La herencia espiritual de Mons. Álvaro del Portillo

Publicamos la conferencia pronunciada por Mons. Fernando Ocáriz -vicario general del Opus Dei- en el congreso celebrado en Roma, del 12 al 14 de marzo, con ocasión del centenario del nacimiento de Mons. Álvaro del Portillo. "Don Álvaro -explicó monseñor Ocáriz- fue un hombre que tenía paz y daba paz".

En la apertura de este congreso, S.E. Mons. Javier Echevarría, presentando al Venerable Álvaro de Portillo como fiel sucesor de San Josemaría, ha desarrollado ya la sustancia de la herencia espiritual que nos ha dejado don Álvaro. Mons. del Portillo, en efecto, no buscó en ningún momento dar una impronta personal al Opus Dei, sino que procuró ser plenamente fiel, en todo, a Dios y a la Iglesia siguiendo el espíritu de San Josemaría. Esta ha sido su propia y verdadera herencia espiritual: el ejemplo de una fidelidad inteligente, libre e indiscutida; una fidelidad en la continuidad.

Querría detenerme, por tanto, sólo en un aspecto concreto, que aparentemente no es central en esta fidelidad: don Álvaro fue un hombre que tenía paz y daba paz. San Josemaría, siendo aún sacerdote joven, experimentó en sí mismo, con sorpresa, la dote de ser hombre de paz, como se lee en un apunte suyo del año 1933: "Creo que el Señor ha puesto en mi alma otra característica; la paz; tener la paz y dar la paz, según veo en las personas que trato o dirijo"[1].

La esencia de la paz: Ipse (Christus) est pax nostra (Ef 2, 14)

La noción de paz encierra una variedad notable de significados análogos. Mons. del Portillo recordaba a menudo la expresión agustiniana, según la cual la paz es la tranquillitas ordinis[2], la tranquilidad del orden. Pero habitualmente se refería a una paz –tranquilidad y orden– no sólo natural, sino a aquella paz que tiene su raíz sobrenatural en la unión del alma con Dios: "Cuando nuestra alma está ordenada a Dios, como un mar en calma, se experimenta el gaudium cum pace, el gozo y la paz: una alegría que se contagia a los demás"[3]. La paz personal se edifica sobre la unidad de vida, que elimina las divisiones interiores del hombre; una unidad que sólo puede edificarse sobre la ordenación a Dios de todas las dimensiones de la persona. Don Álvaro –siguiendo fielmente también en esto a San Josemaría–, decía, por ejemplo, que "la unidad de vida lleva a no separar el trabajo de la contemplación, ni la vida interior del apostolado; a hacer compatible la realización de una tarea científica absorbente con una fe personal y vivida; a descubrir –siendo dóciles al Espíritu Santo, y en particular a los dones de ciencia y de sabiduría– la presencia y la acción de Dios en todas las realidades terrenas, desde las más encumbradas hasta las que parecen más humildes"[4].

En el Nuevo Testamento, la paz está muy presente –en todos los libros excepto en la primera carta de San Juan–, sobre todo como una realidad donada por Cristo, que el mundo no puede dar (cfr. Jn 14, 27). Podemos decir que esta paz es el mismo Cristo que se entrega a nosotros. En este sentido, Mons. del Portillo citaba a veces la expresión paulina: "Ipse est enim pax nostra (Ef 2, 14), Él es nuestra paz".[5], porque Cristo nos ha reconciliado con el Padre (cfr. Rm 5, 10), nos ha ordenado a Sí mismo y nos ha unido como hermanos. "Él es la la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí"[6], ha escrito Papa Francisco.

El sentido literal de Ef 2, 14 –"Él es nuestra paz"–, como indica el contexto inmediato, se refiere a la paz entre judíos y cristianos que Cristo ha hecho abatiendo el muro de la separación entre ellos[7]. Sin embargo, en un contexto más amplio, el abatimiento del muro de separación coincide con la inserción de los judíos y los gentiles en un único cuerpo, que es el cuerpo de Cristo. Así pues, de una parte, la paz está unida a la reconciliación con Dios, a la justificación (cfr. Rm 5, 10 s) y, por tanto, a la gracia de la adopción filial. "Tener la paz" es "tener a Cristo", identificarse con Cristo, ser ipse Christus, según la expresión de San Josemaría[8], que don Álvaro recordaba muchas veces. Por otra parte, quien está unido a Cristo nuestra paz, debe abatir los muros de separación, ser "pacífico", operador de paz, característica propia de los hijos de Dios, según las palabras del Señor: "bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).

