El 30 de mayo de 1971, San Josemaría quiso consagrar el Opus Dei al Espíritu Santo, pensando en la particular necesidad que tenía la Iglesia de la santidad de todos sus miembros.
Él mismo compuso la oración, que después se ha renovado cada año en todos los centros del Opus Dei en la solemnidad de Pentecostés.
En épocas anteriores, ante situaciones que le llevaron a recurrir a Dios de modo especial, había realizado la consagración del Opus Dei al Dulcísimo Corazón de María, al Corazón de Jesús y a la Sagrada Familia.
Andrés Vázquez de Prada lo relata así en la biografía de san Josemaría:
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A las locuciones de 1970, que tanto le ayudaron en su perseverante oración por la Iglesia, siguió pronto un “descubrimiento”: la acción, la efusión del Espíritu Santo en la Misa. Con ello se ensanchó la visión apostólica del Padre para contemplar cómo, por bondad divina, se había dado el florecer del Opus Dei en almas de toda raza, lengua y nación.
No era amigo de proponer devociones particulares, pero sintió la necesidad de que toda la familia del Opus Dei hiciese juntamente una Consagración. Ofrecería la Obra al Espíritu Santo para que siempre fuese instrumento fiel al servicio de la Iglesia.
El día de Pentecostés, 30 de mayo de 1971, a las doce y media de la mañana, hizo la Consagración al Espíritu Santo en el oratorio del Consejo General. Detrás del altar, una gran vidriera iluminada reproducía la escena de la Pentecostés. Durante la ceremonia leyó don Álvaro el texto de la Consagración. Se imploraban los dones del Espíritu Santo, para que los derramase entre sus fieles, uno a uno: el don de entendimiento; el don de sabiduría; el don de ciencia; y el de consejo; y el de temor; y el de fortaleza, «que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha y fielmente perseverantes en la Obra de Dios». Y, finalmente, el don de piedad, «que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres».
No faltaba la petición por el Pueblo de Dios y sus pastores, cuya situación era causa de tantas lágrimas:
«Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, y en particular al Romano Pontífice para que nos guíe con su palabra y con su ejemplo, y para que alcance la vida eterna junto con el rebaño que le ha sido confiado; que nunca falten los buenos pastores y que, sirviéndote todos los fieles con santidad de vida y entereza en la fe, lleguemos a la gloria del cielo».
Para la ceremonia de la Consagración, que se renovaría todos los años en los centros de la Obra, compuso el Padre un texto que pasó a don Álvaro, por si quería hacer alguna observación. Al texto original se añadió una referencia al Fundador, para subrayar la fidelidad que siempre deberían manifestarle sus hijos. El Padre hubiera preferido pasar inadvertido; y esa razón de humildad fue la que le llevó a pedir a don Álvaro leer el texto, que en ese pasaje dice actualmente: «Conserva siempre en tu Obra los dones espirituales que le has otorgado, para que, según tu voluntad amabilísima, indisolublemente unidos a nuestro Padre, al Padre y a todos nuestros hermanos, cor unum et anima una, seamos santos y fermento eficaz de santidad entre todos los hombres. Haz que seamos siempre fieles al espíritu que has confiado a nuestro Fundador, y que sepamos conservarlo y transmitirlo en toda su divina integridad» (PR vol. XVII, Documenta Vol. II, Opus Dei (Consagraciones), p. 17).
Aquellas lágrimas de dolor de amor trajeron consigo una lluvia de gracias. El clama, ne cesses! despertó en el alma del Padre un nuevo espíritu de vigilia, que le mantenía atento, siempre pendiente de Dios. Cada locución divina era un paso adelante, un peldaño en la escalada, un juego silencioso entre Dios y el alma. Las palabras estampadas en su espíritu, a fuego, indelebles, abrían cauces insospechados de amor.
Bajo el impulso del Espíritu Santo, buscó refugio en el Corazón Sacratísimo de Jesús, tabernáculo de la misericordia divina. Cuando a primeros de septiembre de 1971 regresó de Caglio, aconsejó a sus hijos recitar con frecuencia una jaculatoria: Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!
Así, por parcelas, fragmentariamente, el Padre iba descubriendo a sus hijos algo de la acción del Espíritu Santo en su alma. De ello tomaban éstos nota puntual, después de las meditaciones o de las tertulias en que salía a relucir alguna nueva incidencia espiritual. En octubre de 1971, por ejemplo, les hablaba del acto de abandono que había compuesto:
Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.
Y, a continuación, pensativamente les comentaba: Para llegar a este acto de abandono, hay que dejarse el pellejo.
Las locuciones divinas impulsaban al Padre al desasimiento. A poco del clama, ne cesses! decía con sencillez a sus hijos:yo estoy siempre pendiente de Dios; estoy más fuera de la tierra que en la tierra. Estas locuciones reconducían su vida interior, metiéndola por cauces nuevos de Amor, hacia los sentimientos misericordiosos del Corazón de Jesús. Pero el Padre se lamentaba, no obstante, de que su correspondencia a la gracia fuese insatisfactoria:En cualquier profesión —exclamaba con desconsuelo—, después de tantos años, sería ya un maestro. En el amor de Dios soy siempre un aprendiz.
Eran las locuciones breves toques de la gracia, que avivaban su alma y le sostenían en la lucha constante contra el desconsuelo. Eran escuetas pinceladas del artista divino, que provocaban respuestas heroicas en el Fundador. Por entonces poseía ya el Padre más que suficiente experiencia para apreciar ese “algo” inconfundible que tienen las palabras de Dios. En su caso particular, describía la nota característica y distintiva de las locuciones diciendo que ese “algo” era breve, concreto, sin oír por el oído... y sin buscarlo.
Del libro: El Fundador del Opus Dei, (III): Los caminos divinos de la tierra, Andrés Vázquez de Prada