En los paseos por el campo es frecuente que alguien vislumbre un pequeño fruto oscuro entre los arbustos verdes. Si quien lo hace es un pequeño con poca experiencia en ese tipo de excursiones, no es raro que termine asustado, con alguna herida producida por los tallos del zarzal, lleno de puntiagudas espinas escondidas. El zarzal es un tipo de planta presente en todo el mundo, que crece rápidamente hasta convertirse en maleza invasiva. Jesús se sirve precisamente de ella para hablar de la relación que puede existir entre nuestro corazón y nuestras palabras: «Cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6,44-45).
El sonido exterior de una música interior
Las cosas que pensamos y sentimos –y que, después, decimos– pertenecen a una esfera tan profunda de nuestra intimidad que podrían parecer territorios sobre los que tenemos poco control. Una equivocada comprensión de la espontaneidad, o simplemente la falta de conocimiento de sí, pueden alimentar esta impresión. Sin embargo, no solo podemos de hecho cultivar este jardín interior, sino que además no estamos solos a la hora de hacerlo: Jesús quiere entrar en ese espacio para santificarlo, para llenarlo de su unidad; es él quien quiere que nuestro corazón, nuestros pensamientos, palabras y obras, se expresen armónicamente.
Cristo nos recuerda, por ejemplo, que no podemos querer bien a los demás y, al mismo tiempo, hablar mal de ellos; o que no podemos querer mejorar el mundo y a la vez dañar esos procesos de crecimiento con palabras de división. Pero el Señor va incluso más allá. Nos dice claramente que no podemos querer a Dios con todo nuestro corazón, y que no podemos rezar con honestidad, si persisten en nosotros rencores con las personas que nos rodean: «Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después» (Mt 5,23-24). Jesús quiere ponernos en guardia frente a cualquier posible fractura interior; quiere adelantarse a cerrar cualquier grieta por la que pueda colarse el frío de una falsa caridad. Sabe que los primeros afectados somos nosotros mismos y nada desea más que curarnos con su paz.
Los escritos de los primeros cristianos se hacen un eco muy claro de estas enseñanzas: «De la misma boca salen la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así. ¿Acaso mana de una fuente agua dulce y amarga por el mismo caño? ¿O puede, hermanos míos, la higuera producir aceitunas o la vid higos? Tampoco una fuente salada puede dar agua dulce» (St 3,10-12). La Epístola de Santiago nos recuerda, una y otra vez, que la fe en Jesús nos transforma, que se manifiesta necesariamente en nuestras obras; en este caso, en nuestras palabras. El autor utiliza imágenes gráficas para que todos comprendamos fácilmente su mensaje: de la misma manera que se puede dirigir todo el cuerpo del caballo poniendo frenos en su boca, o como se puede guiar todo un barco dirigiendo un pequeño timón, así de importante es fijarnos en el contenido de nuestras conversaciones (cfr. St 3,3-4). Nuestra lengua, insiste Santiago con sus ejemplos, puede ser como un pequeño fuego que termina por incendiar el bosque o puede asemejarse a un veneno mortífero que mata (cfr. St 3,5.8). Por eso es importante preguntarse con frecuencia acerca de la manera en que hablamos de las personas y los sucesos que nos rodean, y de los motivos que nos llevan a hacerlo. Así podremos seguir las pistas que nos lleven hasta lo que verdaderamente tenemos en el corazón.
Durante una homilía en una parroquia periférica de Roma, el Papa animaba a los fieles justamente a transitar ese camino que va desde nuestras palabras hasta nuestro corazón. De esa manera, podemos descubrir con honestidad si estamos llenos de amor o, por el contrario, de indiferencia u odio. El Papa alentaba a todos a «decirnos la verdad a nosotros mismos ¡Esto no es fácil! Porque siempre buscamos cubrirnos cuando vemos que algo no está bien dentro de nosotros, ¿no? (…). Podemos pedir al Señor dos gracias. La primera: conocer qué hay en mi corazón para no vivir engañados. La segunda: hacer el bien que está en nuestro corazón y no el mal. Debemos recordar que las palabras y los malos deseos contra el otro matan. Muchas veces parece que los pecados de calumnia y de difamación hubieran sido borrados del decálogo. Hablar mal de una persona es pecado»[1]. No podemos, pues, banalizar la murmuración; no podemos dar por bueno, sin más, todo lo que se nos viene a la boca: «La lengua ha de ser también transformada, purificada. La lengua da sonido a la música que suena en el corazón»[2].
