«El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor»[1]. El Señor vuelve por primera vez a Nazaret durante su vida pública, y se levanta para leer en la sinagoga. Le entregan el libro de Isaías, y proclama este pasaje, que se refiere a Él mismo. Después se sienta y, ante el asombro de todos, apostilla: «hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír»[2].
Si una palabra tuviera que resumir lo que suponía un jubileo para el Pueblo de Israel, podría ser “libertad”.
Ahí tienen, ante sus ojos, a Aquél que viene de Dios, y es Dios mismo, que viene a quitar el pecado del mundo[3]. Pero los paisanos del Señor no están aún preparados para acogerle, y adoptan una actitud hostil: le echan de la ciudad y le intentan despeñar, como si se tratara de un falso profeta. Entonces Jesús, relata el Evangelio en un giro misterioso, «pasando por medio de ellos, se marchó»[4]. Jesús sigue su camino porque nada puede detener el corazón de Dios.
La libertad que solo Dios puede dar
Al convocar un jubileo, la Iglesia se sabe portadora de ese empuje irrefrenable del Señor: la salvación es hoy. «Utinam hodie vocem eius audiatis: nolite obdurare corda vestra, ¡Ojalá escuchéis hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón»[5]. En el Antiguo Testamento, una prefiguración de la salvación de Dios es precisamente el año jubilar, que tenía lugar cada 50 años. Al cumplirse «siete semanas de años»[6] -siete veces siete años- se iniciaba un año en el que los esclavos eran liberados, y cada uno volvía a su propiedad y a su familia[7], porque los hombres no pertenecen a nadie, sino a Dios[8]. Si una palabra tuviera que resumir lo que suponía un jubileo para el Pueblo de Israel, podría ser “libertad”[9].
Libertad: ¿no está hoy más que nunca esta palabra en boca de todos? Y, sin embargo, muchas veces olvidamos que la libertad, en su sentido más profundo, proviene de Dios. Con su pasión salvadora y su resurrección, Él nos libera de la peor esclavitud: el pecado. «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz»[10].
La fuente de la verdadera libertad está en la misericordia de Dios. Para una lógica meramente mundana, esta afirmación parecería una ingenuidad: se admitiría quizá que un poco de misericordia podría venir bien para dulcificar las relaciones, pero solo después de haber resuelto muchas otras cosas más urgentes. Poner, en cambio, la misericordia en primer lugar, «humanamente hablando es de locos, pero “lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1, 25)»[11]. El mundo la necesita para salir de tantas espirales de resentimiento, de envidia, de frustración; la necesitan las familias, la sociedad.
«Lo débil de Dios»: con el sí del Señor a hacerse hombre, a ser cosido en la Cruz, y a ser recibido en las entrañas de la tierra, surge en el mundo un nuevo germen de libertad que ya no muere más. La resurrección gloriosa de Cristo prolonga a través de los siglos el «año de gracia del Señor»[12]. Pero con el trigo crece, hasta el fin del mundo, la cizaña[13]: junto a los signos de la auténtica liberación, se perciben constantemente en la historia los de la esclavitud. Satanás intenta cribarnos como el trigo, pero el Señor ha rogado por Pedro, para que su fe no desfallezca. Y él nos confirma en nuestra fe[14]. A un mundo que suspira por la libertad sin lograr encontrarla, la Iglesia le ofrece incansablemente la misericordia del Señor, que trae consigo «la libertad de los hijos de Dios»[15].
Recogiendo todo un itinerario espiritual de la Iglesia
«En medio de las luces y sombras que aparecen en el caminar de los cristianos, nunca han faltado las intervenciones de la indulgencia divina: por medio del Espíritu Santo que habita en la Iglesia, y con la presencia real de Cristo en la Eucaristía, además de la intercesión siempre actual de la Santísima Virgen, se nos revelan los torrentes de misericordia que se vierten constantemente sobre el mundo»[16]. En 2002, san Juan Pablo II -que había dedicado su segunda encíclica, Dives in misericordia, al amor de Dios Padre por los hombres- proclamó el segundo domingo de Pascua como domingo de la divina misericordia, siguiendo una sugerencia de santa María Faustina Kowalska, canonizada por él mismo. «Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz»[17].
