Meditaciones: 16.ª domingo del Tiempo ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el domingo de la decimosexta semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: el Reino de Dios crece en cada uno; la cizaña convive con la semilla; acoger la buena semilla.

- El Reino de Dios crece en cada uno.

- La cizaña convive con la semilla.

- Acoger la buena semilla.


JESÚS, durante su predicación, recurre a parábolas para ilustrar algunos aspectos de su enseñanza. En una ocasión, explicó el Reino de Dios usando tres imágenes: la buena semilla que se siembra junto a la cizaña, el pequeño grano de mostaza que llega a ser un árbol frondoso y la levadura que fermenta la masa (cfr. Mt 13,31-33). Los tres ejemplos están unidos por una acción común: el crecimiento. La buena semilla y la cizaña crecen juntas hasta que son separadas en el momento de la siega; la semilla de mostaza crece para convertirse en un gran árbol donde llegan a anidar los pájaros del cielo; un poco de levadura en la harina hace crecer la masa.

El Reino de Dios se caracteriza, por lo tanto, por su dinamismo, por estar siempre en movimiento. No es una realidad estática: está destinada a crecer cada día y en cada circunstancia histórica. El Reino de Dios crece sobre todo cuando el hombre deja espacio a la iniciativa divina, cuando aquella semilla puede desplegar toda su fuerza, especialmente en nuestro interior. Como un buen jardinero, el Señor cuida ese terreno que somos cada uno de nosotros, sabe esperar, «mira el campo de la vida de cada persona con paciencia y misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve también los brotes de bien y espera con confianza que maduren»[1].

Jesús nos da a entender que «dentro de nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene una fuerza vital que no puede suprimirse. A pesar de todos los obstáculos, la semilla se desarrollará y el fruto madurará»[2]. Se trata de una consoladora realidad: si no obstaculizamos el crecimiento de Dios en nosotros, su Reino está creciendo en nuestro corazón, muchas veces sin que nos percatemos con demasiada claridad.


EN LA PRIMERA de las parábolas, crecen en un campo, al mismo tiempo, la buena semilla del trigo y la mala de la cizaña. Cuando los discípulos le preguntan por el significado de la imagen, Jesús les explica: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo» (Mt 13,37-39). De este modo, aclara que, aunque el mal esté presente en el mundo, no proviene de Dios.

El Señor muestra que la cizaña coexiste con la buena semilla hasta el final de la cosecha. «No es posible pensar la historia humana sin cizaña; es decir, como dice el mismo Jesús, no es posible erradicar totalmente la cizaña porque está mezclada con lo bueno»[3]. Y esta realidad la miramos fuera de nosotros, pero sobre todo la experimentamos en nuestro propio corazón, donde conviven auténticos deseos de santidad y también malas inclinaciones. Tenemos la misma experiencia que tanto dolor le causaba a san Pablo, al notar que el pecado habitaba en él: «No logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago» (Rm 7,15).

No podemos extrañarnos ni perder la esperanza al palpar la cizaña de nuestro corazón: envidias, celos, deseos poco nobles... En este sentido, san Josemaría decía: «No os entristezcáis si, en los momentos más estupendos de vuestra vida, os viene la tentación –que quizá podéis confundir con un deseo consentido, pero que no lo es– de las fealdades mayores que es posible imaginar. Acudid a la misericordia del Señor, contando con la intercesión de su Madre y Madre nuestra, y todo se arregla. Después, echaos a reír: ¡me trata Dios como a un santo! No tiene importancia ninguna: persuadíos de que en cualquier momento puede levantarse la criatura vieja que todos llevamos dentro. ¡Contentos, y a luchar como siempre!»[4].


LA PARÁBOLA del trigo y la cizaña resume, de alguna manera, el misterio de la historia humana: en ella están presentes tanto la acción de Dios, como la libertad del hombre cuando es usada para el pecado. Con nuestros actos podemos contribuir al crecimiento de la semilla del Reino de Dios, pero también hacer crecer la cizaña. Y esta no es arrancada de antemano del campo, porque el Señor nos ha dejado enteramente libres. Él no nos ha creado predeterminados a alimentar solo la semilla buena, ni rodeó el terreno de altos muros para protegerlo: lo dejó al descubierto para que pudiera crecer sin límites, aun a sabiendas de que quizá alguien podría sabotear temporalmente alguna zona de la cosecha.

En el campo de nuestro corazón, la semilla buena convive con la semilla de la hierba mala. En la libertad de nuestro corazón se decide si la cizaña sofocará al trigo, o si este vencerá a la cizaña. A veces, sin embargo, no es sencillo hacer ese discernimiento, pues el bien y el mal están entrelazados. Es el momento de tomar la decisión de querer ser buen grano, «con todas nuestras fuerzas, y entonces alejarse del maligno y de sus seducciones»[5]. Solo seremos verdaderamente felices si acogemos la buena semilla, utilizando la libertad para amar a Dios y a los demás. En el discernimiento por ser buen grano, un buen criterio puede ser escoger siempre el servicio.

«Quien, al escudriñar su conciencia, encuentre ser cizaña –escribía san Agustín–, no tema cambiar. Todavía no hay orden de cortar, aún no es el momento de la siega; no seas hoy lo que eras ayer, o no seas mañana lo que eres hoy»[6]. La Virgen María, esperanza nuestra, nos sostendrá en esta batalla por dejar que la buena semilla crezca, conquiste nuestros corazones y los corazones de quienes nos rodean.


[1] Francisco, Ángelus, 20-VII-2014.

[2] Benedicto XVI, Ángelus, 17-VII-2011.

[3] San Juan Pablo II, Homilía, 19-VII-1987.

[4] San Josemaría, En diálogo con el Señor, “El talento de hablar”.

[5] Francisco, Audiencia, 23-VII-2017.

[6] San Agustín, Sermón 73, A.