«Cuando no pueda alabar, me callaré»
San Josemaría tenía 29 años cuando dejó definitivamente sus tareas como capellán del Patronato de Enfermos de Madrid, con el objetivo de tener más tiempo disponible para el desarrollo del Opus Dei. De los apuntes personales que se conservan de esos meses, varios tienen que ver con este aspecto de la maduración interior por la que atravesaba su trato con los demás en esos momentos delicados: «Tendré muchísimo cuidado en todo lo que suponga formar juicio de las personas, no admitiendo un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»[3]. «Propósitos prácticos: 1/ Antes de comenzar una conversación o de hacer una visita, elevaré el corazón a Dios. 2/ No porfiaré, aunque esté cargado de razón. Solamente, si es de gloria de Dios, diré mi opinión, pero sin porfiar. 3/ No haré crítica negativa: cuando no pueda alabar, me callaré»[4].
Estas dos anotaciones están en el origen, respectivamente, de los puntos 442 y 443 de Camino y, además, dan inicio a otras quince consideraciones que se refieren a las distintas formas de crítica hacia los demás. En estos textos se trasluce la convicción de que la clave para dar frutos buenos está en purificar, muy dentro del alma, la fuente de nuestras acciones –se habla de elevar el corazón, de buscar honestamente la gloria de Dios, de cuidar los pensamientos–, ayudándose de un propósito práctico: nunca hablar mal de nadie.
El octavo mandamiento de la ley de Dios no está dirigido solo a evitar grandes engaños, sino también a formar en nosotros una interioridad que solo busque lo verdadero; a querer personalmente que nuestros juicios nunca se contaminen con sombra de falsedad o doblez. El Catecismo de la Iglesia, en este sentido, señala que «el respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causar un daño injusto»[5]. E inmediatamente pasa a definir lo que es el juicio temerario –hacer juicios morales sobre el prójimo sin tener fundamento–, la maledicencia –manifestar, sin una razón válida, defectos de una persona a otra– y la calumnia –dar ocasión a juicios falsos sobre los demás–. La Iglesia, con corazón de madre, nos pone en guardia frente a estos tropiezos que solo pueden dañarnos a nosotros y a los demás.
Existe también otra manera de herir a la verdad con nuestras palabras, que tiene que ver con la falta de discreción requerida por nuestro trabajo o por nuestras responsabilidades. El Catecismo, de nuevo, es claro al señalar que «el derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional»[6]. Habrá que estimar en cada ocasión «si conviene o no revelar la verdad a quien la pide» y saber que fácilmente existen razones para «callar lo que no debe ser conocido», más cuando de hecho «nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla»[7]. Puede suceder, en efecto, que por razón de nuestra posición en un grupo social o profesional tengamos información que otras personas no tienen. Son situaciones en las que es importante la delicadeza para delimitar lo comunicable. La información otorga cierto poder, y la tentación de utilizarla de manera irresponsable, de transformarla en rumores, calumnias o en vanagloria, está siempre acechando a la vuelta de la esquina. Se trata, tristemente, de un veneno letal también para la propia rectitud de intención.
La indiscreción en el manejo de la información suele hacer daño también a quien la recibe, porque muchas veces no dispone de las herramientas suficientes para digerirla o comprenderla. No es justo imponer cargas a quienes no están llamados a llevarlas. En este sentido, cuando hablaba del «secreto de oficio» que don Álvaro guardaba con respecto a su trabajo en la Santa Sede, san Josemaría elogiaba siempre el espíritu sobrenatural que lo movía a custodiar la información con delicadeza[8]. La discreción en asuntos de la Iglesia y en asuntos de la vida de otras personas es condición de fecundidad: «Muerte y vida están en poder de la lengua, quienes la cuidan comerán de su fruto» (Pr 18,21).
Cómo interpretar lo que acontece
Para evitar vernos envueltos en las zarzas de la falsedad, el mismo Catecismo nos recomienda un camino seguro: «Interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones del prójimo»[9]. Cuando interpretamos lo que sucede a nuestro alrededor, es decir, cuando unimos cada hecho aislado en una historia que los conecta, nunca lo hacemos de una manera neutra. Siempre escogemos un punto de vista, un lugar desde donde mirarlos y valorarlos, aunque sea de manera inconsciente, porque tenemos un mundo interior que carga nuestros juicios hacia un lado o hacia otro. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando decimos que estamos “predispuestos positivamente” o “predispuestos negativamente” frente a algo o alguien.