En sus escritos, don Álvaro considera frecuentemente la relación entre el sentido de la filiación divina y la paz del alma. "El conocimiento de que somos hijos muy queridos de Dios –escribía en una carta pastoral– nos moverá poderosamente (...). Y como dote inseparable de este don preciosísimo, viene al alma el gaudium cum pace, la alegría y la paz"[9]. Esta pertenencia de la paz a la conciencia de fe de ser hijos de Dios, no era sólo una doctrina, sino también una realidad viva en la existencia de Mons. del Portillo, como recordaba el cardenal Palazzini: "De su saberse hijo de Dios surgían, también en las circunstancias humanas más difíciles, aquella paz y aquella alegría que muchos han señalado como la característica más sobresaliente de su persona. Ante las contrariedades o los peligros, sabía abandonarse confiadamente en Dios y de este modo conservaba una calma inalterable"[10].

Don Álvaro, "hombre que tiene la paz y da la paz"

Mucha gente experimentó, en la persona de Mons. Álvaro del Portillo, la característica de tener la paz y dar la paz. El Decreto de la Congregación de las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes lo afirma con las siguientes palabras:"Era hombre de profunda bondad y afabilidad, que transmitía paz y serenidad a las almas. Nadie recuerda un gesto poco amable de su parte, un movimiento de impaciencia ante las contrariedades, una palabra de crítica o de protesta por alguna dificultad: había apren­dido del Señor a perdonar, a rezar por los perseguidores, a abrir sacerdotalmente sus brazos para acoger a todos con una sonrisa y con plena comprensión"[11]. En su biografía aparecen, en efecto, muchos ejemplos en este sentido[12]. Recuerdo que una vez, durante una reunión de trabajo en el Vaticano, uno de los participantes contradijo con total falta de cortesía –por no decir de modo ofensivo– la opinión expuesta poco antes por Mons. del Portillo. Él respondió a esa persona con tal paz, delicadeza y serenidad, que otros de los presentes en aquella reunión comentó luego que aquel día se había dado cuenta de la santidad de don Álvaro.

Los testimonios escritos sobre don Álvaro como hombre de paz son también numerosos. Por ejemplo, Mons. Tomás Gutiérrez, entonces Vicario regional del Opus Dei en España, que tuvo una relación muy estrecha con don Álvaro durante mucho tiempo, atestiguaba que "Una de las características fundamentales del Siervo de Dios, era la de tener paz y dar paz. Por lo tanto, era un verdadero ejemplo ver cómo ante cualquier contrariedad, cualquier noticia más o menos dolorosa, en circunstancias en las que normalmente uno reacciona con enojo, siempre reaccionaba con sentido sobrenatural, poniendo en las manos de Dios todo lo ocurrido"[13]. Y el Rev. José Luis Soria, que vivió bastantes años en la sede central del Opus Dei, junto a San Josemaría y al Venerable Álvaro del Portillo, escribió que "una de las cosas que más llamaban la atención en la personalidad y en la vida de Mons. del Portillo era su serenidad, su paz interior. Tenía paz y daba paz"[14].

También yo pude experimentar lo mismo. Especialmente en los años 1992-1994, estuve frecuentemente con don Álvaro en el despacho donde trabajaba habitualmente, siempre que me llamaba para preguntarme algo o hablarme sobre algún tema, normalmente relacionado con mi trabajo en la Curia prelaticia del Opus Dei. Siempre experimenté que un simple intercambio de algunas palabras con él infundía en mi alma paz y alegría. Además, puedo decir que nunca vi a don Álvaro abatido, triste o de malhumor, y ni siquiera le oí una queja sobre sus sufrimientos personales.

No hay duda de que esta característica suya –tener la paz y darla paz– era consecuencia de su unión con Dios, de su fe en el amor providente de Dios por nosotros. La afirmación de San Juan sobre esta fe (cfr. 1 Jn 4, 16) es, según Benedicto XVI, “una formulación sintética de la existencia cristiana"[15]. Siendo la fe en el amor de Dios el fundamento de la esperanza (cfr. Hb 11, 1) y raíz de la caridad (cfr. Rm 5, 6), informaba la vida de oración de don Álvaro y su unión a la Cruz de Cristo. En este sentido se expresaba el cardenal William Baum, recordando sus encuentros con Mons. del Portillo: "En aquellos encuentros me quedó siempre la impresión de encontrarme frente a un hombre profundamente unido a Dios, en quien las dotes humanas de bondad, amabilidad, serenidad, paz interior y exterior, eran la demostración tangible de la riqueza de su vida espiritual.Junto a Mons. Álvaro del Portillo se percibía la realidad de una oración muy profunda, de una fe que impregnaba toda su vida"[16].

"Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). La conexión, a la que ante me he referido, entre "tener la paz" y el sentido de la filiación divina, se extiende por así decir a la relación entre esta filiación divina y el "dar la paz", el ser operadores de paz.

Resulta interesante hacer notar que "dar la paz", en don Álvaro, junto a una actitud de benevolencia hacia los demás, incluía también el ejercicio de la fortaleza, sobre todo cuando era necesario exigir o corregir a otras personas. Así se expresaba don Álvaro en una carta a los fieles del Opus Dei: "Necesito recordaros también que ser sembradores de paz no significa que hayamosde transigir ante cualquier suceso o conversación, que vayamos a quedarnos parados, para no molestar, cuando otros siembran la cizaña del pecado. Al contrario, hijos míos: trataremos, con santa intransigencia, de ahogar el mal en abundancia de bien, como decía nuestro Padre, precisamente para que reine la verdadera paz entre los hombres de este mundo nuestro"[17].

Era una realidad vivida por don Álvaro: dar paz también cuando exigía o corregía a alguien. Mons. Amadeo de Fuenmayor recordaba que "tenía la cualidad de saber decir las verdades sin herir, conjugando la verdad con la caridad, la fortaleza con la dulzura"[18]. También yo puedo testimoniar personalmente que he sido corregido por don Álvaro, en una ocasión de modo enérgico, y de haber experimentado –también en aquella circunstancia– la paz que difundía.

La paz es consecuencia de la victoria en la lucha: pax in bello

San Josemaría escribió en Camino: "La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz"[19]. Como la pelea del cristiano ha de ser una lucha interior por amor a Dios, la paz se encuentra en la misma lucha, y, por tanto, algunas veces utilizó la antigua expresión latina pax in bello[20].

La paz que el mundo no puede dar es un don de Dios, pero requiere al mismo tiempo la lucha contra todo lo que se opone a la vida de Cristo en nosotros. "Muchas veces he oído decir a nuestro Fundador que la paz es consecuencia de la guerra. Si no lucháramos, seríamos vencidos por el demonio, pasando a ser esclavos suyos. Pero con la gracia de Dios y con un poco de buena voluntad por nuestra parte, somos siempre victoriosos, y entonces poseemos la paz en el alma"[21].

El "sentido" de la filiación divina otorga la fuerza para luchar y superar, con la gracia del Espíritu Santo, todos los obstáculos a la paz personal. Como escribió Mons. del Portillo, "nuestra filiación divina nos ha de dar –¡y cada día más!– el gaudium cum pace, la serenidad "[22]. Por eso –explicaba– hemos de tener "la certeza de que, después de la Cruz, viene la Resurrección, la victoria del poder y de la misericordia de Dios sobre nuestras pobres miserias, la alegría y la paz que esta tierra no puede dar"[23].

La paz, como consecuencia de la gracia de Dios y también de la lucha espiritual personal, no era sólo una doctrina, sino una realidad en la vida del venerable Álvaro, como se ve en los recuerdos escritos por testigos de esos momentos. Así se expresaba Mons. Javier Echevarría, el colaborador más directo y autorizado de estos testigos, refiriendo a su vez el testimonio de San Josemaría: "He oído repetir muchas veces a San Josemaría que le llenaba de confianza, en aquellos años 40 especialmente duros por las dificultades externas y también por las incomprensiones de los buenos, comprobar el gran sentido sobrenatural y la serenidad amable de don Álvaro ante los más diversos sucesos, aunque fueran cuestiones que suponían una grave complicación o llevaban a tropezar con el desamparo humano más absoluto. En esas circunstancias duras, que el Señor permitía, la paz de aquel hijo suyo le servía para continuar el trabajo apostólico con su alegría y optimismo habituales, dedicado al desarrollo de la Obra, sin ignorar naturalmente la importancia de esos problemas"[24].

