Combate, cercanía, misión (7). «Doy mi vida para tomarla de nuevo»: el sentido cristiano del sacrificio (I)

Si un cristiano está dispuesto a ayunar, a sacrificarse por los demás, si puede llevar el sufrimiento con alegría, es porque no quiere dejar solo al Señor con el peso del mal y del sufrimiento del mundo.

«Estos hombres perturban nuestra ciudad (…). Predican costumbres que a nosotros los romanos no nos es lícito aceptar ni practicar» (Hch 16,20). La catequesis de Pablo y Silas se ha visto interrumpida por un rumor creciente que acabará en alboroto y en flagelación pública, seguidos de cárcel preventiva. Es solo uno entre muchos episodios de los Hechos de los Apóstoles que muestran las hostilidades generadas desde el principio por la predicación del Evangelio. Los apóstoles y los primeros cristianos fueron repetidamente encarcelados, humillados y agredidos. Pero lo que más llama la atención es la serenidad con la que reaccionaban. 

En esta escena, los cuerpos azotados de Pablo y Silas, encerrados en un calabozo, aún están entumecidos y sus mentes siguen aturdidas por la humillación pública cuando «a eso de la medianoche (…) se pusieron a orar y a entonar alabanzas a Dios, mientras los presos los escuchaban» (Hch 16,25). La respuesta es similar a la de los apóstoles en Jerusalén, tras una flagelación totalmente arbitraria: «ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre» (Hch 5,41).

La historia del cristianismo está llena de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, que viven el sufrimiento con una alegría espiritual humanamente desconcertante. Es una actitud que puede resultar asombrosa en cualquier época, pero especialmente en sociedades que no hayan conocido el cristianismo, o que lo hayan perdido de vista.

Hoy se reproduce a veces el estupor que reflejaba la carta a Diogneto en el siglo II: «dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble». Si había muchos aspectos de la vida de los primeros cristianos que chocaban con su entorno, uno de ellos era sin duda su relación con el placer y con el dolor, su reacción ante el sufrimiento y su disposición al sacrificio: «Se les da muerte, y con ello reciben la vida. (…) Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida»[1]. Que esta gente encontrara vida en el dolor desbordaba todas sus categorías. Como la cruz de Cristo, este modo de ver y de vivir les parecía una locura: «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1,23-24)».

Desafío y oportunidad

Quizá hoy aún más que en las grandes ciudades del Imperio romano, el aire que se respira en muchos lugares del mundo está impregnado de hedonismo: el bien se tiende a identificar con lo que produce placer y el mal con el dolor. También hay quien adopta una actitud estoica, con vistas a tener un mayor dominio de sí y a volverse más resiliente ante las contrariedades; pero, a fin de cuentas, el planteamiento de fondo sigue girando en torno al placer y al dolor, y apenas se ve más allá de esta demarcación del territorio. Esto se debe a toda una serie de factores: en una gran parte del mundo, las posibilidades de llevar una vida cómoda se han multiplicado, las fuentes de placer y de entretenimiento han pasado a estar más a la mano que nunca, y se ha llegado a aliviar el dolor con una eficacia inédita en la historia. Sin duda hay ahí progresos que tienen mucho de positivo; aunque, como sucede con todo cambio en la experiencia del mundo, inciden en el modo de vivir la vida cristiana. En estas coordenadas, la disposición a sufrir por Cristo o la convicción de que la alegría tiene sus «raíces en forma de Cruz»[2] pueden resultar chocantes o, por lo menos, difíciles de comprender. Todo lo cual supone, a la vez, un desafío y una oportunidad.

El desafío tiene que ver con el hecho de que quien quiere vivir cerca de Dios en medio del mundo se encuentra expuesto a los mismos mensajes que sus iguales. La corriente podría acabar empujándole, por ejemplo, a suavizar el mensaje de Jesús o a reinterpretarlo hacia una versión más light. En el fondo, es la tentación de un cristianismo bondadoso, sin cruz. Y, sin embargo, ahí están las palabras del Señor: «si alguno quiere venir detrás de mí, que tome su cruz y que me siga; porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35); «si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,24). Un cristianismo sin cruz, en efecto, «es mundano y se vuelve estéril»[3]. Para vivir en Cristo y, a su vez, transmitir esta vida a los demás, el camino pasa por la cruz. Como en tantos otros aspectos de nuestra fe, aquí nos encontramos también con una paradoja: «para Vivir hay que morir»[4].

