Meditaciones: sábado de la 30.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el sábado de la 30.ª semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: «Toda la vida del Señor me enamora»; Cristo eleva nuestros deseos; la humildad permite reconocer la propia grandeza.

- «Toda la vida del Señor me enamora»

- Cristo eleva nuestros deseos. 

- La humildad permite reconocer la propia grandeza.


«NO ES POSIBLE separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor»[1]. A lo largo de su paso por la tierra, Jesucristo expresaba en todo lo que hacía su misión redentora. Cualquier actividad que llevaba a cabo estaba alineada con su deseo de liberarnos del pecado. Irradiaba continuamente el afán divino que había expuesto, a partir de un texto de Isaías, en el inicio de su actividad pública: «Me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

Este deseo redentor quedaba especialmente patente en sus milagros y en su predicación. Además, también se ponía de manifiesto en acciones más cotidianas, como una conversación en torno a una mesa o una caminata junto a sus discípulos. Por eso san Josemaría decía: «Toda la vida del Señor me enamora»[2]. Ver a Jesús como una persona más de la realidad social de su época nos puede ayudar a santificar esas circunstancias: también esos momentos forman parte de nuestra identidad de cristianos.

San Lucas nos cuenta que un sábado Jesús fue «a comer en casa de uno de los principales fariseos» (Lc 14,1). Podemos suponer que Cristo aceptó su invitación para poder anunciar el mensaje de salvación a esa persona en un contexto más tranquilo que el del continuo ajetreo del día a día. Ya sea en un banquete, ante una escena cotidiana o al contemplar un baile infantil, Jesús no deja de lado su misión, sino que esos sucesos son el lugar donde se concreta. De los relatos evangélicos san Josemaría extraía el fin de todo apóstol: «Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social»[3].


EN MEDIO de ese banquete, Jesús observa la actitud de algunos que «iban eligiendo los primeros puestos» (Lc 14,7). Decide entonces contar una parábola: «Cuando alguien te invite a una boda, no vayas a sentarte en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él y, al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: “Cédele el sitio a este”, y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar» (Lc 14,8-9).

Jesús comienza su enseñanza haciendo referencia al reconocimiento que buscaban los que tenía a su alrededor. No menosprecia el deseo natural de distinguirse. Cristo es el que mejor sabe descubrir la mano paterna de Dios en esos anhelos humanos. Jesús, al leer cada una de las almas, se apoya en las aspiraciones humanas y nobles que encuentra para elevarlas y sobrenaturalizarlas. San Josemaría también procuraba sustentar los consejos que daba a las personas que se le acercaban en los afanes que Dios ponía en su corazón: «Deja que se consuma tu alma en deseos... Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo... No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados –como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los “varones de deseos”»[4].

Jesús ofrece una manera de elevar las pretensiones de singularización social: «Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales» (Lc 14,10). Cristo anima a no quedarse con los reconocimientos humanos, sin duda legítimos y honorables, sino a buscar el reconocimiento divino, que es el único realmente valioso. Y aunque en muchas ocasiones nuestro gesto pueda pasar desapercibido para los demás, sabemos con certeza que Dios sí lo ha visto. Este es el camino que nos conduce hacia él y, al mismo tiempo, nos lleva «a lo esencial de la vida, a su significado más verdadero, al motivo más fiable por el que la vida vale la pena ser vivida. Solo la humildad nos abre a la experiencia de la verdad, de la alegría auténtica, del conocimiento que cuenta»[5]. Lo que cuenta no es ser grande según la lógica del mundo, sino hacerse pequeño, sencillo, porque así encontramos a Cristo.


EL NÚCLEO de la enseñanza que Jesús está teniendo en torno a este banquete es la humildad: «Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11). Para entrar en el Reino de los cielos, uno de los primeros requisitos es conocer bien cuál es nuestra condición; es decir, crecer en nuestra verdadera identidad como miembros de esa nueva familia que Jesús está formando. Para ello es necesario entender el significado profundo de la humildad, «la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»[6].

La humildad nos facilita darnos cuenta de que todo lo hemos recibido del Señor. Por el contrario, la soberbia nos lleva a poner la confianza en nuestras propias seguridades. En este sentido, san Josemaría hablaba de dos tipos de orgullo: uno malo, que ignora nuestras debilidades, y otro bueno, que reconoce la verdad y la acción del Señor en su propia vida. «Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro, ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por eso, es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios, gracia de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma −a sus obras, a sus méritos, a su excelencia− la grandeza espiritual que le ha sido dada»[7].

Ese orgullo bueno nos lleva a no rechazar nuestra miseria y a verla como la puerta por donde dejemos entrar a Dios. Y esa es precisamente nuestra grandeza: que Dios haya querido, por su misericordia, hacernos muy valiosos a sus ojos. La humildad, por lo tanto, nos favorece asumir la pobreza del necesitado para ser mendigos de Dios, para dejarle entrar, para permitir que él cambie nuestras aparentes seguridades. Cuando un corazón se siente satisfecho de sí mismo, «no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad»[8]. La Virgen, que solo se preocupó del reconocimiento divino, poniendo su seguridad en Dios, adquirió la verdadera riqueza: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1, 48).


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 56.

[3] San Josemaría, Surco, n. 302.

[4] San Josemaría, Surco, n. 628.

[5] Francisco, Audiencia, 22-XII-2021.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 94.

[7] San Josemaría, Cartas 2, n. 6.

[8] Francisco, Gaudete et Exultate, n. 68.