Andrea Morgan, una laboratorista Panameña

Si mal no recuerdo, conocí la Obra en 1998 a través de una muy buena amiga. En ese año yo empezaba a estudiar la carrera de Tecnología Médica en la Universidad de Panamá.

En mi despacho.

Si mal no recuerdo, conocí la Obra en 1998 a través de una muy buena amiga. En ese año yo empezaba a estudiar la carrera de Tecnología Médica en la Universidad de Panamá. Siempre me habían atraído los diagnósticos médicos y con estos estudios sabía que podría luego trabajar como laboratorista clínico o en investigación científica, pues trabajamos en el diagnóstico de enfermedades, padecimientos, y en las distintas etapas de monitoreo de un paciente.

Recuerdo que comencé a ir los sábados por el Centro Rocazul con esta amiga; he de reconocer que acudía más que nada por su insistencia y no tanto porque tuviera unos grandes deseos de ir: en realidad, conocía poco del espíritu del Opus Dei.

Un par de años después, en el 2000, recuerdo que cursaba el tercer año de carrera, que era el más difícil de todos. Me dediqué tanto a los estudios, que abandoné los medios de formación cristiana que estaba recibiendo en la Obra y desaparecí hasta las fiestas de Navidad de ese año.

Hago un paréntesis, para contar que por entonces tenía ciertas inquietudes dentro de mi alma: me preguntaba cómo llegar al cielo, siendo a veces un poco incoherente en tantas cosas referentes a la fe.

El año 2003 fue ¡mi año! Me acababa de graduar de la Universidad y en esos días leí un libro acerca del Sacramento de la Confesión. De nuevo, esa buena amiga que he mencionado antes (tiempo después supe que era de la Obra) me buscó y me invitó a un curso de retiro, dirigido por un sacerdote del Opus Dei, en Cerro Azul. No dudé en contestar afirmativamente. Estoy segura de que fue un impulso divino. Dicho y hecho: ése fue solo el primer paso de mi “conversión”. Hasta entonces, me parecía irónico hablar en mí de conversión, pues pensaba que no necesitaba convertirme, si iba a Misa todos los domingos, me confesaba una vez al mes y rezaba –un poco obligada por mi madre- el Santo Rosario ¡todos los días! Seguí participando en los medios de formación que me ofrecían en el Centro y a los seis meses de aquel magnífico retiro pedí la admisión en la Obra como Supernumeraria.

En mi despacho.

Soy feliz: me encanta la vida. La Obra me ha ayudado a verla con visión sobrenatural, y ahora todo tiene sentido, incluso las situaciones no tan gratas que algunas veces pueda vivir; el Opus Dei me enseña a luchar por vivir con coherencia, a tener actuaciones consecuentes con lo que digo creer, sin sacarme de mi sitio. Muchas veces recuerdo unas palabras de San Josemaría, que hablan de la labor paciente en un laboratorio: en el mío tengo que luchar por ser santa y ayudar a ser santos a los que me rodean, realizando con la mayor perfección posible mi trabajo, conviviendo con alegría con mis compañeros de tarea, cuidando los detalles, siendo amable con los enfermos, los desalentados y también con los cargantes; y “todo”, por amor a Dios.

He aprendido que con mi profesión puedo hacer apostolado y acercar almas a Dios: sirvo a muchas personas y, además, lucho por alcanzar la santidad: ¿no es esto algo gratificante?

También con mi familia tengo un campo estupendo de trabajo. No estoy casada pero pertenezco a una familia numerosa, cada uno con su carácter y su forma de pensar, muy dispares de los demás. He comprendido que la familia que tengo no es por mera casualidad, sino que me toca persuadirlos con mi ejemplo de que la santidad no es un suceso extraordinario, reservado para los sacerdotes o los religiosos, o situado allá en las estrellas, sino que también se puede encontrar aquí, en tierra, en medio de lo ordinario de cada día.

Andrea Morgan