Sin embargo, un ambiente hedonista también trae consigo oportunidades. La diferencia de la conducta de un cristiano con su entorno suele brindarle ocasiones para dar razón de su esperanza (cfr. 1P 3,15). Así avanzó la evangelización en los primeros siglos: es como si la oscuridad generara un contraste sobre el que puede brillar con más claridad la luz de Cristo. En nuestros días, cuando un cristiano vive con espíritu de sacrificio y abraza serenamente la cruz, necesariamente interpela a sus contemporáneos. Por un lado, esa manera de vivir el dolor —sin dramatismos, sin hacerlo pesar sobre los demás— es atractiva, como lo son la paciencia y la mansedumbre de Jesús (cfr. Mt 11,28-30). Por otro lado, tarde o temprano genera preguntas que abren frentes sobre la fe: ¿cómo lo hace para llevar ese sufrimiento con tanta serenidad? ¿Por qué no se rebela? ¿Y esa alegría? Si disfruta como yo de las cosas buenas de la vida, ¿por qué a veces renuncia a ellas? ¿Qué tiene esto que ver con su Dios? ¿Y qué cambia en el mundo con sus sacrificios?

La única respuesta: Cristo

Todas estas preguntas, que pueden surgir también alguna vez en el alma de un cristiano, tienen en el fondo una sola «respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz»[5]. Si un cristiano está dispuesto a contrariar sus gustos, a ayunar, a sacrificarse por los demás; si puede llevar el sufrimiento con alegría, sin darse demasiada importancia, es porque sabe que, de un modo misterioso pero real, la pasión de Jesús sigue desplegándose a lo largo de la historia. «En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo»[6].

Jesús «sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que él es cabeza, y primogénito, y redentor»[7]. Cuando un cristiano comprende eso en profundidad, es lógico que no quiera dejar solo al Señor con el peso del mal y del sufrimiento del mundo. Su disposición a sufrir no responde entonces a un moralismo puritano que mira con sospecha al placer; tampoco se reduce simplemente a una opción ascética, o a un planteamiento estoico… Es, en sentido literal, com-pasión: percepción del sufrimiento que atraviesa el corazón de Jesús, y deseo de acompañarle, de alinear nuestro corazón con el suyo. Como dice san Pablo, «me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

Este es el deseo con el que san Ignacio de Antioquía escribía en torno al año 110, camino del martirio: «permitidme imitar la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene a él consigo, que entienda lo que deseo, y que sienta lo mismo que yo». Este santo ponía del revés lo que el mundo llama vida y muerte: «No me impidáis el vivir; no deseéis mi muerte. No concedáis al mundo a uno que desea ser de Dios, ni le seduzcáis con cosas materiales»[8]. De nuevo, es el mismo espíritu que llevaba a san Pablo a considerar que «todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él» (Flp 3,8-9). Si estar con Jesús requiere sufrir y dejar cosas buenas de lado, las dejaremos; no porque en sí mismas sean basura, sino porque preferirlas a Jesús sería como quedarnos rebuscando perlas en un vertedero.

Gotas de sangre

El sacrificio —escogido, cuando el Señor lo pide; o aceptado, cuando lo permite; pero siempre amado— se vive en modo auténticamente cristiano desde el corazón de Cristo, es decir, «teniendo sus mismos sentimientos» (Flp 2,5). Para «sentir con él», para entrar en esa compasión, puede sernos de gran ayuda la contemplación de la pasión del Señor: ¿qué siente Jesús ante su Cruz? Entre las muchas luces que puede darnos esta consideración, podemos observar que el corazón de Cristo siente un rechazo natural ante el dolor, pero que lo acepta libremente como entrega de amor y con la esperanza de la resurrección. Jesús se entrega con la seguridad de que nada de lo que sufrirá se va a perder, que ninguno de sus esfuerzos habrá sido en vano; que la Cruz se convertirá en árbol de la vida.

