La humildad, fuente de alegría

La humildad es una nota distintiva básica, uno de los cimientos de la auténtica vida cristiana, porque es la “morada de la caridad”. Ofrecemos un texto espiritual sobre esta virtud.

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A Dios nadie le ha visto jamás [1], afirma la Sagrada Escritura. Mientras vivimos en esta tierra, no tenemos un conocimiento inmediato de la esencia divina; entre Dios y el hombre hay una distancia infinita, y sólo Él, adecuándose a la condición del ser humano, ha podido franquearla por medio de su revelación. Dios se ha manifestado a los hombres en la creación, en la historia de Israel, en las palabras que dirige a través de los profetas, y, finalmente, en su propio Hijo, que es la revelación última, completa y definitiva; la epifanía misma de Dios: el que me ha visto a mí ha visto al Padre [2].

¡Un Dios que se hace hombre! Es para sorprenderse. Un Dios que, en Cristo, ve y se deja ver, oye y se deja oír, toca y se deja tocar; que se abaja a la condición humana y se vale de los sentidos para hacernos entender la llamada a la intimidad de su amor, a la santidad. El asombro ante la Encarnación del Verbo mueve a contemplar con veneración las acciones, gestos y palabras de Jesús. Cuando así se hace, se descubre que todo en la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta la muerte en la Cruz, está empapado de humildad, pues siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz [3].

La humildad, morada de la caridad

El mensaje de amor de Dios nos ha llegado a través del abajamiento del Hijo. La humildad es una nota distintiva básica, uno de los cimientos de la auténtica vida cristiana, porque es la morada de la caridad. San Agustín afirma: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[4]. En la humildad del Verbo encarnado, además de mostrarse la hondura del amor de Dios por nosotros, se nos enseña el camino real que conduce a la plenitud de ese amor.

La vida cristiana consiste en la identificación con Cristo: sólo en la medida en que nos unimos a Él somos introducidos en la comunión con el Dios viviente, fuente de toda caridad, y nos hacemos capaces de amar a los demás hombres con su mismo amor [5]. Ser humilde como lo fue Cristo significa servir a todos, muriendo al hombre viejo, a las tendencias que el pecado original desordenó en nuestra naturaleza. Por eso, el cristiano entiende que "las humillaciones, llevadas por amor, son sabrosas y dulces, son una bendición de Dios" [6]. Quien así las recibe, se abre a toda la riqueza de la vida sobrenatural y puede exclamar con San Pablo: perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él [7].

Las causas del desasosiego

En contraste con el profundo gozo interior que proviene de la humildad, la soberbia no produce sino inquietud e insatisfacción. La soberbia lleva a orientar las cosas hacia el propio yo, y a analizar cuanto sucede desde una perspectiva exclusivamente subjetiva: si una cosa agrada o no, si supone una ventaja o requiere esfuerzo...; y no considera si se trata de algo bueno en sí mismo o para los demás. Ese egocentrismo lleva a juzgar que los otros actúan y piensan según las categorías que uno tiene, y a moverse con la pretensión, más o menos explícita, de que deben comportarse como se desea. Así se explica que un hombre soberbio sea víctima de frecuentes enfados cuando considera que no se le tiene suficientemente en cuenta, o que se entristezca al advertir los propios errores o las mejores cualidades de los demás.

Cuando uno se deja llevar por la soberbia, aunque trate de buscar su propia complacencia, siempre alberga un punto de desasosiego. ¿Qué le falta para ser feliz? Nada, porque lo tiene todo; y todo, porque ha perdido de vista lo fundamental: su capacidad para darse al otro. Su comportamiento ha forjado un modo de ser que le dificulta hallar la verdadera felicidad. Así lo advertía el fundador del Opus Dei: "si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos (...). Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida" [8].

La soberbia es siempre un eco de aquella primera rebelión con la que el hombre trató de suplantar a Dios, y cuya consecuencia fue la pérdida de la amistad con el Creador y de la armonía consigo mismo. El individuo orgulloso confía tanto en sus potencialidades, que llega a olvidar su naturaleza necesitada de redención. Por eso, no sólo la enfermedad física, sino incluso la inevitable experiencia de los límites, defectos y miserias, le desconcierta e incluso le puede llegar a desesperar. Vive apegado de tal modo a sus propios gustos y opiniones, que no consigue apreciar ni valorar positivamente una visión distinta a la suya. Por eso, no logra resolver sus conflictos interiores y está sujeto a reiteradas discrepancias con los demás. Esta dificultad de someterse a otras voluntades le conduce a no aceptar tampoco el querer de Dios: fácilmente se convencerá de que no es posible que Dios le pida aquello que él no desea, y puede suceder que hasta la misma conciencia de ser una criatura dependiente de Dios se convierta para él en objeto de resentimiento.

