EN CIERTO MOMENTO, el libro de la Sabiduría describe el modo de pensar y de actuar de los que denomina «impíos». Posiblemente eran judíos apóstatas que, influidos por un modo de pensar materialista y hedonista, habían abandonado la fe de sus padres. El autor sagrado los presenta como hombres que se lamentan por el sinsentido de la existencia y que, por eso mismo, la afrontan con entrañas de crueldad: se guían por la ley del más fuerte, maltratan a los débiles e indefensos y, arrebatados por sus pasiones, no soportan la rectitud del justo.
«Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso –dicen en la Sagrada Escritura–: se opone a nuestro modo de actuar (…), presume de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios. Es un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta insoportable. Lleva una vida distinta de todos los demás y va por caminos diferentes» (Sab 2,12-15). Esta descripción del «justo» es un retrato de los profetas que encontramos a lo largo de la historia de la salvación: hombres elegidos por Dios, fieles a su misión, que con frecuencia sufrieron rechazo y persecución de los poderosos, a veces incluso hasta la muerte. Pero aquella descripción compone, sobre todo, el retrato de Jesucristo.
El Señor fue perseguido desde los primeros compases de su predicación y, de manera cada vez más enconada, conforme hacía milagros y era admirado por el pueblo. Murmuraron contra él, le arrojaron encima la sombra de la duda, se esforzaron en tenderle trampas dialécticas. Pero la reacción de Jesús es sorprendente: «Ni una queja, ni una palabra de protesta. Tampoco cuando, sin contemplaciones, arrancan de su piel los vestidos. Aquí veo la insensatez mía de excusarme, y de tantas palabras vanas. Propósito firme: trabajar y sufrir por mi Señor, en silencio»1.
DESDE los orígenes y a lo largo de los siglos, la historia de la Iglesia ha estado marcada por la persecución. En la Iglesia ha habido mucho heroísmo, en su mayor parte discreto y oculto. Son muy numerosos los cristianos que, siguiendo las palabras de san Pablo, han vencido el mal con el bien (cfr. Rm 12,21). Y así sigue ocurriendo hoy, cuando tantos hermanos nuestros, en un número no tan reducido de países, siguen arriesgando sus posibilidades profesionales, su estabilidad, su libertad o hasta la misma vida para ser fieles a Jesucristo. «Hay muchos cristianos que sufren persecución en varias partes del mundo, y debemos esperar y rezar para que su tribulación se detenga cuanto antes. Son muchos: los mártires de hoy son más que los mártires de los primeros siglos. Expresemos a estos hermanos y hermanas nuestra cercanía: somos un solo cuerpo, y estos cristianos son los miembros sangrantes del cuerpo de Cristo que es la Iglesia»2.
Rezamos por los cristianos perseguidos. Y, a la vez, ¡cuánto podemos aprender de ellos! El ejemplo de sus vidas, animadas por la gracia, nos enseña de modo patente qué significa no poner límites al amor a Dios. Recordarles nos sirve también para nuestra vida cotidiana, ante las pequeñas o grandes cosas en las cuales queremos manifestar nuestro amor. Su herencia es una herencia de fidelidad a Jesucristo. Hallaron la fuerza en su debilidad (cfr. Hb 11,34) porque mantuvieron la mirada fija en Cristo crucificado mientras estaban «en la soledad de las prisiones, en las últimas horas después de la sentencia a muerte, en las largas noches de espera de una mano asesina inminente, en el frío del campo de concentración, en el dolor y en el cansancio de marchas insensatas»3. Ser coherederos de tantos santos nos llena de orgullo. Y, al mismo tiempo, nos puede llevar a pedir humildad para que el Espíritu Santo nos llene a nosotros también de su fortaleza.
«JESÚS estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir durante este tiempo»4. Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, se mantiene en agonía en cada mujer y en cada hombre que sufre, que padece persecución, que es despreciado o injustamente incomprendido. El cristiano no puede ser indiferente al sufrimiento de esas personas. Algunas quizá estén lejos físicamente de nosotros. Pero tal vez otras están cerca. «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Podemos pedir al Señor que estas palabras suyas se mantengan vivas en nosotros; que nos conceda un corazón sabio y sensible, capaz de percibir la necesidad y el sufrimiento de nuestros hermanos, de manera que estemos disponibles para ayudar.
Estos días de Cuaresma son propicios para contemplar la pasión de Cristo: a Jesús despreciado, torturado por los soldados, mirado con indiferencia por Pilatos, abandonado por sus discípulos, azotado con látigos, llevando la cruz y muriendo en ella lleno de mansedumbre; sin embargo, «todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte»5. Ver a Jesús nos llevará a purificar poco a poco nuestra mirada, de manera que sepamos advertir los sufrimientos de tantas personas, especialmente de quienes nos rodean, y tener una compasión creativa que alivie a los demás.
María permaneció junto a su hijo al pie de la cruz. Vio su mansedumbre y paciencia. Muy posiblemente le escuchó decir aquellas inolvidables palabras: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Jn 23,34). Podemos acudir a su intercesión para que nos ayude a todos los cristianos a vencer el mal con el bien: algunos estarán llamados a hacerlo en situaciones dolorosas y difíciles; otros, en situaciones más ordinarias. Que todos, contemplando a Jesús en la cruz, aprendamos a amar a nuestros semejantes con misericordia y comprensión.
1 San Josemaría, Vía Crucis, X Estación, n.1.
2 Francisco, Audiencia, 29-IV-2020.
3 F. X. Nguyen van Thuan, Testigos de la esperanza, p. 123.
4 B. Pascal, Pensamientos, n. 553. Citado por Benedicto XVI, Audiencia, 8-IV-2009.
5 San Josemaría, Vía Crucis, XI estación.