Meditaciones: viernes de la 16.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la decimosexta semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: comprender la palabra de Dios; convicciones firmes; ser buena tierra.

- Comprender la palabra de Dios.

- Convicciones firmes.

- Ser buena tierra.


LOS APÓSTOLES no siempre entendían las palabras de Jesús. A pesar de la intimidad que tenían con él, muchas veces sus planteamientos humanos no conseguían recorrer los razonamientos divinos. Pero Cristo, en vez de impacientarse o de insinuar cansancio ante la incomprensión, no tenía reparos en repetir sus enseñanzas de una manera más clara. A fin de cuentas, lo que le importaba era que su mensaje llegara al corazón de los hombres. Esta realidad nos puede consolar cuando también nosotros podamos sentirnos perdidos, o cuando no entendamos con claridad la voluntad de Dios en un momento determinado: podemos estar seguros de que Jesús nos buscará para explicarnos esa situación inesperada o esa palabra incomprensible, como hizo con los apóstoles después de contar la parábola del sembrador.

«A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino» (Mt 10,19). Una palabra no entendida es como una semilla que se queda en la superficie: no puede desarrollar todas las potencialidades que esconde, no puede crecer para ofrecer sombra a los demás. Por eso, la lectura meditada y frecuente del Evangelio facilita que esa semilla se pueda adentrar en el terreno de nuestra alma para que crezca y dé fruto. «La Palabra de Dios hace un camino dentro de nosotros. La escuchamos con los oídos y pasa al corazón. Y del corazón pasa a las manos, a las buenas obras. Este es el recorrido que hace la Palabra de Dios: de los oídos al corazón y a las manos»[1]. Podemos preguntarnos: ¿Tengo el mismo deseo de los apóstoles por entender lo que Jesús me quiere decir para que su palabra dé fruto en mi vida? ¿Quiero disponerme a que la palabra de Dios germine en mi mente, en mi corazón y en mis manos?


EN OCASIONES hemos podido tener la experiencia de empezar ilusionados un proyecto. Nos sentimos felices sacándolo adelante porque nos entusiasma ser parte de él, o por los estupendos resultados que un día arrojará. Sin embargo, puede ocurrir que, ante la rutina de ciertas tareas o la aparición de algunas dificultades, perdamos ese impulso inicial. Entonces vemos de manera borrosa el sentido de aquello que estamos haciendo, y nos preguntamos hasta qué punto era una buena idea emprender aquella aventura. Algo similar puede suceder en nuestro trato con Dios: en ocasiones quizá se alternan momentos en los que todo es vibración y facilidad, con otros en los que notamos apatía o desinterés. Y Jesús habla de esta situación en la parábola: «Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae» (Mt 10,20-21).

El Señor nos habla de la constancia como un criterio importante para describir la fe que tenemos en la oración. Precisamente en el momento de la cruz, cuando ha desaparecido el entusiasmo, tenemos la ocasión de confiar en el poder de la oración, de crecer en la fe humana y sobrenatural. Aunque humanamente es comprensible que todos tengamos la tendencia a ponernos contentos cuando las cosas van bien, y perder la alegría cuando no es así, somos verdaderamente dueños de nosotros mismos cuando nuestra vida logra guiarse por las convicciones profundas y la ayuda de Dios. La monotonía o la falta de ganas en nuestro trato con el Señor no son obstáculos, sino oportunidades para buscar unirnos más a él; son un buen momento para que el fundamento de nuestra vida deje de ser un estado de ánimo o las circunstancias externas –muchas veces incontrolables–, sino plantar nuestra semilla en el terreno fértil de la llamada de Dios a compartir nuestra vida con él.


«Y LO SEMBRADO en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta» (Mt 10,23). El fruto de la buena semilla no depende solo de nuestras fuerzas. Como dejó escrito san Josemaría, no debemos olvidar que «Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna»[2]. Nuestra alma, por la misericordia de Dios, puede ser la buena tierra que ayude a la semilla a desarrollar todo su contenido.

El día a día nos presenta muchas situaciones en las que podemos vivir una caridad que prepara ese terreno y que permite que el Señor crezca en nuestro interior. «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes…»[3]. Estos son los frutos sabrosos que demuestran que la semilla del Señor cayó en buena tierra y que, a su vez, siguen preparando el terreno de la oración.

«Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra, ¡sin excluir a nadie! Podemos preguntarnos: yo, ¿qué tipo de terreno soy? ¿Me parezco al camino, al pedregal o al arbusto? Pero, si queremos, podemos convertirnos en terreno bueno, labrado y cultivado con cuidado, para hacer madurar la semilla de la Palabra. Está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla»[4]. La Virgen María fue el terreno bueno y fértil en el que Dios creció. Ella nos podrá ayudar para que también nosotros seamos tierra sin espinas ni piedras, y demos buenos frutos para nuestra vida y para la de los demás.


[1] Francisco, Audiencia, 31-01-2018.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151.

[3] San Josemaría, Camino, n. 173.

[4] Francisco, Ángelus, 12-VII-2020.