La fuerza de la atracción de la humildad

Para la persona humilde, en cambio, confrontarse con la gloria de Dios es causa de alegría, más aún, el único motivo de verdadero júbilo. Es cierto que, al ponerse delante de Él, descubre su finitud y su pequeñez; pero su condición de criatura, lejos de ser ocasión de tristeza o desesperanza, es fuente de íntimo gozo. La humildad es una luz que hace descubrir al hombre la grandeza de su propia identidad, como ser personal capaz de dialogar con el Creador, y aceptar su dependencia de Él con completa libertad.

El alma de la persona humilde experimenta la mayor plenitud interior cuando advierte que el Ser absoluto es un Dios personal de magnificencia infinita, que nos ha creado, nos mantiene en la existencia y se nos revela con un rostro humano en Jesucristo. Conocer la generosidad divina, su condescendencia para con sus criaturas, lleva a quien es humilde a disfrutar contemplando la belleza de las cosas creadas, en las que descubre un reflejo del amor de Dios; y le mueve al deseo de compartir con los demás ese permanente deslumbramiento.

Las reacciones del soberbio y del humilde son también muy distintas ante la llamada de Dios. El soberbio se esconde en una actitud de falsa modestia, alegando que tiene pocos méritos, porque no desea renunciar al mundo que ha construido para sí; la persona humilde, en cambio, no se detiene a juzgar si es demasiado poca cosa para alcanzar la santidad. Le basta percibir la invitación a entrar en comunión con Dios para aceptarla con alegría, por mucho que le desconcierte.

Quienes –como es el caso de los santos– luchan por ser verdaderamente humildes, adquieren una personalidad que atrae a los demás. Con su comportamiento habitual consiguen crear en torno a sí un remanso de paz y de alegría, porque reconocen el valor de los otros. Los aprecian verdaderamente y, por eso, en su conversación, en la vida en familia o en el trato con colegas y amigos, saben comprender y disculpar; les mueve el interés de ayudar y convivir con todos: son capaces de reconocer lo que deben a quienes les rodean, sin pretender ni reclamar derechos. A su lado, en definitiva, se palpa el amor de Dios que anima sus vidas: uno se encuentra en confianza, no se siente juzgado, sino querido.

Recomenzar a aprender a ser humildes

Con frecuencia la causa del agobio o del pesimismo, que a veces nos invaden, no está en la pequeñez humana o en el esfuerzo que debemos realizar ante una determinada tarea, sino en ver las cosas con una perspectiva demasiado centrada en el yo. "¿Por qué nos entristecemos los hombres?", preguntaba San Josemaría. Y respondía: "porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos" [9].

Se puede probar cierta sensación de tristeza ante las dificultades propias o ajenas; ante algunos defectos que se perciben con más rigor que en el pasado o que se creían superados; ante la imposibilidad de alcanzar objetivos profesionales o apostólicos, perseguidos con ilusión y esfuerzo durante mucho tiempo. También se puede experimentar la rebeldía de no querer aceptar algunos acontecimientos o circunstancias que contrarían y hacen sufrir. Siempre, pero especialmente en tales momentos, resulta necesario, como aconsejaba don Álvaro en una de sus cartas, que renovemos el propósito de recomenzar a aprender a ser humildes [10]: pidiendo al Señor la humildad, su humildad, y acudiendo a la Virgen para que nos enseñe y nos dé fuerza. Este es el sentido de las palabras del Señor: venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera [11]. Por eso cada día el alma enamorada aprende a ser humilde en la oración: “La oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo" [12]. Sólo se recupera la paz cuando, en lugar de razonar y reflexionar en nuestro interior sobre lo que nos pasa, procuramos dejar de lado esas preocupaciones y volvemos a Cristo.

"Alma, calma" [13]. Estas palabras, que tanto gustaban al Fundador, sintetizan todo un programa de vida por el que el alma, contando con la gracia divina, se enfrenta con ardor y prudencia a cualquier dificultad. Cuando se vive así, se cumple lo que enseñaba San Josemaría: "todas aquellas contradicciones que tantas veces nos han hecho sufrir, no han sido causa de que perdiésemos en ningún momento la alegría ni la paz, porque hemos podido experimentar cómo el Señor saca dulzura –miel sabrosa– de las rocas áridas de la dificultad: de petra, melle saturavit eos (Ps 80, 17)" [14].

Nuestra Madre Santa María nos hace presente la necesidad de ser humildes, para vivir cerca de Dios. Ella es modelo de alegría, precisamente porque también lo es de humildad: proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava [15].


1. 1 Jn 4, 12.

2. Jn 14, 9.

3. Flp 2, 6-8.

4. San Agustín, Epist. 118, 22.

5. Cfr. Rom 5, 5.

6. San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, 25-XII-1973.

7. Flp 3, 8-9.

8. San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, 25-XII-1972.

9. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 108.

10. Mons. Álvaro del Portillo, Carta 1-V-1990.

11. Mt 11, 28-30.

12. San Josemaría, Surco, n. 259.

13. San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 9-XI-1972.

14. San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 4.

15. Lc 1, 46-48.

© Fuentes: Documentos, octubre de 2006