«Mis años de trabajo junto al beato Álvaro»

El 11 de marzo de 1914 nació Álvaro del Portillo. Y el 11 de marzo de 1954, el redactor de este artículo —don Iñaki Celaya—, le conoció en Roma. Don Iñaki fue rector del Colegio Romano y más tarde director espiritual del Opus Dei. Ahora publicamos algunos recuerdos de sus años de trabajo junto al beato Álvaro.

D. Iñaki Celaya junto al beato Álvaro del Portillo, el 21 de septiembre de 1975

1. Introducción

2. La intención especial

3. Trabajo y piedad

4. Fortaleza, alegría y buen humor

5. Fe con obras

6. Humildad sobrenatural

7. Oración personal, esperanzada y optimista

8. Corazón de amigo, de Padre... y de hijo


Introducción

Conocí personalmente al beato Álvaro del Portillo el día 11 de marzo de 1954, fecha en la que cumplía 40 años: yo había llegado a Roma la víspera por la noche, para comenzar mi estancia y estudios en el Colegio Romano de la Santa Cruz. Cuando saludé a don Álvaro y le felicité —serían las 9 de la mañana—, se encontraba junto a san Josemaría en medio de abundantes andamios, pues todos los edificios de alrededor estaban en obras.

Desde esa fecha y hasta 1974 puede verle y hablar con él con frecuencia, puesto que el Colegio Romano —del que fui alumno hasta el 57, luego miembro del consejo local; y a partir de 1963, rector— tenía su sede en los mismos edificios de Villa Tevere (sede del Consejo General); y era habitual que Mons. Escrivá de Balaguer viniera a estar con los alumnos del Colegio Romano, prácticamente siempre acompañado de don Álvaro.

A partir del 57 mi trato fue además frecuente con ocasión del trabajo de dirección del Colegio Romano, que san Josemaría seguía muy de cerca, junto con don Álvaro.

En septiembre de 1974, el Colegio Romano, del que fui rector hasta 1977, se trasladó a su sede definitiva, emplazada en Cavabianca, un conjunto de edificios situados en las afueras de Roma. La frecuencia con que nos veíamos quizá disminuyó algo con la distancia, pero aumentó en intensidad, por razón del cargo y las necesidades de formación del Colegio Romano; y en particular, a partir de septiembre del 75 hasta junio del 77 (desde que don Álvaro fue elegido presidente general del Opus Dei hasta que yo dejé el Colegio Romano), tuve muchas ocasiones de trato directo con don Álvaro, de recibir sus indicaciones y su ayuda.

Desde junio de 1977 hasta el fallecimiento de don Álvaro en marzo de 1994, viví en el centro del Consejo General, junto al prelado y a las personas que constituían este consejo: fui en este tiempo director espiritual central. En este periodo tuve la gracia de estar aún más cerca de don Álvaro: por una parte, en lo referente a la tarea que por mi cargo me correspondía; y por otra, en cuanto que la vida en familia propia del centro la hacíamos con él: concretamente, la meditación de la mañana cada día; los ratos de tertulia después de la comida y de la cena; los actos de piedad habituales (Exposición con el Santísimo y Salve los sábados y otros días de fiesta, los días de retiro; etc.). Además he asistido a muchos medios de formación impartidos por él: frecuentes meditaciones, el círculo breve que daba casi todas las semanas, homilías en diversas ocasiones, tertulias y medios de formación con todo tipo de personas; etc. Finalmente, añado que he tenido ocasión de acompañarle en bastantes almuerzos a los que había invitado a algunas autoridades eclesiásticas.

La primera impresión que tuve desde que lo conocí, fue la de encontrarme ante una persona llena de sencillez y naturalidad, muy serena, muy acogedora. Esta impresión se fue afianzando día a día: a la vez que descubría cualidades humanas e intelectuales excepcionales, me pareció que su misión consistía en ayudar y estar junto a san Josemaría, pasando inadvertido, lleno de delicadeza con él (en sus conversaciones, en las sugerencias que le hacía), atento a las mínimas indicaciones que recibía.

Desde que fue elegido presidente general (15.IX.75), las cualidades que me impresionaron al principio, fueron agigantándose día a día: dotes de inteligencia y de gobierno, sentido sobrenatural, serenidad, paz, cordialidad y cariño grande a las personas.

Es difícil distinguir en mi vida la influencia que tuvo el beato Álvaro del Portillo de la que tuvo el fundador de la Obra mientras este vivía: pienso que casi sin darme cuenta, lo que aprendí de don Álvaro es a tratar de ser hijo fiel de san Josemaría, a través del ejemplo que nos daba y que entraba por los ojos.

A partir de su elección como Padre, pienso que ese ejemplo —el de ser hijo fiel de nuestro fundador— ha sido constante en su vida, por la referencia continua al espíritu de san Josemaría en el gobierno. En este contexto, me ha dejado una impresión y huella profundas el sentido de la filiación divina, que le llevaba a una gran visión sobrenatural en todo, a una paz inalterable —que la comunicaba, la irradiaba a todos—, su espíritu de trabajo incansable y una constancia y tenacidad para cumplir la Voluntad de Dios muy fuertes, hasta el último momento de su vida.

No conservo apenas correspondencia con él —por vivir en la misma casa no había lugar para ello—, excepto breves cartas de felicitación o recuerdo que recibí en alguna celebración mía, si él estaba fuera de Roma. También en ocasiones semejantes yo le solía escribir. Por supuesto, conservo muchos apuntes personales sobre conversaciones mantenidas con don Álvaro, y notas tomadas de su predicación. A partir de 1975 tuve conciencia especial de que todo esto era un gran tesoro, y que lo debía conservar, cosa que he procurado hacer.

Aunque mi memoria es cada vez más frágil y mis dotes literarias bastante limitadas, por la calidad de mis recuerdos y la suerte que he tenido de ser testigo en primera persona de la actividad del beato Álvaro, me han invitado a menudo a contar detalles de su vida, tanto en pequeños encuentros familiares como en contextos serios, por ejemplo cuando declaré en su proceso de beatificación. Como ya no estoy para muchos trotes, me he animado —hasta a los de Bilbao, cuando vamos llegando a nonagenarios nos fallan a veces las fuerzas— a escribir estos recuerdos de mis años de trabajo junto al beato Álvaro con los que pongo un poco de orden en mi memoria y deseo animar a todos los que no le trataron personalmente a profundizar en su ejemplo y acudir a su intercesión.