En este sentido, san Josemaría procuraba mirar a la gente con los ojos con que los miraría su propia madre. Muchas veces basta algo así para que se desvanezca la tentación de hacer daño con las palabras y los juicios: escoger un buen punto de vista desde el cual interpretar las acciones de los demás. Así, a pesar de que los hechos que se ven externamente sean iguales, la interpretación cambia; tiende a sintonizar con la mirada que Dios pone sobre las cosas y sobre las personas. Es interesante pensar, en ese sentido, que Dios y el demonio miran permanentemente los mismos hechos, pero tienen interpretaciones muy distintas de ellos. «El Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene»[10]. Unirnos a esa mirada divina, mediante la oración, nos hace acogedores con las personas y pacientes con los procesos.
Si, por el contrario, no purificamos constantemente nuestro corazón, si no detectamos esas espinas que intentan abrirse paso hasta nuestra lengua, los hechos que nos rodean generarán en nosotros juicios temerarios, maledicencias o calumnias; nos impedirán descubrir a Dios, que está obrando siempre de manera misteriosa. Frente a lo que acontece a nuestro alrededor podemos siempre escoger entre la mirada que juzga o la mirada contemplativa. Fray Luis de Granada, explicando también el octavo mandamiento, señalaba que la mirada juzgadora tiende a herir la verdad en el prójimo: «Bien mirado, es un atrevimiento contra Dios tan grande, que es como decirle que miente, o hacer que sea tenido por mentiroso. Esto se prueba así: Dios es el sabedor de toda la verdad, y él sabe quién la trata y quién no. Él es un oráculo a quien habremos de acudir a que nos la diga, pues él es el verdadero juez de ella»[11]. Solo Dios sabe lo que se encuentra en lo más profundo de los corazones de las personas.
Dios es el único juez
Los evangelios nos muestran repetidamente cómo, queriendo poner a prueba a Jesús, algunos constituidos en autoridad se quejan de que los discípulos del Señor coman el sábado, o de que el Maestro cure la mano de un hombre ese mismo día. Después, por envidia, atribuyen a Beelzebul el hecho de que Cristo cure a un endemoniado. Pero el Señor «conocía sus pensamientos» (Lc 11,17), y procura despertar sus corazones, tocar las fibras más profundas de su alma: «¿Cómo podéis decir cosas buenas, siendo malos? Pues de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno saca del buen tesoro cosas buenas, pero el hombre malo saca del tesoro malo cosas malas. Os digo que de toda palabra vana que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio» (Mt 12,34-36). Al centrar la importancia en el corazón, Jesús nos recuerda que, para quienes queremos sumarnos a su misión, para quienes queremos generar una transformación positiva en el mundo, lo más fecundo será siempre cambiarnos por dentro constantemente; decidirnos a ser personas que, con sus palabras, muevan los corazones de los demás hacia el bien, en lugar de ser personas que, por el atolondramiento de querer intervenir en todo, hieran al prójimo en sus conversaciones.
Una de las causas de las habladurías –que, como hemos visto, surgen inicialmente en la intimidad– es la tentación de querer arrogarnos la función de jueces de todo lo que nos rodea[12]. Esta actitud suele estar ligada a la tendencia a ocupar demasiado espacio en los planes de Dios, casi como si la libertad de Dios o la de los demás no pudieran actuar sin nuestro beneplácito. En este tipo de juicios críticos desordenados, que degeneran fácilmente en murmuración o maledicencia, el Papa Francisco ha detectado «una alegría oscura»[13], algo que al inicio incluso «puede parecer placentero»[14], tal vez porque nos lleva a tomar una posición de juez que en realidad solo corresponde a Dios. Sin embargo, frente a esta ficción se alza la sencilla convicción de que la Providencia nos ha confiado una pequeña parcela de su viña en donde, si ponemos en juego nuestros talentos, seremos fecundos y felices. No toda la viña es jurisdicción nuestra, ni cabe desearlo; ni tenemos toda la información suficiente para llamar a juicio a todos los viñadores. Ya solo aspirar a hacerlo puede ser un signo de que no estamos santificando el presente ni haciendo fructificar las propias capacidades: al invertir tiempo en la crítica, quitamos tiempo a quienes de verdad nos necesitan; y esas son a fin de cuentas energías que nos quita el demonio. Es, sin más, una trampa para que no hagamos el bien que Dios nos tiene preparado.
Los santos, a pesar de haberse encontrado muchas veces en ambientes en los que sucedían cosas con las que no estaban de acuerdo, también dentro de la Iglesia, han sabido detectar los tiempos y las maneras de actuar de Dios, sin violentarlos con su lengua. San Josemaría, en unas notas del año 1933, pensando en la formación de las primeras personas que irían llegando al Opus Dei, escribía: «¿Murmuras? Pierdes, entonces, el espíritu de la Obra y, si no aprendes a callar, cada palabra es un paso que te acerca a la puerta de salida»[15]. Esto no significa estar siempre de acuerdo con todos, sino disponerse a entrar en la lógica divina, canalizando esos desacuerdos en el tiempo y lugar oportunos, en donde verdaderamente podrán dar fruto.
