Jesús habla para todos. Los pescadores escuchan con gusto hablar de una red barredera (Mt 13,47-52), los agricultores se entretienen discerniendo cuáles son los criterios para que una semilla dé un fruto duradero (Mt 13,2-9) y cualquier ama de casa sintoniza con la historia de la mujer que pierde una moneda en casa, porque conoce ese agobio (Lc 15,8-10). Con las imágenes más cotidianas, Cristo sabe iluminar las verdades más trascendentes. Sin embargo, hay también parábolas que nos pueden dejar perplejos; aunque están formuladas en un lenguaje sencillo, nos sitúan ante paradojas que nos obligan a reflexionar. «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos» (Is 55,8), parece querer decirnos a veces Jesús.
Quizás una de las historias del maestro que más perplejidad despierta es la del dueño de una propiedad que sale temprano a contratar jornaleros para que trabajen en su viña (Mt 20,1-16). La narración comienza como cabría esperar: el dueño acuerda con los obreros el salario para la jornada, un denario, y los envía a trabajar. Al principio parece que estemos simplemente ante una consideración sobre el aprovechamiento del tiempo y la rendición de frutos. Avanza la parábola, sin embargo, y el propietario decide contratar a nuevos obreros en horarios más tardíos, por lo que trabajarán una cantidad inferior de horas. A ellos, en lugar de asegurarles un salario determinado, les promete que les pagará «lo que sea justo» (Mt 20,4).
«Lo que sea justo». Con esta expresión se generan necesariamente expectativas en los oyentes y en los lectores. Uno supone que quienes empezaron a trabajar más tarde recibirán menos dinero que quienes se esforzaron desde el amanecer. Por eso, cuando los de la última hora reciben la paga de un denario, pensamos que los más madrugadores obtendrán una recompensa mayor por su trabajo. Sin embargo, el propietario desconcierta a todos: en primer lugar, a los que trabajaron pocas horas, porque reciben la misma paga que los demás obreros; pero también a los de la primera hora, porque se esperarían un suplemento análogo sobre el sueldo acordado. Los más sorprendidos, con todo, quizá somos nosotros mismos, ante una concepción tan poco convencional de la justicia. «¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero?», pregunta el amo de la viña (Mt 20,15). Quizás tampoco nosotros sepamos cómo interpretar estas palabras.
Es justo y necesario
A Jesús no le interesa ocuparse de cuestiones económicas o políticas: con esta parábola no pretende, por ejemplo, discernir las características de un concepto tan complejo como el de sueldo justo. El Señor quiere, ante todo, elevar nuestra mirada hacia la actitud misericordiosa de Dios, que acoge a todos, aunque acudan o se encuentren con él a última hora, como el buen ladrón (cfr. Lc 23,43). Sin embargo, junto a este sentido fundamental, la parábola del Maestro nos proporciona un marco narrativo para hacernos reflexionar sobre los distintos ámbitos de la virtud de la justicia en nuestra vida.
Si, como se afirma de modo clásico, la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, estamos ante una disposición interior que resalta nuestra dimensión relacional. Conviene entonces preguntarse, en primer lugar, qué le debemos a Dios o cómo será una relación justa con quien es la Fuente de todos los bienes, empezando por el de nuestra misma existencia.
La plegaria eucarística de la santa Misa nos proporciona un buen punto de partida. Así reza el breve diálogo entre sacerdote y fieles con el que comienza siempre el prefacio: «—Demos gracias, al Señor nuestro Dios. —Es justo y necesario»[1]. En un principio, la gratitud y la justicia parecen contraponerse: un regalo se caracteriza precisamente por ser un don inmerecido. El agradecimiento es el reconocimiento de que una persona ha ido más allá de lo estrictamente debido. Sin embargo, ante Dios cambian radicalmente las coordenadas, porque él es el origen de todo lo que somos y poseemos. Como dice san Pablo, «¿tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). Nuestra vida en cuanto tal es puro don inmerecido; de ahí que, respecto a Dios, el agradecimiento sea un deber profundo. Nunca podremos devolverle lo que hace por nosotros, y no hay en esto nada de injusto. Pero sí hay algo profundamente debido, profundamente justo: agradecérselo todo.