La intención especial

La erección del Opus Dei como Prelatura personal fue uno de los primeros deseos de don Álvaro al ser elegido para suceder al fundador al frente del Opus Dei: llevar a cabo la intención especial, que nuestro fundador había dejado preparada. El proceso final se llevó a cabo desde finales de 1978 hasta noviembre de 1982: en ese tiempo —como es sabido— se dieron todos los pasos necesarios, desde la solicitud previa para que se estudiara el tema, hasta la promulgación de la Bula Ut sit del 28.XI.82, que fue ejecutada canónicamente de modo solemne por el Nuncio Apostólico en Italia, el día 19 de marzo de 1983, durante la santa Misa celebrada por el prelado, en la basílica de san Eugenio.

Todo este proceso fue impulsado por don Álvaro del Portillo con una fe, sentido sobrenatural y constancia extraordinarias, venciendo los múltiples obstáculos que se presentaron, de diversa índole; y en todo momento, con un rigor canónico y una íntima unidad con el Santo Padre y la Sede Apostólica. Seguí muy de cerca, en este tiempo, la actividad de don Álvaro, y pude observar de cerca algunas virtudes que especialmente se hicieron patentes. En primer lugar, animó a redoblar la oración y mortificación de todos sus hijos y de muchísimas otras personas (cooperadores del Opus Dei, familias, amigos, congregaciones religiosas, etc.), para lograr del Señor las gracias necesarias: casi todos los días, al terminar la meditación de la mañana, a las 8,30, cuando nos disponíamos a celebrar o asistir a la santa Misa, nos decía delante del Sagrario: "rezad especialmente por esta gestión que se hace hoy", "por esta visita que hemos de realizar", etc.

Su fe y confianza en la oración se manifiestan, por ejemplo, en el siguiente hecho: a principios de 1980, mientras estaba yo con don Álvaro en mi despacho, entró un sacerdote —don Miguel— que le contó que iba con un amigo suyo a visitar y atender a algunos sacerdotes ancianos que estaban en una residencia sacerdotal en Monte Mario. Muchos de estos sacerdotes tenían gran devoción a san Josemaría, y le pedían innumerables favores. En el caso al que me refiero —contaba don Miguel— se encontraron con un sacerdote que, con la estampa para la devoción privada en la mano, les argüía —como echándoles en cara— que non mi concede la grazia che le chiedo, no le concedía la gracia que pedía. Era un sacerdote de 87 años que pedía la intercesión de Mons. Escrivá de Balaguer para volver a ser profesor del Seminario...

A don Álvaro le hizo gracia, pero enseguida dijo a don Miguel: "la próxima vez que le veas dile, de mi parte, que nuestro Padre le está concediendo un favor mucho más grande, y es que le está haciendo perseverante en la oración". Y prosiguió: "y eso nos pasa a nosotros con la intención especial: mientras la pedimos con fe, nos está concediendo un favor aún mayor, y es que nos está haciendo perseverantes en la oración, más unidos al Padre y entre nosotros, más vibrantes apostólicamente". Y terminaba diciendo: "el Señor puede querer seguir concediéndonos este favor durante muchos años".

Pocos días después, nos dijo: "acabo de decirle al Señor que si quiere que continuemos otros 20 años pidiendo, hasta que nos lo conceda: fiat voluntas tua (hágase tu voluntad)". Nos dejó, lógicamente, muy impresionados con su fe, con su sentido sobrenatural. Poco tiempo después, hizo llegar a todos los miembros de la Obra esa jaculatoria, para que la rezaran constantemente: fiat voluntas tua.

Este sentido sobrenatural, de fe y de abandono en Dios, y de seguridad en la fuerza de la oración, se manifestaba en las palabras de don Álvaro —en junio de 1980— con las que respondió a una pregunta sobre la marcha de la intención especial: "Va muy bien, hijo mío, porque el Señor es el mejor de los padres y un padre bueno escucha siempre las peticiones de sus hijos. Desde el primer momento ha recogido nuestros ruegos; pero lo que mucho vale, mucho cuesta. Si Dios, a veces, quiere dilatar la realización concreta de lo que ya nos ha concedido, lo hace para probar y robustecer nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para acrisolar nuestra humildad, para fortalecer nuestro espíritu. En la oración se ejercitan las tres virtudes teologales: la fe, porque pedimos convencidos de que el Señor nos escucha; la esperanza, porque sabemos que nuestro Padre Dios nos otorgará lo que le suplicamos; y la caridad, porque pedir es una manifestación de amor y de confianza filial. La oración pone en marcha y potencia la vida interior: cuanta más oración hagamos, más nos acercamos a Dios, y esto es una cosa muy buena... La intención especial va muy bien; estamos rezando mucho. Si el Señor dilata su concesión, estupendo, pues nos acercamos más a Él, y todos a una. Mientras tanto, que siga subiendo al Cielo esa plegaría unánime".

Junto a esta oración y mortificación, llenas de fe y de perseverancia, don Álvaro trabajó e hizo trabajar sin cansancio: tanto en la preparación de los distintos estudios y documentos, como en la organización de las diversas reuniones que se celebraron en la Santa Sede; y haciendo visitas (algunas con viajes largos), para explicar a cardenales y obispos la naturaleza de la Obra, la solución que se buscaba, etc.

Trabajo y piedad

Le he acompañado a menudo en ceremonias litúrgicas, como los oficios del Triduo Pascual que él presidía; a muchas concelebraciones con ocasión de solemnidades, aniversarios, etc.; a exposiciones y bendiciones con el Santísimo Sacramento, etc. Siempre me impresionó —y lo he oído comentar a muchos— su profunda piedad y recogimiento, su plena obediencia a las rúbricas litúrgicas, tal como el maestro de ceremonias se lo sugería. Puedo dar un ejemplo particular de esto en lo referente al canto litúrgico, que habitualmente organizaba yo en esas ceremonias. Don Álvaro no tenía buen oído, le costaba retener las melodías y fácilmente se podía equivocar, y de hecho se equivocaba. Pues a pesar de eso, cada vez que yo le sugería que convendría que cantara (las oraciones, el prefacio, la bendición de la Misa, etc.), él me llamaba para ensayar la víspera de la ceremonia: solíamos estar un buen rato, con las partituras, estudiándolas y cantando juntos; luego me pedía que le dejara la grabación, para que pudiera repasarla por la noche, por ejemplo, antes de acostarse. Y cuando llegaba la ceremonia intentaba cantar todo, sin la menor preocupación de quedar mal o hacerlo peor: más de una vez, se equivocó de tono o de melodía, y luego me pidió perdón —como si fuera culpa suya— por no haberlo hecho bien. Conservo, como reliquia, la última partitura que le entregué para estos ensayos.