La decisión del Papa de convocar un Jubileo de la Misericordia recoge todo un itinerario espiritual de la Iglesia, un impulso del Espíritu Santo para el tiempo presente.
Benedicto XVI se hizo eco muchas veces de esta urgencia de su predecesor. «Como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo a su vez apóstol de la Misericordia divina. La tarde del inolvidable sábado 2 de abril de 2005, cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la víspera del segundo domingo de Pascua, y muchos notaron la singular coincidencia, que unía en sí la dimensión mariana -era el primer sábado del mes- y la de la Misericordia divina. En efecto, su largo y multiforme pontificado tiene aquí su núcleo central; toda su misión al servicio de la verdad sobre Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se resume en este anuncio»[18]. También en la Prelatura se ha dado esa providencial coincidencia: de la mano de la Virgen, Mater misericordiae, discurren juntos el final del Año Mariano de la familia y el inicio del Jubileo de la misericordia.
«El rostro de Dios -decía el Papa Francisco en su primer ángelus- es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia»[19]. La decisión con que el Santo Padre habla de la misericordia remite también a su propia vocación. Resulta más elocuente ahora su lema episcopal, «miserando atque eligendo», que mantuvo al ser elegido para la sede de Pedro; son palabras que aluden a la vocación de Mateo: Jesús le miró con mucha misericordia y lo eligió para Él.
«Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia»[20]. La decisión del Papa de convocar un Jubileo de la Misericordia recoge, en fin, todo un itinerario espiritual de la Iglesia, un impulso del Espíritu Santo para el tiempo presente. Al día siguiente de abrir la Puerta Santa en San Pedro, el Papa lo explicaba así: «La Iglesia necesita este momento extraordinario. En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar, haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, para que contemplando la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del pecado, lleguemos a ser testigos más convencidos y eficaces»[21].
La puerta de la misericordia
La Puerta Santa nos recuerda, de un modo más vivo, de dónde viene la salvación: del redil de Dios, del espacio de Dios, al que Él nos invita a entrar.
«Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia»[22]. En el rito de apertura de la Puerta Santa en la basílica de san Pedro se cantó el salmo 117 (118), que se abre y se cierra con este mismo verso. Y con el motivo de la misericordia confluye el de la puerta: «abridme las puertas de la justicia: entraré y daré gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los justos entrarán por ella»[23].
Desde un punto de vista pragmático, una puerta es a fin de cuentas un simple lugar de paso, que une y distingue dos ambientes. La puerta no parece tener, en sí misma, más importancia. Importantes, son, en todo caso, los ambientes; pero no la puerta. Y sin embargo, el Año santo nos invita a detenernos en este motivo, a verlo como un símbolo de nuestra vida, de nuestra peregrinación en la tierra; a considerar lo que supone atravesar este umbral de esperanza, en expresión querida de san Juan Pablo II.
En la Escritura, la puerta tiene un gran valor simbólico: desde la entrada de la tienda de Abraham, en la que está sentado el Patriarca cuando recibe la visita de Yahveh[24], pasando por la puerta de la tienda del Encuentro, donde Moisés hablaba cara a cara con Dios[25], hasta las puertas de la ciudad en la gran visión de Ezequiel[26]. Todas estas referencias convergen en el momento del evangelio de Juan en que el Señor se presenta, Él mismo, como «la puerta de las ovejas»[27].
La Puerta Santa nos recuerda, de un modo más vivo, de dónde viene la salvación: del redil de Dios, del espacio de Dios, al que Él nos invita a entrar. «Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios Nuestro Señor: y eso es oración. O como se echa el perrillo, a los pies de su amo»[28]. La salvación no viene de lo que nosotros podemos hacer, sino de lo que hace Dios por nosotros. «Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre»[29].
