En muchas películas, el personaje elegido para afrontar una misión no parece el más indicado. De algún modo queda patente que el encargo asignado le viene demasiado grande, mientras otras personas se muestran sobradamente preparadas. Sin embargo, el responsable de confiar aquella tarea es capaz de ver en el protagonista una cualidad que le hace único y que pasa desapercibida para los demás, incluso para el propio interesado. Y conforme avanza la historia, el público irá descubriendo poco a poco cuál es ese talento y verá que, efectivamente, la elección fue acertada.
Algo similar hizo Dios a lo largo de la historia de la salvación. Para ser los primeros testigos del nacimiento de su Hijo, y comunicarlo a los demás, pensó en unos pastores desconocidos del pequeño pueblo de Belén. Probablemente ellos no se creerían a la altura de semejante tarea. Pero el Señor no se fijó en su posición ni en su prestigio social, sino en un don del que quizá todavía no eran conscientes.
Despreciados por la sociedad
El nacimiento de Jesús tuvo lugar en una noche como cualquier otra. La mayoría de la gente estaría retirada en sus casas, cenando o descansando. Como de costumbre, «había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche» (Lc 2,8). Poco sabemos de estos personajes. Desconocemos sus nombres y tampoco estamos seguros de cuántos eran, aunque no debían de ser muchos. Belén no era un pueblo muy grande y no parece que la comarca custodiara grandes rebaños. Si hoy en día un solo pastor es capaz de tener a su cuidado más de cien ovejas, podemos pensar que se trataba de un grupo más bien pequeño.
Algunos autores señalan que en aquella época los judíos solían distinguir entre tres categorías de rebaños[1]. Las ovejas que tenían una lana totalmente blanca normalmente pasaban el día al aire libre y, al caer la tarde, volvían a un redil que se situaba en el interior de los pueblos. Aquellas que tenían la lana de dos tonos diferentes no eran consideradas totalmente puras, por lo que el redil se encontraba en las afueras, junto a los muros exteriores. Por último, las ovejas que tenían el manto totalmente oscuro eran impuras y, por tanto, no podían pastar ni siquiera en el extrarradio de las localidades. Y sus pastores, como consecuencia, corrían la misma suerte.
Si esto fuera así, podemos suponer que fueron esos pastores, aquellos que se ocupaban de las ovejas rechazadas por la sociedad, los protagonistas inesperados a los que se les presentó de improviso un ángel (cfr. Lc 2,9). El Mesías había nacido precisamente para curar a los enfermos y rodearse de las ovejas negras del momento. Por eso quiso que le acompañaran en su nacimiento unos hombres y unos animales despreciados por los demás. «Dios no excluye a nadie, ni a pobres y ni a ricos. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que es preciso salvar, y le atraen especialmente aquellas almas a las que se considera perdidas y que así lo piensan ellas mismas. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle la posibilidad de rescatarse, de volver a comenzar, de convertirse»[2].
El camino que conduce a Dios
En cuanto los pastores vieron el ángel «se llenaron de un gran temor» (Lc 2,9). Se trata de una primera reacción que se entiende. También María se había turbado ante el anuncio del ángel Gabriel. Es un temor por saberse indignos de compartir las cosas de Dios. Si algo tenían en común la Virgen y los pastores era precisamente una sencillez que les llevaba a no darse importancia y a dejarse sorprender por los planes divinos. «Los pastores representan a los pobres de Israel, personas humildes que interiormente viven con la conciencia de la propia carencia, y precisamente por esto confían más que los otros en Dios. (...) Solo la humildad es el camino que nos conduce a Dios y, al mismo tiempo, precisamente porque nos conduce a él, nos lleva también a lo esencial de la vida, a su significado más verdadero, al motivo más fiable por el que la vida vale la pena ser vivida»[3].
Quizá habría tenido más sentido que el ángel hubiera anunciado esta noticia en el Templo de Jerusalén. Era allí donde se hallaba la gloria del Señor donde se encontraban los sacerdotes, personas que contaban con el prestigio del pueblo para transmitir el mensaje. Pero Dios quiso manifestarse de noche, cuando solo unos pocos estaban aún despiertos, y a unos hombres que no podían presumir de nada. Así hace él las cosas. Le gusta pasar oculto. Llega de modo insospechado entre los que menos tienen y menos pueden. Porque es allí, en medio de esa nada, donde Dios despliega toda su grandeza. «Nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya. (...) En la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma –la fe–, el amor con el que amamos –la caridad– y el deseo por el que nos sostenemos –la esperanza–, son dones gratuitos de Dios. Por eso, no crecer en humildad significa perder de vista el objetivo de la elección divina: ut essemus sancti, la santidad personal»[4].
