DESPUÉS DE atravesar el mar Rojo, el pueblo judío debió de sentir una profunda liberación. El estremecimiento de las aguas al caer sobre sus perseguidores habrá ido acompañado de una sensación liberadora: después de tantos años de esclavitud, su Dios los había salvado. Pero el tiempo comenzó a transcurrir más lento de lo que pensaban. La tierra prometida se veía cada vez más lejana, y algunos incluso recordaron con nostalgia su vida como esclavos. «El pueblo se cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto?» (Nm 21,5). La alegría de la salvación había dado paso a la insatisfacción y al rencor.
También Jesús pasó por la prueba del desierto. Precisamente los cuarenta días de la Cuaresma nos invitan a acompañar al Señor en medio de su aparente abandono. En el momento de la debilidad, Cristo no sucumbió a las tentaciones, sino que puso su confianza en su Padre Dios. Jesús nos enseñó no solo con sus palabras, sino sobre todo con su propia vida, que muchas veces necesitamos atravesar el desierto para conseguir la plena libertad. Es verdad que la vida cristiana nos promete la salvación del pecado y, por lo tanto, la alegría. Pero el camino que nos conduce hacia ella pasa por redescubrir lo que verdaderamente importa en nuestra vida y desprendernos de lo que nos ata.
«El desierto es el lugar de lo esencial. Miremos nuestras vidas: ¡cuántas cosas inútiles nos rodean! Perseguimos mil cosas que parecen necesarias y en realidad no lo son. ¡Qué bien nos haría liberarnos de tantas realidades superfluas, para redescubrir lo que de verdad importa, para encontrar los rostros de quienes están a nuestro lado!»1. Ahora que se acerca la Semana Santa, podemos reavivar nuestros deseos por vivir pegados a Jesús, liberados de todo lo que no nos lleva hacia él: «¡Dios mío!, que odie el pecado, y me una a Ti, abrazándome a la Santa Cruz, para cumplir a mi vez tu Voluntad amabilísima..., desnudo de todo afecto terreno, sin más miras que tu gloria..., generosamente, no reservándome nada, ofreciéndome contigo en perfecto holocausto»2.
«EL SEÑOR envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel» (Nm 21,6), relata la Sagrada Escritura. El pueblo elegido había rechazado la protección de Dios. Cansados de no llegar nunca a la meta, habían desviado su corazón hacia aquellos bienes que añoraban de su vida en Egipto, aunque fueran de escaso valor o tuvieran las huellas de su esclavitud.
En ocasiones, también nosotros, como el pueblo de Israel, podemos sentir la aparente lejanía de Dios y el atractivo de unos bienes que habíamos dejado atrás. Pero al contemplar la pobreza de Cristo en la cruz –«nada ha quedado al Señor, sino un madero»3–, intuimos que la felicidad no se encuentra en las cosas materiales. Nos damos cuenta de lo efímeras que son estas realidades, que no llegan a tocar el fondo del alma. «Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo —he sido testigo de verdaderas tragedias—, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador –dice san Josemaría–. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento»4.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3). Con estas palabras, el Señor ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios. El pobre de corazón posee las cosas sin ser poseído por ellas. La pobreza de espíritu nos permite disfrutar verdaderamente de la realidad, pues nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios. En definitiva, con todo aquello que sacia nuestros deseos más profundos.
AQUELLAS mordeduras de las serpientes no fueron la última respuesta del Señor. El pueblo se arrepintió y acudió a Moisés quien, fiel a su vocación de mediador, intercedió por su gente. Entonces Dios, movido por su misericordia, les regaló una peculiar medicina: quienes, después de haber sido mordidos, mirasen hacia una serpiente de bronce, no morirían. Así, aquello que era la causa de la muerte, se transformó al mismo tiempo en el símbolo de la salvación. Por eso, la serpiente es una imagen que anticipa la cruz de Cristo: esta contiene todos los pecados del mundo y, al mismo tiempo, a quien los ha vencido para siempre con su muerte.
«Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre –dice Jesús en el evangelio de san Juan–, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado» (Jn 8,27). Si no conociéramos el final de la historia, pensaríamos que el levantamiento del que habla el Señor se refiere a una futura gloria temporal. No es fácil comprender que su verdadera exaltación se realizó en la cruz, y que la sujeción de los clavos es su forma de vivir la libertad. Por eso, mirando y asumiendo la debilidad de Cristo, adquirimos la fuerza de Dios. También nosotros podemos hacer nuestras esas palabras paradójicas de san Pablo: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10).
A los pies de la cruz encontramos a la Virgen. Podemos pedirle que sepamos dirigir siempre nuestra mirada a la cruz, para que Cristo ahuyente las serpientes que puedan rondar en nuestra vida.
1 Francisco, Audiencia, 26-II-2020.
2 San Josemaría, Via Crucis, IX estación.
3 Ibíd., X estación.
4 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 118.