Como en una película: En mitad de la noche

Los pastores de Belén que cuidaban de sus rebaños y dormían al raso fueron los primeros en recibir el anuncio del ángel y en ver y adorar al Hijo de Dios en la tierra.

Cuenta san Lucas que el día en que nació Jesús «había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche» (Lc 2,8). Poco sabemos de estos personajes. Desconocemos sus nombres y tampoco estamos seguros de cuántos eran, aunque no debían de ser muchos. Belén no era un pueblo muy grande y no parece que la comarca custodiara grandes rebaños de ovejas. Hoy en día un solo pastor es capaz de tener a su cuidado más de cien ovejas, por lo que podemos imaginarnos que se trataba de un grupo más bien pequeño.

Al llegar el cansancio

Cuando nació Jesús la gente estaba retirada en sus casas, cenando o descansando. Los pastores, en cambio, vigilaban el rebaño por turnos. Por eso los encontró el ángel: porque estaban trabajando. Era un trabajo muy pobre y probablemente no muy bien considerado en la sociedad de su tiempo. Es más, quien trabaja por la noche muchas veces es porque no tiene más remedio. La experiencia de los pastores enseña que el Señor puede venir cuando se está más cansado, o cuando se hace un trabajo menos relevante, sin brillo alguno. Lo mismo ocurriría años después, cuando Jesús llamó a algunos de sus apóstoles después de haber fracasado en la pesca nocturna. Y es que para un hijo de Dios, la fatiga y la contradicción pueden ser compañeras de camino:

Al considerar la hermosura, la grandeza y la eficacia de la tarea apostólica, aseguras que llega a dolerte la cabeza, pensando en el camino que queda por recorrer –¡cuántas almas esperan!–; y te sientes felicísimo, ofreciéndote a Jesús por esclavo suyo. Tienes ansias de Cruz y de dolor y de Amor y de almas. Sin querer, en movimiento instintivo –que es Amor–, extiendes los brazos y abres las palmas, para que te cosa a su Cruz bendita: para ser su esclavo –"serviam!"–, que es reinar [1] .

Los pastores no tenían ni siquiera un lugar donde descansar, «dormían al raso» (Lc 2,8), dice san Lucas. Y quizás también por eso los encontró el ángel. No tuvo que dar muchas vueltas ni llamar a una puerta. Los pastores estaban ahí, disponibles, cuando todos los demás dormían, cuando muchos pensaban que aquella jornada había ya concluido.

Y, en cambio, había ocurrido el suceso más extraordinario de aquel día y de todos los tiempos: el nacimiento del Mesías. Porque Dios no se hace notar. Quiso manifestarse de noche, cuando solo unos pocos estaban aún despiertos. Dios hace las cosas así, le gusta pasar oculto, desapercibido. Llega de modo insospechado entre los que menos tienen y menos pueden. Y allí, en medio de esa nada, Dios despliega toda su grandeza.

En la mesa de la oficina

En efecto, en medio de la pobreza de los pastores, «de improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor» (Lc 2,9). Resulta increíble pensar que el ángel vino a buscar a unos pastores en Belén, en vez de ir a anunciar la Buena Nueva, por ejemplo, a los sacerdotes en el templo de Jerusalén. En el templo se hallaba la gloria del Señor y parecía lógico que el ángel hubiera ido allí. En cambio, en la campiña de Belén y en medio de la noche, «la gloria del Señor los rodeó de luz» (Lc 2,9). ¡Qué maravilla debió de ser aquello! Los pastores estarían realizando lo de todos los días: uno dormitaría, otro cenaba, aquel vigilaba... Y en medio de esos quehaceres tan normales se manifestó la gloria del Señor. Se entiende que sintieran «gran temor» (Lc 2,9). También María se había turbado ante el anuncio del ángel Gabriel. Es un temor por saberse indignos de compartir las cosas de Dios, pero que es bueno, porque lleva a agudizar el oído, a estar atentos, a ser delicados y sentir admiración ante lo que el Señor manifiesta.

El ángel, conociendo lo que estarían sintiendo los pastores, les dijo: «No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2,10-12). Al miedo inicial de los pastores, se sobrepone el anuncio de paz y alegría del ángel.

No deja de llamar la atención el hecho de que un pesebre sea el trono del Señor. Para los pastores era un instrumento de trabajo muy común. De algún modo, es como si a nosotros hoy el ángel nos dijera que el niño nos espera en la mesa de la oficina, en la cocina o en el coche. Por eso los pastores quedarían un poco extrañados. El mismo pesebre que ellos llenaban todos los días de alimento para las ovejas ahora serviría para mecer al Hijo de Dios. Puesto en un lugar que sirve para comer, nos adelanta que ha venido a entregarse como alimento por cada uno de nosotros:

–Dios se hace pequeño para ser nuestro alimento. Nutriéndonos de él, Pan de Vida, podemos renacer en el amor y romper la espiral de la avidez y la codicia. (…) Ante el pesebre, comprendemos que lo que alimenta la vida no son los bienes, sino el amor; no es la voracidad, sino la caridad; no es la abundancia ostentosa, sino la sencillez que se ha de preservar [2].

Conquistar a María

Después del anuncio, los pastores «fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre» (Lc 2,16). Es lógico que en este versículo el evangelista nombre primero a María, antes que a José... ¡y antes que al Niño! Cuando nace un niño la madre no quita los ojos de él y si queremos acariciarlo, le pedimos permiso a ella. Los pastores tenían que conquistar la simpatía de María para acercarse al Niño. Sí, habían traído lo que tenían a mano en ese momento: un poco de comida, algo de abrigo, una oveja… Pero, ¿qué era todo aquello cuando delante se encuentra el Rey de Reyes? Podía parecer insignificante, pero María, como buena madre, mira sobre todo el cariño con que han ofrecido estos regalos. Y los pastores, después de haberse ganado a la Madre de Dios, se acercarían al Niño y dirían algo parecido a lo que hemos oído tantas veces en labios de nuestro Padre:

–Miro a Dios reclinado en un lugar donde no viven más que las bestias, y exclamo: Jesús, ¿dónde está tu realeza? Hijo mío, ¿has visto la grandeza de Dios que se ha hecho Niño? Porque su Padre es Dios, y sus criados, las criaturas angélicas. Y está aquí, en un pesebre, en pañales... [3].

***

Los pastores no olvidarían nunca lo que vivieron en esa velada. Nada les hacía presagiar, cuando comenzaron una noche como otra cualquiera, las maravillas de las que iban a ser testigos. Un ángel se les había aparecido y juntos habían ido a adorar al Mesías recién nacido. Por eso, no nos extraña lo que se recoge al final del relato, después de haber estado con la Sagrada Familia: «Reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho» (Lc 2,20.18).

Esos hombres sencillos, acostumbrados solamente a lidiar con animales, se han convertido en anunciadores de la venida del Salvador. Ver al Niño ha obrado en ellos un pequeño gran cambio. Si antes trabajaban un poco cada uno por su cuenta, ya no. Ahora recorrerán la comarca de Belén, no solo pastoreando las ovejas, sino anunciando lo que han visto. Resulta difícil esta misión de los pastores, porque ellos no habían recibido una formación específica para proclamar la Palabra. Pero aquí se hace viva la potencia de Dios, «porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Cor 1,25). Los pastores no necesitaban de grandes dotes para hablar del Niño: bastaba transmitir el encuentro personal que habían tenido con Él.

Eusebio González / Photo: Dan Kiefer (Unsplash)


[1] Forja, n. 1027.

[2] Francisco, Homilía, 24-XII-2018.

[3] Meditación, 6-I-1956.