Meditaciones: lunes de la 16.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el lunes de la decimosexta semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: el pensamiento de unos corazones; reconocer nuestra debilidad; escuchar la voz de Dios.

- El pensamiento de unos corazones.

- Reconocer nuestra debilidad.

- Escuchar la voz de Dios.


CUANDO Jesús era apenas un niño recién nacido, el anciano Simeón dijo a María: «Este ha sido puesto para signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35). Durante su paso por la tierra, el contacto con Cristo difícilmente dejaba a las personas indiferentes. Su palabra y sus acciones invitaban a cada hombre y a cada mujer a adentrarse en el propio corazón para conocerlo mejor. Los relatos evangélicos se detienen con particular insistencia en el efecto que el encuentro con Jesús produjo en los escribas y fariseos. Para ellos, que en general gozaban de una formación elevada y de reputación social reconocida, el Señor les resultaba un personaje incómodo. En efecto, hacía descubrir a la gente los pensamientos de sus corazones; algunas veces ponía de manifiesto el desprecio que sentían hacia los demás, y cómo, paradójicamente, quienes eran los guías religiosos se cerraban a la luz de Dios (cfr. Lc 18,9; Jn 9,41).

El Señor escandalizaba a los fariseos con su conducta y con su doctrina (cfr. Mt 15,12); al mismo tiempo, la evidencia de sus milagros les movía a creer en él (cfr. Jn 3,2), sobre todo a quienes no habían contagiado con lógicas mundanas sus convicciones espirituales. Jesús les invitaba a la conversión sincera, a abrazar sin reservas a la persona del Hijo de Dios, lo que suponía también abrazar a los demás, sin distinciones. Esta situación se transformó para muchos fariseos en un callejón sin salida (cfr. Jn 9,16).

Un día, al no poder tolerar más esta tensión, pidieron a Jesús un gesto definitivo: «Maestro, queremos ver de ti una señal» (Mt 12, 38). Ellos, que son maestros de Israel, tenían a su disposición señales más que suficientes para abrirse a la luz de la fe; han presenciado cómo Cristo ha respondido muchas veces a sus preguntas y ha obrado milagros. De todos modos, Jesús les dará la señal definitiva que piden: «Igual que estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12, 40). Si disponemos nuestro interior para dejarnos sorprender por Jesús, encontraremos en su resurrección la más grande señal para abrazarnos a él y acoger la fe que transforma nuestra vida. Pero se trata de una señal reconocible para los sencillos de corazón: para quienes no enredan mezquinamente sus conocimientos, ni ponen su honra por encima de la de Dios.


«SI DECIMOS que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad» (1 Jn 1,8-9). Esta es la experiencia del apóstol Juan que, como demuestra en su Evangelio, reflexionó mucho sobre la luz que Jesús traía al mundo; una luz que nos libera de la esclavitud del pecado (cfr. Jn 8,31-47) y que nos permite vivir con la libertad de los hijos de Dios (cfr. 1 Jn 3,1-10). Esa fue también la experiencia de los habitantes de Nínive que «se convirtieron ante la predicación de Jonás» (Mt 12,41). Nos cuenta la Sagrada Escritura que la enseñanza del profeta no fue especialmente brillante o entusiasta, pero bastó a las gentes de aquella ciudad para cambiar de vida y abrirse a la infinita misericordia de Dios (cfr. Jo 3,10).

Dios nos conoce más que nadie, por eso sabe que lo que sana nuestra alma es la doble confesión de, por una parte, nuestra debilidad y, por otra, la realidad de su perdón: «Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí». Este reconocimiento remueve un obstáculo que muchas veces puede separarnos de él: el orgullo. «Si uno de nosotros dice: “Ah, gracias Señor, porque soy una persona buena, yo hago cosas buenas, no hago pecados grandes…”. Este no es un buen camino, este es un camino de autosuficiencia, es un camino que no nos justifica»[1]. En cambio, escrutar nuestro corazón para descubrir allí todas las veces que nos preferimos a nosotros mismos en lugar de amar a Dios y a los demás, es el camino hacia la conversión, que es el secreto de una auténtica alegría.

Los santos se han sentido siempre necesitados de la misericordia de Dios. San Josemaría se definía como un pobre pecador que amaba con locura a Jesucristo. Y señalaba que si tenemos el deseo de volver siempre a la casa del Padre, para refugiarnos en su misericordia, encontraremos una felicidad que nuestras debilidades no nos podrán arrebatar: «La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza»[2].


DIOS bendice con su gracia abundante a quien se abre con sencillez a las luces que él envía, aunque a veces sean tan tenues como la que recibieron las gentes de Nínive. Cuando un alma se esfuerza por mantenerse sensible y a la escucha, le basta entonces una pequeña insinuación del Señor para llenarse de amor, de agradecimiento, de contrición o de propósitos de lucha. Son almas sensibles a la luz, con una disposición que es un don del Espíritu Santo.

En ocasiones, estas insinuaciones vendrán explícitamente a través de personas que nos quieren, que se preocupan por nosotros, y que nos dan su opinión sobre algo que podríamos cambiar. Otras veces, el Espíritu Santo nos dispone de otro modo, empujándonos a ponernos en marcha para buscar la luz. Es lo que hizo la Reina de Sabá, que soportó un largo viaje para escuchar a Salomón, en cuya sabiduría se reconocía la acción de Dios (cfr. 1 Re 10,1-13). Nosotros tenemos en Jesús a alguien que es mucho más que Salomón, y no tenemos que ir hasta los confines de la tierra para escuchar su voz (cfr. Mt 12,42). Su luz nos llega, entre muchas maneras, a través del contacto directo con la Sagrada Escritura, a través de la lectura de algún libro espiritual, o a través del acompañamiento espiritual, en donde otra persona nos ayuda a descubrir esas insinuaciones divinas.

Pero siempre es el Espíritu Santo el que «nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar»[3]. Cualquier vía por la que escuchamos a Dios será sana y fructífera solo si somos conscientes, personalmente, de que es el Paráclito el que nos guía con suavidad y grandeza de horizontes. La Virgen María, que vivió siempre abierta para acoger la palabra divina, nos podrá ayudar a escuchar con humildad y agradecimiento la voz de Dios.


[1] Francisco, Audiencia, 29-III-2023.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 178.

[3] Francisco, Homilía, 6-VI-2022.