Realizaba horas de trabajo diarias, intensísimas, en presencia de Dios, rezando por todo lo que tenía que estudiar: se ponía industrias humanas que le ayudaran a recordar que debía santificar el trabajo: el crucifijo, una estampa de la Virgen... Durante más de un año mariano —celebramos tres seguidos a partir del 1 de enero de 1978—, comprobé que todos los papeles que firmaba venían con la fecha y el año subrayado en rojo. Le pregunté por ese subrayado y me contestó con sencillez que era un detalle que se había puesto por el año de la Virgen; y fueron miles de expedientes los que estudió.

Le he visto a diario, durante años, llegar a la meditación de la mañana, que hacía con el Consejo General, con media hora de anticipación; celebrar la santa Misa con una intensidad grande. He seguido también —entre otras cosas, porque yo trabajaba en una habitación muy cercana a la suya— cómo vivía otras prácticas de piedad con puntualidad y seriedad: la meditación de la tarde, el rezo del breviario acompañado por don Javier Echevarría y don Joaquín Alonso —los dos sacerdotes Custodes del Padre del 75 al 94, encargados de acompañarle y atenderle material y espiritualmente—, los ratos de lectura espiritual, el rezo del rosario, etc. Por años, le he visto rezar a diario con todo el Consejo General las preces de la Obra, asistir a todos los actos de piedad previstos sin dejar ninguno (por ejemplo, los días en que había exposición con el Santísimo: todos los sábados y muchos días de fiesta). Vivía una generosidad sobreabundante en la piedad con el Señor y con la Virgen. Por ejemplo, cuando rezábamos el rosario todos juntos, se ponía de pie, aunque estuviera cansado —algo frecuente en sus últimos años—, para que no le entrara el sueño.

En enero de 1994 (dos meses antes que falleciera), la Universidad de Navarra concedió unos doctorados honoris causa. Mons. del Portillo, como Gran Canciller hizo el viaje y asistió a las ceremonias, largas y extenuantes para él, que se hallaba muy limitado de fuerzas físicas. Después de su fallecimiento, tuvimos ocasión de ver un vídeo de las ceremonias: en los primeros planos se apreciaba que estaba extenuado, casi sin poder levantar los brazos, y en todo momento con una sonrisa cautivante. De tal modo nos impresionó la vista del vídeo, que don Javier Echevarría, que le había sucedido como prelado, hablando en voz alta de parte de todos, dijo: "pido perdón porque veo que a don Álvaro le exigíamos más de lo que podía físicamente, y no nos dábamos cuenta".

Su generosidad en la tarea de formar y dirigir a sus hijos crecía, y siempre de acuerdo con las indicaciones que le daban sus Custodes, hasta el final de su vida no se eximió de impartir personalmente todos los medios de formación que pudo: círculos breves todas las semanas, meditaciones, tertulias y reuniones de formación, etc. Y en todo momento, sin dar ni la menor impresión de su cansancio, de su edad. De hecho, en el Congreso General de septiembre de 1992 —en el que ya tenía 78 años—, hizo una alusión sencilla a que sería su último Congreso, y añadió con la misma sencillez, delante de todos, que hasta el último momento, "non recuso laborem" (no rechazo el trabajo), como efectivamente comprobamos todos. Sostuvo una humildad profunda delante de Dios, sintiéndose instrumento y buscando siempre su gracia; y delante de los hombres: humildad de escuchar y agradecer; por ejemplo, siempre agradecía la predicación de sus hijos, a la que acudía cuando correspondía; humildad de aprender, de rectificar.

El beato Álvaro del Portillo, san Josemaría y don Iñaki Celaya (Roma, 7 de junio de 1975)
El beato Álvaro del Portillo, san Josemaría y don Iñaki Celaya (Roma, 7 de junio de 1975)

Fortaleza, alegría y buen humor

Querría destacar también su fortaleza para acometer y perseverar; y su fortaleza física y moral ante el dolor y la enfermedad. En su historia médica hay una sucesión de enfermedades, intervenciones quirúrgicas, etc. —algunas las conocí de cerca: con cierta frecuencia, fuertes cólicos hepáticos; una pulmonía doble en abril de 1989; una estenosis renal, de la que fue intervenido a principios de los 90; operación de cataratas en 1993; implantación de un marcapasos en esas mismas fechas...—, las soportó con una sonrisa, sin darles apenas importancia. Puedo decir que, siendo hombre de constitución fuerte y deportista, las penalidades de la vida, por ejemplo, los duros años de la guerra española y la posguerra, las dificultades económicas y condiciones de vida en Roma, durante años, y las enfermedades, lo fueron desgastando hasta exprimirlo como un limón, en expresión de san Josemaría, como demuestra el episodio que he relatado antes, en Navarra. Jamás advertí la menor queja, llevaba todo con una reciedumbre llena de naturalidad —por ejemplo, cuando le preguntaban, contaba lo que había visto en el monitor durante alguna intervención médica, como si se tratara de otra persona—, siempre con una sonrisa y alegría. Los últimos años de su vida, especialmente los años 92 a 94, fueron para él muy duros desde este punto de vista: se advertía un cansancio que le hacía difícil incluso caminar; en una ocasión —en el inicio de 1992—, le vi interrumpir una reunión porque no se tenía en pie: y en todo este tiempo, siguió haciendo vida normal con todos, hizo varios viajes apostólicos a diversos países y siguió con el ritmo de trabajo previsto. Puedo asegurar que no he conocido a ninguna otra persona que haya vivido la fortaleza y reciedumbre en estos aspectos como Mons. del Portillo.