La visión sobrenatural –visión de fe– hace posible que las dificultades, los sufrimientos físicos y morales, sean considerados como ocasiones de participar en la Cruz de Cristo, de cumplir en nuestra carne –según las palabras de San Pablo– lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24). Lo recuerda Mons. Ignacio de Celaya con estas palabras: "Parece evidente que toda la vida de don Álvaro, en la que hay tanto de sufrimiento, de dolor, de trabajo, de enfermedad, de humillación, etc., sólo podía llevarla con aquella paz, serenidad, buen humor y alegría, por don de Dios, que le llevaba a unir su vida al Sacrificio redentor de Jesucristo"[25]. Efectivamente, don Álvaro transcurrió varios períodos de su vida con fuertes problemas de salud, sin que esto comportase la pérdida de su tranquilidad de ánimo, sin descuidar la intensidad de su múltiple trabajo apostólico y de gobierno en el Opus Dei.[26].

La paz del mundo

Comentando las palabras ya citadas de San Josemaría sobre la paz como consecuencia de la victoria, el Venerable Álvaro del Portillo escribió que la paz "es fruto de esa pelea íntima que cada uno debe mantener dentro de sí mismo contra todo lo que nos aparte de Dios. Sólo si hay una lucha ascética personal, constantemente renovada (...), se difundirá la paz de Dios a nuestro alrededor: en los hogares, entre los demás parientes, en el círculo profesional y social..., hasta provocar en todo el mundo esa oleada de paz y concordia que el Señor ha prometido a los hombres, y que los ángeles anunciaron en la primera Navidad"[27].

La paz de Cristo –"la paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27)– no es una realidad sólo personal, sino que tiende a esparcirse a las familias, a las diversas sociedades y a toda la humanidad, edificando la paz social sobre un orden justo –opus iustitiae pax (Is 32, 17)–, que permite la libre y feliz expansión de la vida de cada uno. Sin embargo, es preciso considerar que cuando el Señor dice "mi paz os doy", enseguida añade: "No os la doy como la da el mundo" (Jn 14, 27). Existe, pues, una paz verdadera que da el Señor, la paz que tienen y difunden los hijos de Dios, los que viven según el Espíritu Santo y luchan contra el pecado; y existe una apariencia de paz que da el "mundo" –entendido en cuanto sometido al pecado (cfr. 1 Jn 2, 16)–, la paz de quien, en lugar de la libertad de los hijos de Dios, acepta la esclavitud del pecado, del egoísmo que por sí mismo es fuente de contrastes con los demás. En este caso, aunque se practique la justicia en muchos aspectos, no se logra edificar una paz que vaya más allá de los equilibrios inestables y de los compromisos precarios[28].

La justicia que puede ser fundamento estable de la paz es la justicia de los hijos de Dios, la justicia vivificada por la caridad que ve hermanos en los demás, hijos del mismo Padre celestial. Lo ha mostrado el Papa en su Mensaje por la jornada mundial de la paz: "es claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a u Padre común, como fundamento último, no logra subsistir. Una verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres"[29].

Como San Josemaría, siguiendo también en esto las exhortaciones de los Romanos Pontífices, don Álvaro tenía muy en el corazón la paz del mundo. Decía a los fieles del Opus Dei: “Si hacéis apostolado, cada vez habrá más almas que sigan a Cristo, que es el Príncipe de la Paz: su reinado se irá extendiendo y en el mundo habrá pax Christi in regno Christi: la paz para los pobres, y para los ricos. Y si somos mejores cristianos, conscientes de la obligación de hacer apostolado, habrá justicia social, y los no cristianos, arrastrados por nuestro ejemplo, sabrán que no sólo es preciso implantar la justicia, sino también la caridad, que llega mucho más lejos, que es el óleo que unge, que da suavidad a todo, porque si se hace la caridad de una manera seca y fría, no es caridad de Cristo” [30].

La relación constitutiva entre caridad y justicia con la paz en el mundo no era solamente tema de la predicación de don Álvaro, sino que era también un positivo interés práctico que se manifestaba por medio de las múltiples iniciativas que, promovidas por él, emprendieron fieles del Opus Dei junto con otras personas en muchos países, especialmente en lugares más necesitados de ayuda y de desarrollo, como hospitales, escuelas, centros de formación profesional, etc.

Ciertamente el Señor ha dicho: "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada" (Mt 10, 34). Jesús no ha venido a traer esa "paz del mundo" a la que me he referido anteriormente, sino la verdadera paz de los hijos de Dios. Pero no todos quieren recibirla, y el Señor lo advirtió a los discípulos diciendo: "En la casa en que entréis decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros" (Lc 10, 5-6). Si la paz que tratan de sembrar los discípulos de Cristo no es acogida y sufren, como Él, persecución a causa de la justicia, no deben considerarse fracasados, sino bienaventurados (cfr. Mt 5, 10). Igual que los Apóstoles, que, después de haber dado testimonio de Cristo ante el Sanedrín, "salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre" (Hch 5, 41). Lo que un cristiano no puede hacer es pagar con la misma moneda. "No devolváis a nadie mal por mal –escribe San Pablo–: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres" (Rm 12, 17-18). Y dirigiéndose a cada uno de nosotros, dice: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21).

