Queridos hermanos y hermanas:
En la primera lectura[1], hemos escuchado esta exhortación de san Pablo: “La caridad de Cristo nos urge”. Es la urgencia de vivir no para nosotros mismos, sino para Aquel, Cristo, que por nosotros murió y resucitó. El mismo Apóstol hace un resumen de lo que estaba sucediendo en el paso de Jesús por nuestra tierra: “Dios estaba, en Cristo, reconciliando el mundo consigo”. Sin embargo, ¡queda tanto por reconciliar con Dios en este mundo nuestro! San Pablo añade que Dios “ha puesto en nosotros la palabra de la reconciliación”.
La urgencia del amor de Cristo a vivir para Él y no para nosotros mismos, comporta la misión apostólica, evangelizadora, de la Iglesia, de todos nosotros: la misión de llevar a todos los ambientes de la sociedad esa “palabra de reconciliación”. Para esto necesitamos formación, especialmente conocer más profundamente el Evangelio. Como dice a cada uno san Josemaría Escrivá: “Urge difundir la luz de la doctrina de Cristo. Atesora formación, llénate de claridad de ideas, de plenitud del mensaje cristiano, para poder después transmitirlo a los demás”[2].
Quizá surja en nuestra alma aquella pregunta que Judas Tadeo dirigió a Jesús: “¿Qué ha pasado para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?”[3] ¿No sería mejor, Señor, que lo hicieras tú todo en lugar de encargarlo a nuestras pobres fuerzas? La respuesta de Jesús, a Tadeo y a nosotros, es esta: “si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. Realmente es el Señor quien hace todo, pero lo hace y lo hará a través de su Iglesia, a través de cada uno de nosotros, en la medida en que Él esté en nosotros por el amor.
Todos, cada uno en su ambiente -en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales-, puede y debe hacer presente la palabra de reconciliación, hacer presente el Evangelio, hacer presente a Jesucristo. ¡Qué misión tan grandiosa, a pesar de nuestra propia debilidad! Como dijo Benedicto XVI en el inicio solemne del Pontificado: “Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él”[4].
El pasaje del Evangelio, que acabamos de escuchar[5], ha trasladado nuestro pensamiento al cenáculo de Jerusalén, durante la última Cena del Señor. En aquella larga oración sacerdotal, llega un momento en que Jesús pide a Dios Padre no sólo por los Apóstoles, allí presentes, sino también por nosotros, los que a lo largo de los siglos seríamos sus discípulos. ¿Qué pidió Cristo para nosotros? La unidad: “Que todos sean uno, como tú Padre en mí y Yo en ti”. Unidad, que es necesaria para la eficacia de la evangelización, para que el mundo reconozca a Jesucristo; como dice el Señor: “para que el mundo crea que tú me has enviado”.
Esta unidad, que Jesús ha pedido para nosotros, tiene como paradigma y fundamento la unidad divina entre el Padre y el Hijo, que es el Espíritu Santo, Amor personal infinito. Por esto, esforcémonos en ser instrumentos de unidad en la Iglesia, siendo instrumentos de unidad en la propia familia, en el propio ambiente, en la vida ordinaria, mediante el amor, mediante una caridad afectiva y efectiva.
“Que todos sean uno… para que el mundo crea”. Esto lleva nuestro pensamiento al Papa Francisco que, como Romano Pontífice, es precisamente principio visible y fundamento de la unidad de la Iglesia[6]. Que no falte en nuestro día una oración frecuente por el Papa, por sus intenciones, por su trabajo de pastor de la Iglesia universal.
Como rezaba san Josemaría, unidos todos al Papa, vayamos a Jesús por María: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!
[1] 2 Cor 5, 14-20.
[2] S. Josemaría, Forja, n. 841.
[3] Jn 14, 22.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[5] Jn 17, 20-26
[6] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 18.