Respecto a su salud, además de las incidencias médicas que acabo de mencionar, le vi en muchos momentos de sucesos adversos o difíciles: por ejemplo, en los años 78-82 en que se estaba estudiando la transformación de la Obra en Prelatura, por las calumnias, enredos y obstáculos que algunos quisieron poner. Lo mismo, y esto fue un sufrimiento grande para don Álvaro, ocurrió el año 1991, previo a la beatificación de nuestro Fundador, en el que se difundieron calumnias y difamaciones contra san Josemaría. En todas estas situaciones, lo mismo que en otras más habituales y ordinarias, su serenidad y su alegría no se perturbaban mínimamente: eran momentos de rezar más, de estar más unidos, de entregarse más, de hacer más apostolado. Y así lo inculcaba en los que estábamos a su alrededor, y en todos los fieles de la prelatura, que dan testimonio de este talante sobrenatural y humano de Mons. Álvaro del Portillo: "No tenemos derecho a estar tristes, sería una ofensa a nuestro Padre Dios", repetía prácticamente todas las semanas, cuando nos dirigía el círculo breve.

Su alegría y su paz eran las propias de quien repetía —y lo hacía vida— todos los días un acto de abandono en Dios, que había aprendido de Mons. Escrivá de Balaguer y que le escuché muchas veces: "Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno".

Muchas veces, de modo especial en los últimos años de su vida, le oí decir —en una tertulia cualquiera, con ocasión de la noticia de un fallecimiento, etc.—, que él decía al Señor todas las noches que aceptaba morir: "cuando quieras, donde quieras y como quieras". En varias ocasiones solía añadir que, después de decir esa oración "me entra un poco de miedo", y que se le pasaba añadiendo "con tal de que sea en tus manos". También nos dijo muchas veces que deseaba que le administrasen los últimos sacramentos, cuando fuera el momento, aunque no tuviese la posibilidad de pedirlos.

Pienso que la mortificación más constante —y dura, especialmente en los últimos años— era el cumplimiento del horario, del trabajo, del despacho de los asuntos del gobierno, atención de visitas —de familias, de eclesiásticos a almorzar, etc.-— porque se le veía (lo notábamos quienes estábamos más cerca) físicamente consumido y agotado: llegaba a los ratos de tertulia muy cansado, casi arrastrándose, aunque siempre sonriente, lleno de paz y buen humor. Casi nunca le vimos eximirse de la más pequeña de las obligaciones: por ejemplo, nunca dejó de levantarse a la hora fijada para acudir a la meditación con todos. Recuerdo solamente una excepción: en los días posteriores a la beatificación de nuestro fundador, los Custodes le obligaron a quedarse en la cama, porque estaba verdaderamente agotado.

El 22 de mayo de 1992, tras la Beatificación de nuestro fundador, sus sagrados restos se trasladaron al altar de la iglesia prelaticia. Desde ese momento, el sepulcro de la cripta quedaba vacío, pero seguía la losa que lo había cubierto, con la inscripción que recordaba a nuestro fundador. Don Álvaro pensó —de acuerdo con el Consejo General— que en ese mismo lugar podrían reposar sus restos cuando llegase el momento, pero que esa losa era una reliquia, que habían besado muchas personas, y que convendría dejarla sin tocar y preparar algún texto que explicara esa situación. A finales del año 92 preparamos un posible texto, para aprobación de don Álvaro: se recordaba que en aquella cripta había estado enterrado nuestro fundador en tales fechas; que había sido meta de peregrinación de multitud de personas; y que se había dejado allí como recuerdo. Don Álvaro aprobó el texto de la inscripción con las correcciones oportunas, y al entregárnoslo aprobado, nos dijo —con su humor y su sencillez características, utilizando un modo castizo—: "y cuando yo me muera, podéis añadir: y ahora yace aquí el menda". Y así se hizo, pero no con la fórmula castiza, sino con la que se había aprobado.

Fe con obras

El beato Álvaro del Portillo sentía muy viva su responsabilidad de pastor que ha de velar por la integridad de la fe en sus hijos, y en todas las almas. En su predicación, en sus conversaciones personales, y en las medidas que tomó para preservar la fe en los miembros del Opus Dei, se advertía esta responsabilidad suya mientras estuvo al frente de la Obra. Dio a conocer inmediatamente las encíclicas que escribió el Romano Pontífice, en particular la Redemptor hominis (1979), Dives in misericordia (1980), Laborem exercens (1981), Dominum et vivificantem (1986), Redemptoris Mater (1987), Sollicitudo reii socialis (1987) Centessimus annus (1991) y Veritatis splendor (1993): hizo que fueran estudiadas y explicadas en todos los centros de la prelatura; y que los fieles de la Obra organizaran simposios, conferencias y publicaciones para difundir la doctrina.

Lo mismo puedo afirmar respecto a otros documentos, como el de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la teología de la liberación. En particular, tuvo enorme preocupación para que la fe en la Sagrada Eucaristía se mantuviera viva y operativa. En los años 80, le contaron una anécdota referida a una persona, supernumeraria del Opus Dei: esta mujer había visto en su parroquia que algún sacerdote trataba con poca dignidad el Santísimo Sacramento: permitía que los fieles comulgaran directamente y dejaba el cáliz sobre una mesita para que los fieles lo tomaran. La persona en cuestión lo advirtió con delicadeza al sacerdote, que en primer momento no hizo caso; luego le hizo ver que el mantel de la mesita estaba salpicado de gotas del Sanguis y se ofreció a limpiarlo y cambiárselo. Accedió el sacerdote. La señora tuvo la idea de desagraviar por los hechos, poniendo el mantel en un marco en la mejor habitación de su casa, con la inscripción del Adoro Te Devote: cuius una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere (de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero). Don Álvaro quedó varios días conmovido por la fe y devoción a la Eucaristía de esa persona: y en varias visitas de obispos que recibió se lo contó, diciéndoles en algún caso —lo oí expresamente—: "Señor obispo, si nosotros no tratamos bien a la Sagrada Eucaristía, no tenemos derecho a que el Señor nos trate bien". Añado que don Álvaro se alegró sobremanera sabiendo que el sacerdote en cuestión había cambiado de actitud ante el Santísimo Sacramento.

Su fe en la presencia del Señor en la Eucaristía era tan viva, connatural con su persona, que se traslucía y se manifestaba al exterior de modo espontáneo, con fuerza y claridad convincentes y contagiosas. Muchas veces le oí dirigirse al Señor en el sagrario con las palabras concretas: "Creo, Señor, que estás aquí con tu Cuerpo, tu Sangre, tu alma y tu Divinidad".