Sucede que a veces los hombres pensamos que en realidad no hay puerta que abrir para nuestros problemas, incluso aquellos de carácter más menudo. Sencillamente aspiramos a sobrevivir mal que bien a nuestros miedos y nuestras dificultades. Preferimos quizá no ponerles nombre, preferimos no pensar demasiado en ellos... Porque, aunque estemos mal, no creemos que Dios pueda poner remedio a esas cosas. Con las obras, más que con las palabras, le decimos muchas veces: «no voy a vivir siempre. Déjame, que mis días son como un soplo»[30]. Y, sin embargo, Dios «se hace el encontradizo con los que no le buscan»[31] y nos invita a abrir una puerta de esperanza. El Jubileo es «un Año Santo para sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido encontrados por Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos»[32].
Lo que a Dios más le gusta
Estamos, pues, ante un momento especial para experimentar la fuerza liberadora de la misericordia divina, que perdona nuestros pecados y nos abre a los demás hombres: «Este Jubileo, en definitiva, es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a elegir únicamente “lo que a Dios más le gusta”. Y, ¿qué es lo que “a Dios más le gusta”? Perdonar a sus hijos, tener misericordia con ellos, a fin de que ellos puedan a su vez perdonar a los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo. Esto es lo que a Dios más le gusta»[33].
El Jubileo es «un Año Santo para sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido encontrados por Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos» (Papa Francisco).
La reconciliación con Dios -que recibimos en la Confesión, sacramento que está puesto en el centro del Año jubilar[34]- abre una puerta para dejar entrar en nuestra vida a quienes nos rodean. Porque la misericordia de Dios no es simple manto que tapa nuestras miserias, sin que en realidad nada cambie en nuestra vida. Al contrario, su misericordia nos transforma radicalmente, nos hace hombres y mujeres misericordiosos como el Padre[35]: lo somos cuando perdonamos a quien nos había ofendido, realizamos quizá con esfuerzo alguna obra de caridad, damos a conocer el mensaje salvador del Evangelio a quien vive lejos del Señor. Acercarse a la misericordia de Dios implica necesariamente convertirse en instrumentos de su compasión hacia quienes nos rodean: «El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda»[36].
Carlos Ayxelà
[1] Is 61, 1-2 (cfr. Lc 4, 16).
[2] Lc 4, 21.
[3] Cfr. Jn 1, 29.
[4] Lc 4, 30.
[5] Sal 95, 7-8.
[6] Lv 25, 8.
[7] Cfr. Lv 25, 10.39ss.
[8] Cfr. Lv 25, 55.
[9] Cfr. Lv 25, 10.
[10] Lc 1, 78-79.
[11] Francisco, Audiencia, 9-XII-2015.
[12] Lc 4, 16.
[13] Cfr. Mt 13, 24-30.
[14] Cfr. Lc 22, 31.
[15] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 297. Cfr. Ga 5, 1.
[16] Javier Echevarría, Carta pastoral, 4-XI-2015, n. 4.
[17] San Juan Pablo II, Homilía, 17-VIII-2002.
[18] Benedicto XVI, Angelus, 30-III-2008.
[19] Francisco, Angelus, 17-III-2013.
[20] Francisco, Bula Misericordiæ Vultus, n. 25.
[21] Francisco, Audiencia, 9-XII-15.
[22] Sal 117 (118), 1.29.
[23] Sal 117 (118), 19-20.
[24] Cfr. Gn 18, 1.
[25] Cfr. Nm 12, 5.
[26] Cfr. Ez 48, 31.
[27] Jn 10, 7
[28] San Josemaría, Forja, 73
[29] San Juan Pablo II, Homilía, 17-VIII-2002.
[30] Jb 7, 16.
[31] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 39.
[32] Francisco, Homilía, 11-IV-2005.
[33] Francisco, Audiencia, 9-XII-2015.
[34] Cfr. Francisco, Bula Misericordiæ Vultus, n. 17.
[35] Cfr. Lc, 6, 36.
[36] San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 1.