Descubrir que nuestra relación con Dios está condicionada por su donación gratuita y tierna nos lleva a disfrutar de la vida como sus hijos y nos libera de una concepción de la fe exageradamente centrada en la letra de los mandamientos. En vez de agobiarnos ante lo que puede presentarse como una lista infinita de propósitos o preceptos a través de los cuales, de algún modo, pagaríamos el precio de nuestra redención, podemos visualizar nuestra correspondencia al amor de Dios como una disposición a regalarle todos los instantes de nuestra vida, convencidos de que nunca conseguiremos agradecerle suficientemente todo lo que nos da. Así, por ejemplo, la fidelidad a un plan de vida espiritual puede percibirse, más que como un peso de conciencia ante unos compromisos adquiridos, como la manifestación más directa de nuestra gratitud al amor que Dios vuelca sobre cada uno. «Vosotros, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios —porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido?—, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura»[2].
Su justicia es más grande que la nuestra
Por otra parte, una actitud de profundo agradecimiento a Dios nos libera de un deseo excesivo de juzgar su manera de actuar. A veces, ante acontecimientos personales o sociales, cuando nos vemos enfrentados de pronto con una situación que no esperábamos, puede suceder que nos hagamos preguntas de este estilo: «¿Cómo puede Dios permitir algo así?». Quizá creemos que otras personas son más bendecidas que nosotros o que Dios parece no oír lo que le pedimos en nuestras oraciones, y pensamos: «Qué injusto». Nos comportamos entonces como aquellos jornaleros que trabajaron todo el día y que no encajaron la generosidad desmesurada del propietario hacia quienes había contratado al caer la tarde. En vez de alegrarse porque esos obreros iban a tener algo de dinero para comer, se entristecieron por la decepción de sus expectativas de recibir una gracia mayor.
Por lo demás, no tiene sentido echar la culpa de los males al Señor. Muchos de ellos son resultado de la libertad humana, de las acciones y omisiones propias y ajenas. Junto a eso, es necesario convencernos en nuestra oración de que Dios es el Señor de nuestra vida y de la historia; también de que, aunque en realidad no nos debe nada, puesto que él es Amor, siempre está buscando lo mejor para cada uno, a veces transformando el mal en bien de modos sorprendentes. San Juan Pablo II decía que «en un cierto modo la justicia es más grande que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida terrena, más grande que las posibilidades de establecer en esta vida relaciones plenamente justas entre todos»[3].
La oración de quienes se saben hijos de Dios está marcada por la confianza en quien nos ama infinitamente y siempre quiere lo mejor para nosotros. Así reza Jesús en el huerto de los olivos: «que pase de mí este cáliz…, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Ante las situaciones que no acabamos de entender y que quizá nos causan sufrimiento, al tiempo que tratamos de buscar soluciones, podemos decirle al Señor: «que se haga tu justicia y no la mía. Sé que estoy en buenas manos y que al final todo será para bien».
La justicia es un deseo y un misterio. Un deseo profundamente enraizado en nosotros, pero también un misterio que nos supera, en el sentido de que corresponde solo a Dios la última palabra acerca de lo que es justo y de los modos concretos de restablecer la justicia. Por eso tampoco sería una actitud cristiana desear el castigo de nuestros enemigos, como si nos correspondiera a nosotros determinarlo, o referirse demasiado fácilmente a la justicia divina para amonestar a las personas que actúan de forma inmoral o basan sus vidas en valores muy distintos a los nuestros.
Sí, por supuesto que la fe en la justicia divina nos debería dar consuelo cuando sufrimos una injusticia o cuando nos entristecemos por una evolución negativa del mundo. «Existe una justicia. Existe la “revocación” del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho»[4]. Como el propietario de la parábola, Dios cumple su promesa y recompensa a quien ha trabajado bien. Pero la revelación que Dios ha hecho de sí mismo nos lleva a confiar, al mismo tiempo, en que su misericordia le lleva a dar siempre nuevas oportunidades de conversión a quien hace el mal. «No es una estricta justicia sin más, basada en cálculos teóricos, la que llevó al Hijo de Dios a pedir perdón a su Padre en nuestro nombre, sino un amor gratuito, que solo tiene en cuenta lo que puede hacer por los demás»[5]. De ahí que el dueño de la viña no se quede de brazos cruzados tras contratar a los obreros madrugadores, sino que incluso en la hora undécima quiera dar trabajo a quienes están a punto de perder una jornada completa. En definitiva, como escribe san Josemaría, «Dios no se deja ganar en generosidad»[6].