Un detalle en el que me fijé: hacía siempre las genuflexiones en el centro, mirando al sagrario, y pausadamente. Se veía que hacía un acto de adoración. En una temporada del año 1980, don Álvaro me veía llegar al oratorio por la mañana, con una cierta prisa: y me indicó con delicadeza, pero con claridad, que no podía hacer las genuflexiones en diagonal y como deprisa, para ir al lugar donde me dirigiera. Me impresionó; y constaté cómo las hacía él, incluso cuando ya estaba llegando a los 80 años y visiblemente se notaba la dificultad física con que se arrodillaba. Igualmente, en ese curso 1980-81, don Álvaro asistió a una Misa que yo celebré (quizá era una Misa en sufragio de los fieles difuntos, a la que él solamente asistía). Con cariño también, me indicó que debía pronunciar las palabras de la consagración más pausadamente, dándome cuenta de lo que decía y manifestando más claramente que es el momento de la transustanciación.

Su amor a la Sagrada Eucaristía estaba incorporado a su vida, como lo demuestra también esta anécdota: en los años 80 llegó a Roma un sacerdote búlgaro, que había conocido el Opus Dei y leído los escritos de san Josemaría, con el deseo de rezar ante sus sagrados restos. Era un sacerdote que había sufrido dura persecución, y se hallaba particularmente emocionado en Roma. Pidió conocer a Mons. del Portillo, que lo recibió con mucho gusto; el sacerdote quiso tener un detalle con él, regalándole unos pequeños frascos de esencia de rosa, artesanales, que eran típicos de su tierra. Don Álvaro le agradeció el detalle y llamó al director para que los pasasen a la Administración que cuidaba de los oratorios, indicando que todos los sábados, cuando se renovaba el Santísimo Sacramento, sacaran la esencia, para que se echara una gota en los corporales nuevos que se ponían. Detalles de este género, indican cómo tenía su corazón pegado al sagrario.

También me consta su devoción a los Santos Ángeles, en particular, a los Santos Ángeles Custodios: al inicio y al final de los ratos de oración diaria, hacía una invocación a su Ángel de la Guarda; en las bendiciones de viaje que impartía a los que nos íbamos de Roma en alguna ocasión, terminaba con la invocación a los Ángeles Custodios: et Angeli eius committentur tecum (y que sus ángeles te acompañen). Muchas veces, al saludarle, me daba un abrazo o me hacía la Cruz en la frente, y solía decirme que me encomendaba a mi Ángel Custodio. En alguna ocasión, saludándome o dándome la bendición, me puso las manos sobre la cabeza, diciéndome que —además de encomendar a mi Ángel Custodio— me encomendaba al Ángel Custodio de mi madre (q.e.p.d.), "porque, explicaba, me viene a la memoria la operación que acaban de hacer a tu madre en la cabeza". Tenía también por costumbre encomendar a sus Ángeles Custodios a las personas que recibía o veía: me lo dijo en más de una ocasión, y yo lo advertía cada vez que me cruzaba con él o lo saludaba.

Leyó y meditó muchas biografías de santos, y muchos de sus escritos espirituales: puedo afirmar, por ejemplo, que conocía muy bien a santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales, santa Catalina de Siena, san Juan de Ávila, etc., y naturalmente a santo Tomás de Aquino. Como detalles significativos, recuerdo también que hacía invocar a su santo, el beato Álvaro de Córdoba, en las letanías; y que quiso celebrar su primera Misa el 28 de junio, por su devoción a san Ireneo, por ser "nombre de paz".

Personalmente, puedo decir que me quedó especialmente grabada la predicación del día 8 de septiembre de 1985, en que nos habló del nunc coepi (ahora comienzo), de la necesidad de comenzar y recomenzar en la lucha ascética, con renovado espíritu deportivo y apoyados en la gracia de Dios: haec mutatio dexterae Excelsi (el cambio que es obra de la diestra de Dios), añadía. Todas estas ideas, que las había aprendido de nuestro fundador y las repetiría muchas veces, las vi hechas vida día a día: cada jornada, desde el inicio de la mañana, con una renovada ilusión de entregarse a Dios para cumplir su voluntad en lo pequeño y ordinario, con afán de servicio, con amor cada vez más joven, siendo y haciendo Opus Dei. Y todo ello con una sonrisa, con una paz y alegría que invitaban a seguirle. Esta misma impresión de esperanza serena, de lucha por alcanzar la santidad, la transmitía en todos los medios de formación que impartía en Roma, y en las numerosas reuniones que tuvo por el mundo entero: el encendimiento que producía en las almas procedía de una persona que estaba muy cerca de Dios. Recordando quizá su formación de ingeniero, repetía a menudo una idea para la lucha interior y para el apostolado, que anoté en mayo del 89: "a mayor dificultad, más gracia de Dios. El cociente de esta división es la buena voluntad; y esa sí que tenemos que darla entera".

Frase de Álvaro del Portillo
D. Iñaki guarda algunos recuerdos, como este papel en el que el beato Álvaro le pide hablar sobre un asunto con él

Humildad sobrenatural

Con respecto a la delicadeza con la que hacía compatible su humildad con la firmeza para dirigir la Obra, fui testigo del siguiente sucedido: don Álvaro pasaba siempre a la oficina de dirección espiritual sus escritos, para que fueran revisados, por si había algo que explicar, cambiar, etc. En 1980 me llegó un texto de su predicación oral, que iba a publicarse. Con cierta ligereza, propuse suprimir una frase en la que daba una indicación litúrgica sobre la celebración de la Santa Misa: concretamente la conveniencia de leer los textos, sin limitarse a recitarlos de memoria. Cuando lo leyó don Álvaro, que habitualmente aceptaba sin matices todo lo que le sugeríamos, nos hizo ver con fuerza que habíamos hecho mal, porque esa frase era una idea de nuestro fundador. Tenía toda la razón, y nos dimos cuenta enseguida de nuestra ligereza. Esa misma tarde, don Álvaro nos dio el círculo breve y, en cierto momento, delante de todos, pidió perdón, porque se había enfadado al hacerme esa advertencia, diciendo —con una humildad llena de naturalidad— que era muy soberbio.