Alegrarse con el bien de los demás
Otro gran generador de zarzas de maledicencia suele ser la envidia. De hecho, santo Tomás de Aquino considera que la murmuración es «la primera hija» de esta especie de «tristeza por el bien ajeno»[16]. La primera tentación que nos trae el libro del Génesis es precisamente la de la serpiente que, por envidia de los hombres y por odio a Dios, quiere alejarlos entre sí. El demonio engaña a nuestros primeros padres murmurando con ellos acerca del Creador: «No moriréis en modo alguno; es que Dios sabe…» (Gn 3,4-5). Otra vez: la tentación de saber más que Dios, de invadir su tiempo y su espacio. También el libro de la Sabiduría nos dice que «Dios creó al hombre para la incorruptibilidad y lo hizo a imagen de su propia eternidad. Mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,23-24). El evangelio de san Marcos, en fin, señala que Jesús fue entregado por envidia (cfr. Mc 15,10). La tristeza y los celos por el bien ajeno pueden llevar a minar, a aplastar la honra de quienes nos rodean.
Una puerta por donde se suele colar la envidia es la de compararnos continuamente con los demás. En realidad, esta actitud obvia la realidad de que todos somos distintos y de que difícilmente tendremos un trato igual en la vida. Dios mismo no ha dado a todos lo mismo: nos conoce mejor que nadie y reparte sus dones de manera distinta. Es fundamental para la vida social aprender a convivir con el hecho de que todos merecen distinto trato, del mismo modo que una madre trata a sus hijos de acuerdo a sus necesidades y no reparte todo con la misma medida. Por todo esto, un buen camino para prevenir los movimientos de la envidia es aprender a alegrarse con el bien de los demás. Esto puede ser algo que nos resulte fácil, e incluso instintivo, con las personas que más queremos, con nuestro círculo más íntimo; pero no lo es tanto conforme ese círculo se empieza a ampliar. Pequeñas renuncias en favor del disfrute de los demás son una buena escuela para vencer las tentaciones de la envidia, más si se trata de ámbitos en los que está en juego el prestigio y la fama. «Alegraos con los que se alegran» (Rm 12,15) recomienda san Pablo en la Carta a los romanos.
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El octavo mandamiento protege nuestro jardín interior de la salvaje expansividad de las zarzas y los espinos, para que nuestro corazón pueda dar los frutos que Dios espera de él. «Quiere Dios que tengamos un juicio sencillo, que no sentenciemos antes de tiempo, no echemos las cosas a peor parte, (…) que sintamos los trabajos de nuestros hermanos, que favorezcamos sus cosas, que digamos siempre bien de ellos (…). Haz pues ahora cuenta, hermano, que la vida del prójimo es para ti como un árbol vedado (…). Sean todos de tu boca virtuosos y honrados, y crea todo el mundo que ninguno es malo por tu dicho»[17]. Querer vivir en la verdad nos lleva a custodiar la fuente de nuestros juicios, para que de nosotros salgan siempre palabras cristianas que sostienen a los demás, no que los aplastan; palabras que no oscurecen el mundo, sino que lo iluminan.
[1] Francisco, Homilía, 16-II-2014.
[2] Mons. F. Ocáriz, A la luz del Evangelio, “La murmuración banalizada”.
[3] Apuntes íntimos, n. 389, 14-XI-1931. Citado en Camino, edición crítico-histórica, Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid, 2004, p. 607.
[4] Apuntes íntimos, n. 399, 18-XI-1931. Citado en ibíd.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2477.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2488.
[7] Ibíd., n. 2489.
[8] Cfr. san Josemaría, notas tomadas de una reunión familiar, 19-II-1975.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2478.
[10] Francisco, Carta apostólica Patris corde, n. 2.
[11] Fray Luis de Granada, Compendio de doctrina cristiana, parte II, c. IX.
[12] Santo Tomás de Aquino señala que presumir la posesión de lo que no se posee es parte de la soberbia. Cfr. Suma teológica, II-II, c. 162, a. 4, resp.
[13] Francisco, Homilía, 27-III-2013.
[14] Francisco, Homilía, 16-II-2014.
[15] Apuntes íntimos, n. 953, 19-III-1933. Citado en Camino, edición crítico-histórica, Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid, 2004, p. 613. Este apunte se encuentra en el origen del punto 453 de Camino.
[16] Cfr. santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, c. 36, a. 1, resp y a. 4, obj. 3.
[17] Fray Luis de Granada, Compendio de doctrina cristiana, parte II, c. IX.