Dirigiéndose a los fieles del Opus Dei, escribía don Álvaro: "Sabéis bien que la paz del mundo es una meta difícil, pero que no es una utopía; (…) tenemos que vivir con una alegría y con un optimismo contagiosos esta aventura fascinante de propagar el Evangelio, llevando la paz de Jesucristo –pacem meam do vobis (Jn 14, 27) – a todos los ambientes de los hombres, sin interrupciones y sin cansancios"[31].

La paz, fruto del Espíritu Santo

El Venerable Álvaro del Portillo escribió que "la paz es uno de los frutos de la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas. Tendremos paz y podremos difundirla a nuestro alrededor si tratamos al Paráclito, si queremos sinceramente cumplir todo lo que nos pide”."[32]. Según Santo Tomás, "la paz es un cierto acto y efecto de la caridad”[33]que el Paráclito infunde en el alma (cfr. Rm 5, 5). La caridad hace buena la voluntad porque la ordena a Dios, y por esto es principio de paz interior: "paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" (Lc 2, 14)[34]. El que se deja guiar por el Paráclito tendrá la paz y difundirá la paz.

También la alegría, fruto del Espíritu Santo, es "cierto acto y efecto de la caridad"[35], pues la misma virtud de la caridad "dispone a amar, a desear el bien amado y a gozar de él"[36]. San Pablo pone juntos estos dos frutos del Paráclito cuando escribe a los gálatas: "Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz..." (Gal 5, 22) y los menciona también en otras ocasiones (cfr. Rm 15,13). San Josemaría lo sigue cuando habla, no de la alegría y la paz separadamente, sino del gaudium cum pace[37]. Don Álvaro hace lo mismo al comentar esta enseñanza y muestra su relación con la filiación divina. "En la vida sobrenatural –la enseñanza viene de San Pablo– nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo (1 Cor 12, 3): no somos capaces de llevar a cabo la más pequeña acción, con alcance eterno, sin la ayuda del Paráclito. Él nos empuja a clamar Abba Pater!, de manera que paladeemos la realidad de nuestra filiación divina. Él, como Abogado, nos defiende en las batallas de la vida interior, es el Enviado que nos trae los dones divinos, el Consolador que derrama en nuestras almas el gaudium cum pace, la alegría y la paz que hemos de sembrar por el mundo entero"[38].

Estas últimas palabras son un nuevo eco de la predicación de San Josemaría, cuando decía que "los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría"[39]. De modo análogo a como los frutos de un árbol llevan en sí mismos las semillas de los frutos futuros, así quien posee el fruto del gaudium cum pace –manifestación del amor que dona la propia vida– necesariamente será "sembrador de paz y de alegría": como el grano de trigo que cae en la tierra y muere para llevar nuevo fruto (cfr. Jn 12, 24). Siempre con la protección maternal de Santa María Regina pacis, la vida del Venerable Álvaro del Portillo tuvo este sello que distingue a quienes han seguido a Cristo tan de cerca que se han identificado con Él.

- Comunicación pronunciada por Mons. Fernando Ocáriz en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).

- ESC - Edizioni Santa Croce.


[1] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 1095: cit. en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1997, vol. I, p. 560.

[2] San Agustín, De civitate Dei, XIX, 13, 1.

[3] Álvaro del Portillo, Notas de una reunión familiar, 24-II-1988 (Archivo General de la Prelatura –AGP–, P04, 1988, p. 542). Los textos citados a continuación, sin mencionar al autor, son de Mons. del Portillo.

[4] Homilía, 15-X-1985, in Rendere amabile la verità, Libreria Editrice Vaticana, 1995, p. 187. Sobre la unidad de vida en las enseñanzas de San Josemaría, cfr. Ignacio de Celaya, Unidad de vida y plenitud cristiana, en Fernando Ocáriz – Ignacio de Celaya, Vivir como hijos de Dios, Eunsa, Pamplona, 6ª ed. 2013, pp. 131-181; Ernst Burkhart – Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, vol. 3 (2013), pp. 617-653.