Llenaba su trabajo de actos de amor de Dios, de jaculatorias. Encomendaba a las personas que había detrás de los papeles. Usaba diversos trucos que le sirvieran de recordatorio para mantener la presencia de Dios —industrias humanas— que variaba según los tiempos litúrgicos, las fechas que se conmemoraban, etc. Una jaculatoria muy suya, que se la oímos —glosada— en la meditación del 7 de julio de 1978, era "Señor, gracias, perdón, ayúdame más", que resumía de algún modo su trato con el Señor, y constituye el centro del mensaje que el Papa Francisco envió para su lectura durante la ceremonia de beatificación de don Álvaro en 2014.

Por la noche, antes de bajar a la tertulia, que era a las 21,30, terminaba el trabajo que llevaba y, de rodillas, solía rezar una estampa con la oración a san Josemaría, con padrenuestro, avemaría y gloria; la he rezado con él muchas veces, cuando por cualquier motivo estaba trabajando o despachando con él al llegar ese momento.

En los ratos de tertulia que teníamos con él, después de almorzar y después de cenar, se le veía —y cada vez más en los últimos años— metido en Dios, recogido, sin que dejase de atender a la conversación y a las personas: siempre que le contaban alguna anécdota apostólica, se le oía repetir, en voz baja: "¡gracias a Dios!"; y cuando le contaban favores concedidos por intercesión del fundador del Opus Dei, en medio de un gozo que no sabía reprimir (a veces casi se le veía sollozar), solía repetir, también en voz baja, haciendo oración, y ayudándonos a hacerla: "Hay que ver lo activo que está nuestro Padre. Y yo, ¿qué?".

Su única ambición era servir a la Iglesia, buscar la gloria de Dios y el bien de las almas. Todas las semanas, comentando una pregunta del examen que se hace dentro del círculo breve, solía hacer un comentario concreto, de este tipo: "¡qué locura buscar la gloria humana!, después de dejarlo todo, sería de locos que nos buscáramos a nosotros mismos".

No le importaba lo más mínimo ni la gloria de los hombres, ni las ambiciones de la tierra; ni le influía para nada el juicio de los hombres, ni el quedar bien o mal delante de ellos cuando se trataba de cumplir la voluntad de Dios. Recuerdo algunos detalles que confirman esto que digo. Durante años fue consultor de la Congregación de la Doctrina de la Fe: me consta que recibía mucha y difícil tarea y que cada lunes iba a la consulta de la Congregación, a pesar del gran trabajo que tenía. Jamás le he oído ni hablar de su abundante trabajo (deben de ser muchas páginas de dictámenes, votos, etc.), ni del prestigio que tenía, ni de los posibles resultados que su trabajo había tenido (sin duda colaboró significativamente en algunos documentos de la Santa Sede). Como es sabido, después de muchos años de trabajo para la Santa Sede (desde 1948, en que llegó a Roma, en distintos encargos: Congregación de Religiosos, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, secretario de una de las Comisiones del Concilio Vaticano, etc.), no recibió ningún honor, distinción o nombramiento: ni siquiera prelado de honor. Pues bien, nunca he oído el mínimo comentario sobre este asunto a don Álvaro: le traía absolutamente sin cuidado. Después de su nombramiento como Prelado del Opus Dei, el 28 de noviembre de 1982, empezó a usar las vestes e insignias que correspondían a su condición. Algún eclesiástico que quizá no comprendía bien la figura de prelado, hizo algún comentario sorprendido. Don Álvaro, sin sentir la mínima herida o humillación, hizo la consulta pertinente y siguió el mandato recibido.

A partir de 1983, todos los años en el mes de junio, el Santo Padre confirió el sacramento del Orden a un nutrido grupo de diáconos. Por indicación suya, a todas esas ordenaciones, se unieron fieles de la prelatura en buen número. Don Álvaro asistió a esas ordenaciones, con las vestes prelaticias, pero entre los sacerdotes: con una alegría y sencillez plena, salía con los demás sacerdotes a imponer las manos a los ordenandos. Bastantes personas me comentaron lo sorprendente que resultaba que el prelado fuera uno más entre ellos, y lo consideraban como una humillación para él. Sin embargo, don Álvaro jamás lo consideró así, ni hizo la menor mención del asunto: por el contrario, comentaba la alegría que había sentido de poder imponer las manos a los nuevos sacerdotes, después de que lo hubiera hecho el Romano Pontífice.

Se consideraba solo un instrumento del Señor, que no busca gloria personal. Constantemente pedía oraciones por su persona, sintiendo la responsabilidad de su tarea y de los dones que había recibido de Dios, en particular sus años junto al fundador, y con la convicción de que no correspondía suficientemente al Señor: tenía muy presente el redde rationem villicationis tuae (dame cuentas de tu administración) del Evangelio, que le hacía vivir un espíritu de contrición y a la vez de empeño personal constantes. Esto se traducía en cualquier momento de su conversación: cuando salía un tema sobre la acción de la gracia en las almas, sobre favores concedidos por intercesión de nuestro Padre, etc., era instintivo que se preguntase en voz baja: "y yo, ¿qué?", haciendo examen de su menor correspondencia a los dones de Dios.

Cuando recibió la ordenación episcopal en 1991, con casi 77 años de edad, recibió el nombramiento con alegría, porque era consciente de que no se trataba de un reconocimiento a su persona sino al prelado del Opus Dei.

Oración personal, esperanzada y optimista

He escuchado muchas veces su predicación: era una oración personal, dialogada con el Señor. Se dirigía con frecuencia a la Santísima Virgen. Lo hacía desde la cátedra del oratorio de Pentecostés, en la sede central del Opus Dei en Roma, mirando al sagrario y al retablo con la escena de la venida del Espíritu Santo. La media hora que duraba consistía en abrir su corazón en diálogo constante con el Señor impulsándonos a seguir la pauta que nos marcaba, tratando cada uno de hacer lo mismo. En esos ratos, se veía de modo patente el amor de Dios que albergaba en su corazón, que le llevaba a buscar la unión con Él durante todo el día, a cumplir amorosamente su voluntad, a darse más y más en servicio de la Iglesia y de sus hijos y de las almas todas. Era asistir a un diálogo de enamorado, que se explayaba con su Amor.