Los demás son libres
Cuando se reflexiona sobre la justicia como virtud que debería modelar nuestras relaciones con los demás, muchas veces se afirma que se trata tan solo de un requisito mínimo para la convivencia: respetar al otro en su alteridad[7]. La justicia podría interpretarse entonces como una actitud fría, que resalta más las diferencias entre las personas que lo que tienen en común. Mientras la caridad busca la unidad, la justicia subrayaría la separación. Sin embargo, si observamos con atención, la relación entre caridad y justicia es más sutil.
El hecho de que a cada uno se le otorgue lo que le corresponde, como exige la justicia, guarda una relación intrínseca con la debida repartición de los bienes, con el cumplimiento de los contratos y de la palabra, y con el respeto que debemos a cada persona. Podría decirse, pues, que la justicia nos ayuda verdaderamente a llevar una vida social pacífica, con reglas del juego claras y sin molestarnos los unos a los otros.
Basta esta consideración para darse cuenta de que no es poco y ni siquiera tan trivial reconocer la alteridad de los demás y el derecho que tienen a ser como ellos quieren. Así nos lo hace considerar san Josemaría: «Estamos obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que Jesucristo es el que nos ha adquirido esa libertad; si no actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra?»[8]. Precisamente esto es lo que reprocha el amo de la viña a los obreros madrugadores, que se sienten estafados: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?» (Mt 20,13-15).
A veces podemos sentir la tentación de descalificar de antemano las opiniones de alguien que tiene una forma distinta de comprender el mundo o se guía por otros valores. Acentuamos entonces excesivamente la dimensión unitiva de la caridad, creyendo que cualquier diferencia debería ser superada para dar cabida al verdadero amor, y confundimos la justicia con la mera igualdad. Sin embargo, «la justicia es la primera vía de la caridad, (…) parte integrante de ese amor»[9]. Esta virtud nos recuerda, en primer lugar, que todos tenemos derecho a ser como queramos, a manifestar esa forma de ser hacia afuera y a gozar de nuestros propios bienes. Como escribe el Papa Francisco, «ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales»[10].
San Josemaría hablaba con frecuencia del numerador diversísimo del que gozaban las personas que le seguían: los distintos caracteres, las libres opiniones y opciones personales de cada una, de cada uno, en materias políticas, culturales, científicas, artísticas, profesionales, etc. Lo distinguía de un denominador común, muy pequeño en comparación, que eran las cuestiones fundamentales de la fe y del carisma que compartían. Nos hace mucho bien valorar, respetar y amar las diferencias legítimas con las personas que conviven con nosotros; «quien ama la libertad logra ver lo que tiene de positivo y amable lo que otros piensan y hacen en esos amplios ámbitos»[11].
Pensar de otro modo supondría caer en la sutil tentación de querer ayudar a los demás desde nuestros parámetros, sin discernir lo que en realidad necesitan y, sobre todo, lo que les debemos. Sería injusto, por ejemplo, pagar a un dependiente un sueldo menor del que corresponde al trabajo que ha realizado, simplemente porque se piensa que es mejor regalarle un premio que compense la diferencia. En ese sentido, el dueño de la viña no peca contra la justicia al pagar lo mismo a todos; quizás se puede pensar que tiene un criterio peculiar de la retribución, pero en ningún momento falta a su palabra: los que acordaron un denario, recibieron exactamente lo estipulado; y los demás recibieron lo que al amo le pareció justo. Así es Dios: justo cumplidor de sus promesas, pero también Padre generoso, a quien «basta una sonrisa, una palabra, un gesto, un poco de amor para derramar copiosamente su gracia sobre el alma del amigo»[12].
[1] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 167.
[3] San Juan Pablo II, Audiencia, 8-XI-1978.
[4] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 43.
[5] F. Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 8.
[6] San Josemaría, Forja, n. 623.
[7] Acerca de la alteridad como dimensión fundamental de la justicia cfr. J. Pieper, Las Virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1990, pp. 100ss.
[8] Amigos de Dios, n. 171.
[9] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 6.
[10] Francisco, Fratelli tutti, n. 171.
[11] F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 13.
[12] San Josemaría, Via Crucis, 5ª estación.