Meditaciones: domingo de la 4.ª semana del tiempo ordinario (ciclo C)

Reflexión para meditar el domingo de la 4.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Jesús se revela en la normalidad de lo cotidiano; la fe sincera obra milagros; abrirse a la gratuidad de la gracia.


JESÚS VUELVE A NAZARET después de algunos meses de predicación. La Sagrada Familia, tras el exilio en Egipto, se había instalado en este pequeño pueblo. Allí vivieron treinta años, como cualquier otra familia judía. Probablemente allí había muerto José y estaría enterrado en su cementerio. Jesús guardaría numerosos recuerdos de su vida con María y con José, ligados a las calles, a los campos, o a la pequeña sinagoga a la que acudía todos los sábados. Después de sus primeras correrías apostólicas, el Señor decide visitar a sus conciudadanos. Rodeado de sus discípulos y de muchos curiosos, Jesús se dirige a la sinagoga y, tras leer el texto sagrado, afirma: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Son palabras impresionantes e inequívocas, ya que Jesucristo se atribuye la profecía que anunciaba la llegada del Mesías: «El Espíritu del Señor está sobre mí (...), me ha enviado para anunciar la redención» (Lc 4,18-19).

La primera reacción de la gente fue de entusiasmo, sin embargo, como sucedería en otras ocasiones, pronto llegó la duda e incluso el escándalo. «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22), se preguntaban. La normalidad del Señor les tomó desprevenidos. Jesús, a fin de cuentas, era un hombre al que conocían desde niño, con el que habían compartido su vida cotidiana, que había trabajado en medio de ellos… ¿Cómo va a ser el Mesías?

Aunque parezca una escena lejana en el tiempo y en el espacio, lo mismo puede sucedernos también a nosotros. Por un lado, tenemos a Dios tan cerca, tan al alcance de la mano, que podemos acostumbrarnos y perder las dimensiones de lo que ello supone. Además, tenemos siempre la tentación de buscarle en lo extraordinario, en las ocasiones excepcionales, en las que el corazón reacciona con más facilidad. Sin embargo, cualquier circunstancia es una oportunidad para un encuentro con él: las personas con las que nos tropezamos, nuestras propias batallas personales, el trabajo que tenemos entre manos, etc. Dios está en lo corriente. «¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»1, exclamaba con gozo san Josemaría. Precisamente ahí, en lo escondido y rutinario, en la monotonía que parece intrascendente, Dios nos espera.


LA NOTICIA de los milagros que Jesús había realizado en los pueblos del mar de Galilea había llegado a oídos de los nazarenos. Ellos esperaban esta visita del Señor porque querían ser testigos de algún prodigio de quien habían conocido como carpintero. Pero los milagros que acompañan las palabras del Señor nunca «pretenden satisfacer la curiosidad»2 de la gente, sino que son «signos» del amor de Dios, que manifiestan su poder y «testimonian que el Padre le ha enviado». En definitiva, su más profunda razón de ser es que «invitan a creer en Jesús»3.

El Señor concedía la curación cuando encontraba apertura a Dios en quienes a él acudían. «Del mismo modo que para los cuerpos existe una atracción natural de parte de unos hacia los otros, como entre el imán hacia el hierro… así tal fe ejerce una atracción sobre la potencia divina»4. Dios se deshace ante nuestras necesidades, presentadas con fe humilde. Así lo vemos en el ciego de Jericó, que pidió recobrar la vista; en el leproso, que imploró la curación de su piel; en la cananea, que insistió en favor de su hija; o en la hemorroísa, que se acercó a tocarle con discreción y timidez. Todos tenían fe, quizá imperfecta y débil, pero abierta al misterio de Cristo.

La falta de apertura de los habitantes de Nazaret, por el contrario, hizo imposible que pudiera obrar milagros allí (cfr. Mc 6,5). Jesús, que había hecho muchos en la vecina Caná, en Naim, y en otras aldeas cercanas, «solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6,5). Quedaban en Nazaret muchos dolores sin aliviar y muchos enfermos sin curar. «Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me obedeció –dice el salmista–. Y los abandoné a la dureza de su corazón, a que marchase según sus propósitos» (Sal 81,12-13). La santidad consiste en mantener vivo ese deseo constante por no cerrar nuestro corazón a la salvación de Dios. Tantas cosas buenas, para nosotros y para quienes nos rodean, dependen de nuestra humildad sincera para vivir de una auténtica fe en Jesucristo.


El EVANGELISTA anota que Jesús se asombró «por su incredulidad» (Mc 6,6). A la sorpresa de sus vecinos, se une también el asombro del Señor. «¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que ha querido compartir nuestra humanidad?»5. Lo que podía haber sido una jornada de fiesta y de alegría, terminó de la peor manera: sus paisanos le expulsaron violentamente de allí (cfr. Lc 4,28-30). Los hombres y mujeres de Nazaret exigieron prodigios porque buscaban seguridad, querían que Dios se les manifestase con claridad. En cierto modo, querían controlar a Dios, entenderlo completamente, ponerlo a su servicio. No estaban abiertos a su manera gratuita de obrar, imprevisible, con una amplitud de miras infinitamente mayor que la nuestra.

Los habitantes de Nazaret querían milagros, pero no se daban cuenta que tenían delante de sus ojos al «más grande milagro del universo: todo el amor de Dios contenido en el corazón humano, en un rostro de hombre»6. Cuando se acude a Dios formulando exigencias, pensando que tenemos solamente derechos que reivindicar, no se entra en la lógica divina, en donde todo es don. «Tú, solo, sin contar con la gracia, no podrás nada de provecho, porque habrás cortado el camino de las relaciones con Dios. —Con la gracia, en cambio, lo puedes todo»7. Sorprende que precisamente donde mejor conocían a Jesús haya sido el lugar del primer rechazo, uno de los más dolorosos. Sin embargo, María creyó plenamente en el misterio escondido en su hijo. Ella no se escandalizó, sino que vivió cerca de él, completamente feliz, al verlo tan humano y, al mismo tiempo, al descubrir la plenitud de Dios que habitaba en él. Le podemos pedir a ella que nos enseñe a mirar al Señor con sus ojos para no cerrar nunca el camino a la gracia de Dios.


San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 148.
Catecismo de la Iglesia, n. 548.
Ibíd.
Orígenes, Comentario al evangelio de Mateo, 10, 19.
Benedicto XVI, Ángelus, 8-VII-2012.
Ibíd.
San Josemaría, Forja, n. 321.