Hace pocos días el padre Javier Suárez-Guanes se ha marchado al Cielo con una larga vida llena de buenas obras sobre sus espaldas. Fue constante y ejemplar en sus horarios al servicio de su ministerio sacerdotal en el Opus Dei y en el Oratorio de Nuestra Señora de La Paz, en la ciudad de Guatemala, donde atendió a miles de personas durante los últimos cuarenta años de su vida. Nació el 13 de marzo de 1930 en Madrid, España y se ordenó sacerdote el 5 de agosto de 1957 en la Iglesia del Espíritu Santo, en Madrid. Después de su ordenación se trasladó unos meses a Barcelona y finalmente, viajó a México para apoyar los apostolados de la Obra en ese país.
Don Javier el día de su ordenación sacerdotal
Murió con 94 años de edad y alguno recuerda escucharle hace unos años que seguía teniendo un horario como el de una persona joven. Los domingos, después de la misa de las 9 de la mañana regresaba a su casa y salía de paseo un par de horas por las montañas que rodean a la ciudad. Era su descanso caminar o andar en bicicleta, sí, bicicleta hasta los ochenta y tantos años de edad, para ver el campo verde, los cielos azules, explorar nuevas rutas, no habían cercas que le detuvieran. Era el primero en tirarse a los ríos, en bajar por barrancos para ir a nadar en alguna poza bañada por una catarata. Como era un artista aficionado, después dibujaba a colores unos mapas en tablas grandes de madera para indicar a los excursionistas posibles caminos y tiempos de recorrido, con nombres de lugares que escribía tomados de la realidad o de la imaginación, como hacen los exploradores.
Un paseo en el Volcán Pacaya
Publicó varios libros, algunos sobre narraciones bíblicas, en las que con mucha piedad pero también buena dosis de imaginación, buscaba ayudar al lector a introducirse en el trato con Jesús o la Santísima Virgen. En su libro más conocido, “La Doncella de Nazareth”, muestra su extraordinaria imaginación, elogiada por su papá en una carta que le escribió a don Javier poco después de leer la narración del regreso de la Sagrada Familia desde Egipto: “Querido hijo, en toda mi vida jamás había escuchado que la Virgen María regresara con San José y el Niño Jesús en una barca navegando por el mediterráneo, y menos que subieran al burro en la lancha”. “No fue así, pero así pudo haber sido”, escribió don Javier en el prólogo para advertir al lector sus ocurrencias, una frase que repetíamos con frecuencia cuando alguien contaba una exageración.
Sus primeros años de sacerdocio fueron animados, pues antes de venir a Guatemala pasó por México, donde llegó a la Ciudad de México el 30 de diciembre de 1957. Vivió en Culiacán, y también en una hacienda en ruinas cercana a la ciudad de México, “Montefalco”, ahora convertida en una casa de retiros. En aquella época esa hacienda estaba en remodelación y había alacranes y serpientes, y como don Javier se quedaba muchos días allí sólo en compañía de los obreros de la construcción, se acompañaba con un fusil por si acaso, decía. En diciembre de 1961 se trasladó a Guatemala, en 1966 se marchó a El Salvador, y finalmente regresó a Guatemala en 1973 donde permaneció el resto de su larga vida.
Don Javier en Montefalco México (1964)
Mantuvo siempre una llamativa y contagiosa alegría de vivir. Su apetito no disminuyó sino hasta el final. Fue de muy buen comer, y en broma le decíamos que tenía dieta, pero de sólo cosas sabrosas, dieta al gusto. Nos tomaba el pelo con sus cuentos y nosotros le replicábamos con la misma moneda.
Los últimos años empezó a fallarle la memoria y se vio mejor que dejara de atender en Nuestra Señora de la Paz, por lo que celebraba la Santa Misa en Rosul, el centro de la Obra en que vivió sus últimos años. Mucha gente le visitaba. Siempre fue amable, de sonrisa fácil y buen trato, transmitía paz. Se daba perfectamente cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Se llevaba bien con todo tipo de personas, con gente de renombre -su hermana era marquesa- y lo mismo con la gente sencilla, con campesinos y con obreros. Y miraba en la televisión programas de geografía y animales salvajes, las maravillas de la naturaleza. A cada tanto se le oía exclamar “¡Qué bárbaro!” cuando veía escenas de escaladores de montañas, de paisajes hermosos o filmaciones del mundo submarino.
En su libro autobiográfico “En la guerra como en la guerra” describe su sueño del Cielo. Nuevamente su imaginación ha trabajado para hacernos reír, y nadie duda de que es allí a donde ahora ha viajado sentado en primera clase. Pero también es válido que ahora nosotros nos imaginemos cómo es su Cielo: lleno de excursiones y subidas a volcanes, de selvas tropicales, de navegaciones por ríos y mares y de cielos azules infinitos, de buenas tertulias, de un saber vivir sabiéndose visto siempre por Dios Nuestro Señor.
Don Javier en la cima del Volcán Popocatepelt con el Club Gurkhas en 1965
En un viaje que hizo a Madrid, su ciudad natal, tuvo un diálogo con un sobrino nieto que le describe muy bien:
-Dice la abuela que tú no vas de vacaciones ni te “jubilas” nunca, como el tío José.
-No hago, Iñigo, más que lo que hacen muchísimos sacerdotes como yo en tan diversas partes del mundo.
-Tío Javier, ¿te puedo hacer otra pregunta? ¿Qué cosas te han gustado más hacer en tu vida?
-Te diré cuatro, sobrino: celebrar todos los días la Santa Misa; haber conocido y convivido con el Fundador de la Obra, San Josemaría; ayudar a bien morir a muchas personas; y dar la Primera Comunión a muchos niños como tú.
-Y ¿qué no te ha gustado hacer, tío?
-Te diré una, sobrino: estrenar zapatos.
-Y tío Javier, la última. ¿Has sido feliz en tu vida?
-Sí, Iñigo, feliz, muy feliz.
Se hizo guatemalteco porque amaba esta tierra y adoptó muchos modismos nacionales. “Qué de charadas cuenta la gente”, solía decir. Posiblemente ahora desde el Cielo lo está diciendo una vez más: “Qué de charadas están contando de mí”. Descanse en paz don Javier.