Ante la perspectiva de la pasión, Jesús sudó sangre, una reacción fisiológica que se da muy raramente, ante situaciones de una tensión o angustia extremas. El corazón humano de Jesús manifiesta así en ese momento su sensibilidad perfecta; percibe el sufrimiento y el mal como lo que realmente es: algo repugnante. Aunque podría parecer una obviedad, es bueno recordar que Jesús no eligió la pasión y la cruz por sí mismas, sino que las aceptó voluntariamente como el «precio de nuestro rescate»[9].En el combate de su oración, Jesús pide a su Padre Dios: «si es posible, que pase de mí este cáliz» (Mt 26,39), y nos muestra así que es bueno tratar de evitar el sufrimiento. «Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú», añade; porque, a la luz del amor de Dios, no solo es bueno aceptar la cruz, sino incluso abrazarla.

Si nuestro Señor sintió angustia en la vigilia de su pasión (cfr. Mt 26,37-38), no nos debe extrañar que nuestro corazón sienta algo semejante ante el dolor o ante el sacrificio. Naturalmente, esta resistencia no es solo externa: también a veces podemos experimentar en nuestra propia piel el escándalo de la cruz. El pecado es una herida abierta en el mundo y en nuestra propia naturaleza; una herida tan real que genera una auténtica resistencia, no solo al dolor, sino incluso al bien mismo, al amor y al reino de Dios[10]. La liberación del pecado no se realiza sin un fuerte estremecimiento doloroso: en este mundo, en nuestra vida, el bien no se abre paso de modo espontáneo. Por eso el amor de Dios, el amor puro que puede sanar al amor enfermo, se revela misteriosamente unido al dolor. Así lo entendió santa Teresa de Calcuta: «El amor exige sacrificio. Pero si amamos hasta que duela, Dios nos dará su paz y su alegría… El sufrimiento en sí mismo no es nada, pero el sufrimiento compartido con la pasión de Cristo es un don maravilloso»[11].

En Getsemaní, Jesús sintió en su carne esa resistencia humana a la voluntad salvífica del Padre. Sin embargo, aunque le repugnara naturalmente, Jesús no sufrió la cruz contra su voluntad, sino que la asumió voluntariamente: «nadie me quita la vida, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,18). La pasión y cruz era el resultado del libre rechazo de Cristo por parte de las autoridades del momento, que expresa la resistencia del corazón humano al amor de Dios, tangible también en la recurrencia de los martirios a lo largo de la historia de la Iglesia, hasta el presente. Jesús convierte en todo caso esa decisión libre de sus contemporáneos en un acto de amor: «mi cuerpo se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Jesús sabe que esa entrega es necesaria para que el amor vuelva a ser posible en el mundo: es necesario que él nos ame hasta el fin (cfr. Jn 13,1); que él abrace todo nuestro odio, toda nuestra indiferencia, toda nuestra miseria… Con ese abrazo empezó una «transformación amante»[12] que requiere también nuestro abrazo, nuestro «sí» a la cruz. Solo así nuestra historia personal y la historia del mundo pueden entrar con él en la resurrección.


[1]. Carta a Diogneto, nn. 5-6.

[2]. San Josemaría, Forja, n. 28; Es Cristo que pasa, n. 43.

[3]. Francisco, Homilía, 14-IX-2021.

[4]. San Josemaría, Camino, n. 187.

[5]. Es Cristo que pasa, n. 168.

[6]. Benedicto XVI, Homilía, 18-IX-2010. Cfr. Pascal, Pensées, 553, ed. Brunschvicg. Ya san Agustín lo había comprendido, muchos siglos atrás: «Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros» (Sermón Mai 98, sobre la ascensión del Señor, 1-2; PLS 2, 494-495).

[7]. Es Cristo que pasa, n. 168.

[8]. San Ignacio de Antioquía, Carta a los romanos, 6.

[9]. San Agustín, Comentario sobre el Salmo 21, 11,8. Cfr. 1P 1,18-19; 1Co 6,20; Is 53,5.

[10]. Cfr. Rm 5,12-17; 8,1-13.

[11]. Santa Teresa de Calcuta, citado en Brian Kolodiejchuk (ed.), Come, be my Light, Rider, Nueva York, 2006, p. 146.

[12]. «“Más grande que tu corazón”: Contrición y reconciliación», en opusdei.org

Gonzalo de la Morena - Carlos Ayxelà