Meditaciones: jueves de la 16.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el jueves de la decimosexta semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: conocer los sentimientos de Cristo; el valor de la mortificación interior; la oración, don de Dios.

- Conocer los sentimientos de Cristo.

- El valor de la mortificación interior.

- La oración, don de Dios.


EN LA ORACIÓN podemos hablar con Jesús de nuestras vidas. Es natural sentir la necesidad de conversar con nuestro mejor amigo sobre los temas que nos importan, sobre las personas que dan sentido a nuestra vida, o sobre las tristezas y alegrías que, en un tejido a veces difícil de comprender, conforman nuestra existencia. Pero, al mismo tiempo, al contemplar la vida de Jesús, intentamos también ponernos de su lado para intuir sus preocupaciones, comprender cómo piensa, empaparnos de su lógica divina, y descubrir las intenciones que quiere transmitirnos con cada uno de sus gestos. La lectura meditada del Evangelio nos ayuda precisamente a comprender, poco a poco, los sentimientos de Cristo.

En varias ocasiones los apóstoles trataban de descubrir los motivos que movían sus enseñanzas. «¿Por qué les hablas con parábolas?» (Mt 13,10), le preguntan. Se dan cuenta de que las parábolas esconden cierta ambigüedad: por una parte, Jesús adapta su lenguaje a los intereses y conceptos de los oyentes; pero, por otra, con esas historias parece que el Señor quiere esconder unas verdades más profundas. Se trata de un lenguaje misterioso e indirecto que deja insatisfechas las ansias de sus apóstoles de que se revelara de una manera más clara al mundo. Seguramente era el cariño y la admiración los que movían a los apóstoles a pedir a Jesús que fuera más explícito en sus palabras. Pero la respuesta del Señor probablemente no se ajustó a lo que ellos esperaban: «Les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (Mt 10,13).

Quizá algunos de los que escuchaban a Jesús lo hacían de una manera superficial. Tal vez lo hacían para confirmar su manera de pensar o para detectar posibles incoherencias en sus palabras. Todas esas actitudes, en el fondo, impedían que la palabra de Cristo llegara a sus corazones. Y esas son maneras de escuchar de las que nadie está completamente a salvo. La palabra de Dios está siempre viva, nos impulsa a llenar de Evangelio primero nuestra vida y, así, también nuestro entorno. «Querer domesticar la Palabra de Dios es tentación de todos los días»[1], escuchar lo que queremos escuchar, y no lo que Dios quiere decirnos. Si nos acercamos a Jesús con la apertura de corazón de los apóstoles, también el Señor nos podrá dar a conocer sus sentimientos, que llegan a renovar constantemente la tierra.


EN MUCHOS deportes de alta exigencia, se suele afirmar que, además del estado físico, es fundamental la carrera interior, aquella que se recorre con la cabeza y el corazón. De forma análoga, para nuestra vida de oración, no basta con proponernos dedicarle un tiempo determinado a Jesús. Naturalmente, ese es un paso imprescindible para abrirnos a su voz. Pero, tal como el Señor les insinuó a sus apóstoles, también es necesario el cuidado de los sentidos internos, es decir, abrir los oídos del alma e intentar calibrar los ojos del corazón para poder percibir la cercanía de Cristo. La mortificación interior nos pone en sintonía con la presencia de Dios en nuestras almas. No se trata simplemente de una lucha negativa que tiene como fin rechazar imaginaciones o recuerdos, no dejarse llevar por la curiosidad, o frenar el impulso de los ojos o de los oídos. Todos esos esfuerzos van encaminados hacia un fin, que es el de centrarnos en lo realmente importante, aquello que nos da la felicidad: saborear la presencia de Cristo en nuestra vida; escuchar, mirar, imaginar y recordar lo que nos llena de Dios.

Por todo esto, san Josemaría escribió: «Si no eres mortificado nunca serás alma de oración»[2]. Algunos de los que seguían a Jesús eran incapaces de profundizar en sus palabras porque sus oídos y sus ojos estaban llenos de distracciones, estaban cansados de no percibir a Dios. También a nosotros nos puede ocurrir que, a pesar del deseo sincero por sintonizar con el Señor, las imágenes del día y los ruidos que resuenan en nuestra cabeza nos dificulten contemplar a Cristo. Del mismo modo que para adquirir una buena forma física es necesario hacer frecuentemente unos ejercicios, también la atención se puede entrenar de una manera similar. Así, con cada pequeño esfuerzo por rechazar o reconducir las distracciones –en el trabajo, en la vida social, en un rato de oración– ejercitamos esa fuerza que nos ayudará a conectar con la realidad que tenemos entre manos, ya que allí está Dios. De este modo podremos contemplar con mayor facilidad el rostro de Cristo en todas las circunstancias del día a día.


«EN VERDAD os digo –señala Jesús– que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). El Señor podría dirigir estas mismas palabras a la gente de cualquier momento y lugar. De hecho, aquellos profetas y justos no pudieron contemplar a Dios como nosotros podemos hacerlo en el sagrario ni recibirle sacramentalmente en nuestra alma. La oración cristiana, al tener a la Eucaristía como centro, nos introduce en una relación con el Señor mucho más cercana, familiar. «Si los hombres estaban acostumbrados desde siempre a acercarse a Dios un poco intimidados, un poco asustados por este misterio, fascinante y terrible (...), los cristianos se dirigen en cambio a él atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”»[3].

Por eso, la oración, más que un esfuerzo humano, es un don que el Señor nos ha regalado. Cada instante que compartimos con él es un privilegio inmerecido. No somos nosotros los que le hacemos un favor a Dios dedicándole unos cuantos minutos de nuestro día; es él quien, movido por su misericordia infinita, nos invita a disfrutar de su presencia, nos ofrece el regalo gratuito de su amistad.

Y mientras más nos percatemos de nuestra fragilidad, más sentiremos la necesidad de refugiarnos en este don. «En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no solo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que “no sabemos orar como conviene” (Rm 8, 26)».[4] La Virgen María, maestra de oración, nos podrá ayudar a recibir con apertura de corazón el don que su Hijo nos ha regalado.


[1] Francisco, Homilía, 27-I-2019.

[2] San Josemaría, Camino, n. 172.

[3] Francisco, Audiencia, 13-V-2020.

[4] Benedicto XVI, Audiencia, 16-V-2012.