[5] Por ejemplo, en la homilía del 24-I-1990 (AGP, Serie B.1.4).

[6] Papa Francisco, Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 8-XII-2013, n. 3.

[7] Cfr. Victor Hasler, Eirene, in Horst Balz – Gerhard Schneider, Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 2004, col. 1054.

[8] Cfr. San Josemaría, Conversaciones, n. 58; Es Cristo que pasa, nn. 96, 104 e 120. Sobre la expresión Ipse Christus en san Josemaría, y sus precedentes en la tradición patrística yen la literatura teológica y espiritual, cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, cit., vol. 2 (2011), pp. 78-95.

[9] Carta pastoral, 1-V-1988 (AGP, biblioteca, P17, I, n. 370).

[10] Pietro Palazzini, Relazione testimoniale (AGP, APD T-17356, p. 1).

[11] Congregación de las Causas de los Santos, Decreto del 28-VI-2012 sobre la heroicidad de las virtudes del Siervo de Dios Álvaro del Portillo.

[12] En realidad, toda su biografía atestigua esta cualidad espiritual; cfr. Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012.

[13] Tomás Gutiérrez, in Prelatura Sanctae Crucis et Operis Dei Tribunal. Beatificationis et Canonizationis Servi Dei Álvari del Portillo, Processus, vol. XIII, Roma 2008, p. 3635.

[14] José Luis Soria, Relazione testimoniale (AGP, APD T-18570, p. 17).

[15] Benedetto XVI, Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 1.

[16] William Baum, Lettera a Mons. Javier Echevarría (AGP, APD T-16369).

[17] Carta pastoral, 1-X-1989 (AGP, biblioteca, P17, III, n. 52).

[18] Amadeo de Fuenmayor, in Positio super vita, virtutibus et fama sanctitatis Servi Dei Álvari del Portillo (Summarium, n. 2050).

[19] San Josemaría, Camino, n. 308.

[20] Parece proceder de la expresión paritur pax bello, de Cornelio Nepote, historiador de Roma del siglo I a.C. (cfr. De viris illustribus. Liber De excellentibus ducibus exterarum gentium: Epaminonda, 5).

[21] Homilía, 24-I-1990 (AGP, Serie B.1.4).

[22] Carta, 28-X-1980 (AGP, Epistolario, vol. III/2, p. 229).

[23] Carta pastoral, 1-IX-1988 (AGP, biblioteca, P17, I, n. 397).

[24] Javier Echevarría, in Positio super vita, virtutibus et fama sanctitatis Servi Dei Álvari del Portillo (Summarium, n. 341).

[25] Ignacio de Celaya, Relazione testimoniale (AGP, APD T-19254, p. 26).

[26] Cfr. Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, cit., pp. 320-323, 349-351, 376-379, 764-770.

[27] Carta pastoral, 1-I-1994 (AGP, biblioteca, P17, III, p. 281).

[28] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 73.

[29] Papa Francisco, Mensaje por la Jornada mundial de la pazm 8-XII-2013, n. 1. Cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 180.

[30] Notas de una reunión familiar, 15-IV-1981 (AGP, biblioteca, P02, p. 540).

[31] Carta pastoral, 11-X-1986: en "Romana" 3 (1986) 261.

[32] Carta pastoral, 1-X-1989 (AGP, biblioteca, P17, III, p. 51).

[33] Santo Tomás de Aquino, S. Th. II-II, q. 29, a. 4 c.

[34] Este texto, que la Neovulgata traduce "et super terram pax in hominibus bonae voluntatis", se encuentra en las ediciones recientes como "paz en la tierra a los hombres que ama el Señor", no como antes: "paz en la tierra a los hombres de buena voluntad". Evidentemente le dos traducciones non se excluyen, ya que los hombres de buena voluntad son aquellos en los que Dios se complace. En cualquier caso, con o sin referencia al texto de Lc 2, 14, la afirmación del lazo entre "paz" y "buena voluntad" es común en la tradición (cfr., p. es., San León Magno, Sermo 95, sobre las bienaventuranzas).

[35] Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 28, a. 4, c.

[36] Ibid.

[37] Cfr., por ejemplo, Camino, n. 758; Surco, nn. 8, 78; Forja, nn. 174, 900; Es Cristo que pasa, n. 9; ecc. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, cit., vol. II (4ª ed., Madrid 2013), pp. 488-489.

[38] Carta pastoral, 1-V-1986 (AGP, biblioteca, P17, I, p. 230).

[39] Surco, n. 59.