, los sentimientos, «son componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu»[2]; están presentes en la vida de todos los hombres y, por tanto, también lo estuvieron en la vida de Cristo. Sabemos, en efecto, que Jesús lloró ante la tumba de su amigo Lázaro (cfr. Jn 11,35) o que reaccionó con firmeza ante los traficantes que habían convertido el Templo de Jerusalén en un mercado (cfr. Jn 2,3-17). También lo vemos llenarse de alegría al ver cómo los sencillos acogen el Evangelio (Mt 11,25).
Para comprender bien este ámbito de nuestra afectividad, primero tenemos que distinguir entre nuestras acciones, por una parte, y nuestros sentimientos o pasiones, por otra; o, dicho de otro modo, entre lo que hacemos y lo que nos pasa. Decimos que actuamos cuando proyectamos y realizamos algo por propia iniciativa: por ejemplo, cuando decidimos ponernos a estudiar o ir a visitar a un amigo enfermo. Otras veces, en cambio, nos podemos ver sorprendidos por una reacción imprevista ante una situación: ira ante una palabra que consideramos ofensiva, tristeza ante el fallecimiento inesperado de una persona querida, o envidia ante algo valioso que quisiéramos tener. Estos fenómenos anímicos que se producen sin que lo decidamos se llaman sentimientos o pasiones.
Precisamente porque los sentimientos no son elegidos por nosotros, no constituyen ni un mérito ni un pecado. Esto no quiere decir, sin embargo, que sean siempre neutros, ya que «reciben calificación moral en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad»[3]; es decir, en la medida en que se los busca activamente o se consiente en ellos, acogiéndolos. La espontaneidad con que se dan en nosotros tampoco implica que carezcan de importancia para la vida cristiana, porque de hecho sucede todo lo contrario: los sentimientos suponen un juicio preliminar del evento ante el que surgen y sugieren una línea de conducta posterior. Y podemos moldearlos paulatinamente para que se ajusten cada vez más a lo que de verdad queremos.
Por ejemplo, ante un evento que se nos presenta como bueno, surge una pasión como la alegría o el entusiasmo que, a su vez, sugiere acciones como aplaudir la situación o acercarse a una persona. Por otro lado, ante un evento que se nos presenta como malo, surge una pasión como la ira o la tristeza que, a su vez, sugieren acciones como el reproche o el distanciamiento. Lógicamente, hay ocasiones en las que una situación no se deberá aplaudir, a pesar de que el juicio preliminar de nuestros sentimientos sea positivo; o también habrá ocasiones en que veamos una ofensa donde no la hay, y sería un error reaccionar con un comportamiento de censura. Se puede decir, por eso, que cuando las pasiones entrañan un juicio verdadero son una ayuda para la vida cristiana, porque posibilitan hacer el bien de modo espontáneo, y en cambio cuando tienen como raíz un juicio falso, la obstaculizan.
Por supuesto, quien experimenta pasiones basadas sobre percepciones equivocadas de la realidad puede, todavía, actuar bien, resistiendo con esfuerzo a ese sentimiento. Pero no se puede ir toda la vida cuesta arriba, luchando continuamente contra los embates de las malas pasiones, haciendo lo que no apetece hacer, o rechazando siempre aquello hacia lo que se inclina la afectividad. Una lucha sostenida contra los propios sentimientos puede llevar fácilmente al desánimo o al agotamiento. Si no se logra educar ese mundo interior, al final resulta difícil discernir lo que es bueno de lo que es malo, porque se oscurece la mente y con frecuencia se cederá fácilmente ante los sentimientos tal como vienen, sin sopesarlos.
La educación de la afectividad
«Educar es introducir en la vida, y la grandeza de la vida es iniciar procesos. ¡Enseñar a los jóvenes a iniciar procesos y no a ocupar espacios!»[4]. Así respondía en una ocasión el Papa a una profesora, en un encuentro con la comunidad educativa de un colegio. Esta recomendación rige también para la formación de la afectividad, que no se propone simplemente contener las malas pasiones o bloquear ciertos comportamientos, sino dar forma, poco a poco, al mundo de los sentimientos, para que los movimientos que surgen espontáneamente en nosotros nos ayuden a hacer el bien de modo rápido y natural. Educar los sentimientos es iniciar un proceso que nos llevará a acoger mejor la gracia de Dios y, así, a identificarnos con Jesús. La afectividad ordenada permite que nos guste hacer lo que es bueno; permite que lo que nos da la gana hacer coincida, casi siempre, con lo que agrada a Dios.
Para educar los sentimientos es necesario comprenderlos, saber por qué surgen. Hemos sido creados con una inclinación natural hacia lo que es bueno para nosotros: el instinto de supervivencia, la tendencia sexual, el deseo de conocimiento, la necesidad de trabajar y de tener amigos, la exigencia razonable de reconocimiento y respeto por parte de quienes nos rodean, la búsqueda de sentido y de la trascendencia, etc. Todas esas inclinaciones naturales son como una fuerza que sale de nosotros en búsqueda de lo que necesitamos. Cuando la tendencia encuentra satisfacción, se produce una resonancia interior positiva, que es un sentimiento: alegría, gratitud, serenidad… Pero cuando la tendencia se ve frustrada, surge un sentimiento negativo: enfado, confusión, pesimismo…
Sin embargo, hay dos factores que deforman el mundo de los sentimientos y que obstaculizan el funcionamiento armónico de nuestra alma. El primero es el desorden que el pecado ha producido en el sistema de las tendencias: la gracia de la justificación en Cristo elimina la culpa, pero no nos ha devuelto inmediatamente la integridad de los deseos: se trata de un camino a realizar progresivamente. El segundo factor varía de unas personas a otras: en función de la educación recibida, del ambiente social, y de los pecados personales, el organismo de nuestras tendencias puede deformarse ulteriormente. Para corregir este desorden y evitar que surjan sentimientos negativos, tendremos que descender hasta el estrato más profundo de la personalidad y ordenarlo hacia el bien. Y esto se consigue mediante las virtudes.