"A mí me hace mucho bien —nos decía en una ocasión—, y procuro llevarlo todos los días a la oración, pensar en los milagros que hacía el Señor: cómo la multitud se amontonaba para tocar al menos sus vestiduras: solo con eso quedaban curados de sus enfermedades. Después, sucedió lo mismo con san Pedro: se apiñaba la gente para que, por lo menos —se lee en los Hechos de los Apóstoles—, la sombra del apóstol pasase por delante de ellos, y así curar sus dolencias".

En una tertulia en los años 80, hablando de temas de actualidad, alguien comentó —como noticia de prensa— que el Banco Mundial había negado créditos a determinados países, por insolventes... y el que lo contó añadió que lo veía lógico. Con toda naturalidad, don Álvaro pasó a otro plano: "pues si Dios hiciera eso con nosotros, pobres de nosotros, que somos tan deudores e insolventes".

En las muchas breves conversaciones, de diverso tipo, que pude mantener con él, con una sencillez y naturalidad de quien lo vive, ponía al interlocutor delante de Dios, del amor de Dios, de la vida sobrenatural. Me consta que sus conversaciones con muchas personas —alumnos del Colegio Romano, personas que le venían a ver, etc.— dejaban una huella profunda de amor de Dios. Tengo abundantes testimonios de personas que, aun habiendo pasado muchos años, conservan en su memoria y en su corazón, las palabras y el efecto que les hizo una conversación con don Álvaro.

Una anécdota que refirió al regreso de su viaje a Częstochowa en agosto del 79, refleja la naturalidad y sencillez con que cualquier detalle ordinario lo llevaba a la Santísima Virgen. Se refirió a la conversación mantenida por un hijo suyo para recuperar los billetes de avión como recuerdo del viaje: se los pidió a la empleada del aeropuerto argumentando que esos billetes tenían un valor histórico. Entonces la señorita que le atendía pensó que se habría firmado un acuerdo comercial o algo semejante. "Si es cosa histórica, comentó, ha debido de ser un contrato muy importante". Y don Álvaro añadió: "Pienso que es verdad: hemos hecho un contrato con la Santísima Virgen. Vamos a Ella y le decimos: todo el Opus Dei es para Ti, y cada uno de nosotros también, totus tuus!, para Ti nuestras oraciones, nuestras mortificaciones, nuestro trabajo, para que Tú lo presentes a Dios. Ella, a cambio, nos pone bajo su manto, nos protege, nos ilumina y nos lleva adelante".

Sentía especial predilección por los enfermos, débiles y necesitados: todos los años, por ejemplo, cuando iba a Pamplona por alguna razón (académica, médica...), visitaba a enfermos que se encontraban en la Clínica Universidad de Navarra, principalmente a los niños. Les llevaba un consuelo, una paz y un sentido sobrenatural grandes. Lo puedo afirmar, muy en concreto, por la visita que hizo en septiembre de 1990 a una hermana mía, internada por una grave enfermedad, de la que moriría dos meses después. Igualmente, como detalle: en 1981, mi madre sufrió una difícil intervención quirúrgica: muchas veces me preguntó por ella, su salud, etc.; y cada vez que me veía, se interesaba por ella. Ya he dicho más arriba que al darme la bendición imponiéndome las manos en la cabeza, añadía que se acordaba de ella, que precisamente había sido operada de un tumor cerebral, y de su Ángel Custodio.

D. Iñaki despide a don Álvaro, el 21 de septiembre de 1975
D. Iñaki junto a don Álvaro, el 21 de septiembre de 1975

Corazón de amigo, de Padre... y de hijo

Jamás le oí criticar o murmurar de nadie. En multitud de ocasiones conoció personas o situaciones cuyo comportamiento no era correcto —conocido públicamente—, o habían calumniado o sido injustas: si salían a colación estas cuestiones en alguna conversación, siempre don Álvaro echaba un capote, disculpaba y terminaba diciendo que teníamos que rezar más, y ahí acababa el tema.

El día en que murió mi padre (12.II.82), me llamó enseguida, me alentó con su palabra sobrenatural y llena de cariño, y previó las cosas para que yo pudiera viajar a España para asistir al entierro y al funeral. De modo análogo, en noviembre de 1990, falleció una hermana mía (a quien ya he dicho que don Álvaro había visitado en la Clínica en septiembre). Don Álvaro estaba fuera ese día; a su vuelta, dos días después, me dio el pésame y me aseguró sus oraciones, reprochándome cariñosamente que no le hubiera llamado por teléfono el mismo día del fallecimiento.

Los fieles de la Prelatura escriben con frecuencia al prelado, y en esas cartas manifiestan disposiciones, problemas, etc. En muchas de esas cartas don Álvaro había subrayado en rojo, al margen, el párrafo significativo, escribiendo; "lo encomiendo", "escribidle de mi parte" para decirle esto o lo otro...

Tenía numerosos amigos, a los que trató durante toda su vida: amigos de juventud, compañeros de carrera... Era frecuente que le vinieran a visitar cuando estaban en Roma. Personas de toda condición —eclesiásticos y civiles— que conocía por su trabajo o por otras circunstancias; en particular, muchísimos cardenales, obispos y prelados de la Curia Romana. Les escribía a todos, con ocasión de la Navidad, de sus aniversarios..., con auténtico cariño, que se traducía en oración por ellos y en un trato cordialísimo. Sé, por ejemplo, que en un viaje a Polonia escribió desde allí 156 postales de recuerdo y oración.

Pienso que Mons. del Portillo era muy estimado por su prudencia y por sus dotes de consejo, entre los muchos amigos y conocidos que trató, especialmente por su trabajo en la Santa Sede. Puedo afirmar que todos los obispos o prelados, a los que acompañé a visitar a don Álvaro —que les invitaba a almorzar— me lo comentaron de algún modo; y la mayor parte de ellos se quedaba un rato a solas con él, al final de la comida, para consultar o hablar con don Álvaro.

En el año 80 le llegó una carta en la que se criticaba de forma bastante destemplada el modo de llevar ciertas tareas apostólicas. Don Álvaro me indicó que la estudiara, y yo insistí en que el tono del escrito desautorizaba lo que escribía. Recuerdo que me corrigió ese punto de vista, diciendo que, aunque tuviera un tono inadecuado, había que tener en cuenta todo lo que escribía, por si era necesario cambiar o rectificar algo en nuestra actuación.