El ángel, conociendo lo que estarían sintiendo los pastores, les dijo: «No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2,10-12). Al miedo inicial de los pastores, se sobrepone el anuncio de paz, alegría… y probablemente desconcierto. Quizá incluso se preguntarían si habían oído bien. ¿El Mesías naciendo en un pesebre?
Para los pastores, el pesebre era un instrumento de trabajo muy común. De algún modo, es como si a nosotros hoy el ángel nos dijera que el niño nos espera en la mesa de la oficina, en el taller o en el coche. Por eso los pastores quedarían un poco extrañados. El mismo pesebre que ellos llenaban todos los días de alimento para las ovejas ahora serviría para recostar al Hijo de Dios. Puesto en un lugar que sirve para comer, nos adelanta que ha venido a entregarse como alimento por cada uno de nosotros: «Dios se hace pequeño para ser nuestro alimento. Nutriéndonos de él, Pan de Vida, podemos renacer en el amor y romper la espiral de la avidez y la codicia. (…) Ante el pesebre, comprendemos que lo que alimenta la vida no son los bienes, sino el amor; no es la voracidad, sino la caridad; no es la abundancia ostentosa, sino la sencillez que se ha de preservar[5]».
Conquistar a María
Después del anuncio, los pastores «fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre» (Lc 2,16). Es lógico que en este versículo el evangelista nombre primero a María, antes que a José... ¡y antes que a Jesús! Cuando nace un niño la madre no quita los ojos de él. Si queremos acariciarlo, le pedimos permiso a ella. Los pastores tenían que conquistar la simpatía de María para acercarse al niño. Sí, habían traído lo que tenían a mano en ese momento: un poco de comida, algo de abrigo, una oveja… Pero, ¿qué era todo aquello cuando delante se encuentra el Rey de Reyes? Podía parecer insignificante, pero María, como buena madre, mira sobre todo el cariño con que han ofrecido estos regalos. Y los pastores, después de haberse ganado a la Madre de Dios, se acercarían al niño y dirían algo parecido a lo que repetía san Josemaría: «Miro a Dios reclinado en un lugar donde no viven más que las bestias, y exclamo: Jesús, ¿dónde está tu realeza? Hijo mío, ¿has visto la grandeza de Dios que se ha hecho Niño? Porque su Padre es Dios, y sus criados, las criaturas angélicas. Y está aquí, en un pesebre, en pañales...» [6].
Los pastores no olvidarían nunca lo que vivieron en esa velada. Nada les hacía presagiar, cuando comenzaron una noche más de trabajo, las maravillas de las que iban a ser testigos. Un ángel se les había aparecido y juntos habían ido a adorar al Mesías recién nacido. Por eso, no extraña lo que se recoge al final del relato, después de haber estado con la Sagrada Familia: «Reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho» (Lc 2,17-18).
Esos hombres sencillos, acostumbrados solamente a lidiar con los animales más despreciados, se han convertido en anunciadores de la venida del Salvador. Ver al niño ha obrado en ellos un cambio que, a primera vista, parecía imposible. Ellos no habían recibido una formación específica para proclamar la Palabra, y probablemente sus conocimientos de las Escrituras fueran bastante limitados. Pero es precisamente en la sencillez de los pastores donde se hizo viva la potencia del Señor, «porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Cor 1,25). Los pastores no necesitaban de grandes dotes para hablar del niño: bastaba transmitir el encuentro personal que habían tenido con él.
[1] Cfr. Michele Loconsole, Quando è nato Gesù?, Ediciones San Pablo, 2011.
[2] Benedicto XVI, Ángelus, 31-X-2010.
[3] Francisco, Audiencia, 22-XII-2021.
[4] Es Cristo que pasa, n. 3.
[5] Francisco, Homilía 24-XII-2018.
[6] San Josemaría, Meditación, 6-I-1956.