Qué son las virtudes
A principios del siglo XIV, Giotto llenó de frescos el interior de una capilla de Padua que es hoy considerada una de las más importantes obras de arte del mundo. En los laterales, cada pintura presenta una escena de la vida de Jesús y de María, desde la Anunciación hasta la Ascensión. Todas convergen en la pared del fondo, que representa el fin de los tiempos: la escena del Juicio Final, con los bienaventurados a la derecha de Cristo y los condenados a su izquierda. Pero aún hay algo más: las paredes laterales, en la parte inferior, la zona más cercana al espectador, recogen dos series de siete imágenes que no pertenecen propiamente a la historia de la salvación: se trata de personificaciones de siete virtudes y siete vicios. En esta sucesión de imágenes, que también se dirigen hacia uno y otro lado del Señor en majestad, el artista parece haber querido representar la colaboración humana en esa historia divina: nuestra posibilidad de facilitar o de dificultar la obra de la gracia.
En ese sentido, notaba una vez san Josemaría, hay muchas personas que «quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales»[5].
Pero, ¿qué son las virtudes? ¿Se las puede poseer, como tomamos algo con la mano, vestimos un traje o calzamos unos zapatos? En cierto modo sí: la inteligencia y la voluntad, que son nuestras facultades espirituales, y también los apetitos sensibles, tienen capacidad de poseer. Aunque no se trata de objetos materiales, sí son cualidades que, cuando se estabilizan, se llaman hábitos buenos o virtudes. Estas cualidades no son visibles como las formas y los colores, pero fácilmente se advierte su presencia en una persona. Por ejemplo, un matemático hace con facilidad operaciones y cálculos que no logra ni siquiera entender quien no ha estudiado matemáticas. El matemático posee una ciencia, que es una virtud intelectual. La persona templada, por poner otro ejemplo, come y bebe lo que es razonable sin gran esfuerzo porque posee una virtud moral, que es la templanza. Quien no es dueño de ese hábito, solo con dificultad y esfuerzo logrará limitarse a lo que es razonable; y, al contrario, quien tiene el vicio que se opone a la templanza, la gula, fácilmente comerá más de lo debido.
Las virtudes morales tienen tres dimensiones fundamentales. La primera es de carácter intelectual: como las virtudes tienen que regular una reacción, se presupone el conocimiento de un estilo de vida, el de quien sigue a Cristo. La virtud de la pobreza, por ejemplo, presupone el conocimiento del papel que los bienes económicos tienen en la vida de un cristiano. La segunda dimensión de las virtudes es su naturaleza afectiva: se introducen en las tendencias que se dirigen hacia cada bien concreto, modificándolas poco a poco y haciendo que su movimiento espontáneo se conforme al estilo de vida cristiano. Esto se consigue mediante la repetición de actos que sean a la vez libres, conformes a lo que es virtuoso, y realizados precisamente porque son buenos. Actos que parecen buenos pero que se realizasen por temor, conveniencia, o por otros motivos ajenos al bien, no lograrán hacer virtuosas las tendencias humanas, porque no modelarán la afectividad. La tercera dimensión de las virtudes, en fin, es que generan una predisposición para el bien: el virtuoso tiene especial facilidad y agudeza para distinguir el bien del mal, incluso en situaciones complejas o imprevistas.
Las virtudes nos liberan
Al presentarse como el buen pastor, imagen que en sus oyentes evocaba la llegada del salvador del pueblo, Jesús dice: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Esa vida abundante y plena nos la da la gracia de Dios, apoyada en nuestros anhelos por descubrir y tomar lo mejor de lo que nos rodea. Por eso, poseer estos hábitos nos hace más libres; nos convierte poco a poco en personas más flexibles, que saben descubrir la manera de hacer el bien en situaciones muy distintas. Las virtudes nos liberan porque nos permiten elegir entre los distintos bienes que se nos presentan. Los vicios, en cambio, son rígidos, porque generan automatismos, reacciones que son difíciles de abandonar.
La identificación con Cristo, hacia la que nos mueve el Espíritu Santo, pasa por adquirir y consolidar las virtudes que Jesús enseñó: tanto las teologales como las morales. Nos hemos detenido en las segundas, que reordenan el mundo interior de los sentimientos, tan importantes para la vida cristiana. Sin embargo, el motor y la raíz de todas estas virtudes es la caridad. Sin ella, todo el resto se vería como un peso que oprime la libertad. Cuando uno desea vivir sinceramente para la gloria del Padre, como vivió Cristo, ese amor guía suavemente las elecciones, de modo que sean cada vez más parecidas a las de Jesús. El mandamiento con el que Jesús respondió al escriba –amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas– no entiende de obediencias forzadas: necesita hijos que emprenden una tarea gustosa, porque sienten como siente Jesús.
Ángel Rodríguez Luño
[1] Francisco, Ángelus, 25-X-2020.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1764.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1767.
[4] Francisco, Discurso, 6-IV-2019.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 74.