Desde el año 82, en que fue nombrado prelado, usaba anillo pastoral; a partir del 83 tenía uno que le regaló san Juan Pablo II. Me fijé en que, con mucha frecuencia, durante las reuniones, tertulias, etc., tocaba el anillo, lo miraba. Pronto supe la razón, cuando le oí contar la siguiente anécdota de su audiencia con el Papa el 7 de julio del 84, previa a un viaje que iba a hacer fuera de Roma: "Yo le dije al Papa: santo Padre, antes de irme, quiero pedirle un favor: que se ponga un momento este anillo. Se lo entregué, y el Papa se lo metió en el dedo. Cuando me lo devolvió, le expliqué: este anillo me da mucha presencia de Dios, porque es el símbolo de mi unión con el Opus Dei; significa que soy esclavo, servidor de la Obra por amor a la Iglesia y al Papa. Pero ahora que lo ha llevado Vuestra Santidad, me dará también mucha presencia del Papa. Y así es, hijos: antes le encomendaba constantemente, y ahora constantemente multiplicado por mucho".

En la última homilía que le escuché, el 11 de marzo del 94, cuando cumplía 80 años, le oí estas palabras de agradecimiento y piedad: "Agradezco a Dios el don de la vida, y que me hiciera nacer en el seno de una familia cristiana, en la que aprendí a amar a la Virgen como a mi Madre y a Dios como a Padre mío. Le doy gracias también por la formación que recibí de mis padres —piedad verdadera, sin beatería—, que fue preparación para el encuentro providencial con nuestro amadísimo fundador, que encauzaría el rumbo de mi existencia. Tenía yo entonces veintiún años. Desde aquel día de julio de 1935, ¡cuántas muestras de la bondad de Dios he recibido!; la vocación a la Obra, la formación de manos de nuestro Padre; posteriormente, aquellos meses, durante la guerra civil —años durísimos—, en los que, por un particular designio divino, el Señor me hizo el regalo de vivir muy cerca de nuestro fundador, de ser testigo de su santidad, de su unión con Dios... Luego, tanto tiempo, tanto, siempre a su lado, como la sombra que no se separa del cuerpo. Y la ordenación sacerdotal, hace ya casi cincuenta años".

Le he visto rezar y pedir oraciones por España, en periodos más difíciles para la vida cristiana, para la paz. Se hizo italiano con los italianos en sus muchos años de estancia en Italia: en los años 40 y 50 recorrió muchísimas ciudades italianas (fue consiliario de Italia hasta 1950). Le he oído igualmente hablar cariñosamente de México, incluso recuperando el acento mexicano que oyó a su madre, con un enorme amor. En todos los países que visitó, dijo —y se podía comprobar— que se encontraba totalmente en casa: veía sus virtudes, sus cualidades, etc., y cuando era necesario, con la misma naturalidad y amor hacía ver posibles defectos, sin acepción de personas o naciones. Personalmente, tengo que añadir que en muchas ocasiones me mostró su cariño al País Vasco: recordaba a algunos de sus antepasados, los Diez de Sollano, como oriundos de Zalla (Vizcaya), bromeaba con algunas palabras que sabía en vasco (concretamente, contaba hasta diez en euskera; usaba el término ganorabako, que había oído a una abuela, para significar persona sin fuste), etc.

Por las veces en que le he acompañado en almuerzos con invitados sé que vivía una dieta y régimen de comidas muy estricto, según le habían aconsejado los médicos. No bebía vino más que en contadas ocasiones y en mínima cantidad; nunca —en el tiempo en que le conocí— bebía licores. No tomaba ningún tipo de chocolate o dulce, al menos desde que le conocí. Mientras acompañaba a san Josemaría, don Álvaro fumaba discretamente. Cuando fue elegido presidente general, dejó totalmente el tabaco: siguiendo lo que a veces él mismo recordaba haber escuchado a nuestro fundador medio en broma: que fumar dedecet de munere Patris (desdice del oficio de Padre). Conservo como una reliquia el mechero que usaba, que me regaló.

Casi todas las semanas, comentando un punto del examen de conciencia previsto en el círculo breve, solía recordamos que le preocupaban mucho los posibles gastos superfluos: lo solía decir, recordando que en sus tiempos se medían los céntimos; y que ahora, al manejar cantidades grandes, le preocupaba que no se tuvieran en cuenta los detalles, las pequeñas cantidades, los gastos mínimos.

A lo largo de los años 50 y primeros 60, don Álvaro tuvo que hacer numerosas gestiones para pedir ayudas económicas para la construcción de los edificios de Villa Tevere, la sede central del Opus Dei: tenía que pedir limosna, como nuestro fundador decía. Sé que, como es habitual, muchas veces tuvo negativas secas: jamás le oí comentar nada en este sentido. Más aun, años después nos hablaría, sin referirse a nada concreto suyo, que el pedir ayuda económica a las personas era un apostolado que tenía siempre frutos: "unas veces sale la ayuda, otras nos dan con la puerta en las narices, y esto es un gran fruto porque ofrecemos al Señor esa contrariedad".

Un 15 de septiembre posterior a su elección (quizá fue el año 80, aunque no lo recuerdo con exactitud), el sacerdote que predicaba la meditación mencionó el agradecimiento que debíamos a don Álvaro por su fidelidad, etc. Pocos segundos después, don Álvaro —que asistía con todos— interrumpió con delicadeza al predicador, diciendo que no siguiera. Añadió que no teníamos que darle ningún agradecimiento. Siguió la meditación, hablando del agradecimiento a Dios, a san Josemaría, y de la filiación que le debíamos, etc.

De modo análogo, en el Congreso General de septiembre de 1983, la asamblea aprobó una moción de agradecimiento a don Álvaro que él no tuvo más remedio que aceptar. Cuando llegó el momento de comunicar esa moción del Congreso a todas las Regiones, en noviembre, se preparó una breve nota con las ideas aprobadas. La nota pasó, obviamente, a aprobación de don Álvaro. Era un deber de justicia y de filiación por parte de todos. Sorprendentemente para mí, don Álvaro aprobó el texto sin la menor corrección. Y anotó al margen con humor y sentido sobrenatural: "Rezad para que sea verdad lo que decís. ¡Y que Dios os perdone!"