Tema 12. La Encarnación

Jesús es el Hijo Único de Dios que se ha hecho hombre por nuestra salvación. Es perfecto Dios y perfecto hombre: tomó nuestra condición material y corpórea, sometida a muchas necesidades, para salvarnos de nuestros pecados. Santa María es verdaderamente Madre de Dios porque aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo no es otro que el Hijo eterno del Padre.

Sumario

• La identidad de Jesús en el Nuevo Testamento
• La identidad de Jesús a la luz de los concilios cristológicos
• La Encarnación
• El conocimiento y la voluntad humana de Jesús
• El valor del misterio de la Encarnación
• María, la madre de Dios y de la Iglesia
• Bibliografía básica


La identidad de Jesús en el Nuevo Testamento

Los evangelios nos cuentan la historia de Jesús y esto es el fundamento de toda la doctrina cristológica. La cristología no es otra cosa que la reflexión sobre quién es Jesús y sobre qué vino a hacer en el mundo.

Esta reflexión tiene su punto de partida en los escritos del Nuevo Testamento: los evangelios, las cartas de San Pablo y de San Juan, y los otros textos. Ellos se interrogan a la vez sobre Jesús y sobre su importancia para el hombre. Y parten de una convicción muy importante: que Jesús no puede ser solamente un hombre. De hecho, en los años que siguieron a la resurrección, los primeros cristianos veneraban el nombre de Jesús, lo alababan, le cantaban himnos y se reunían los domingos para celebrar en su memoria la eucaristía.

Todo esto era muy lógico si se consideraba la vida de Jesús en su conjunto. A la luz de lo que cuentan los evangelios, se ve que Jesús se consideró el representante único de Dios en el mundo, se atribuyó (incluso de modo humilde y natural) prerrogativas divinas como perdonar los pecados, reformar la palabra que Dios había dado al pueblo a través de Moisés, o exigir un amor absoluto a su persona; confirmó, además, todo eso con milagros importantes como la resurrección de Lázaro, que mostraban su dominio y su poder sobre los elementos cósmicos, los hombres y los demonios, resucitó Él mismo y desde el trono del Padre envió el Espíritu santo. Todo eso significaba también que Jesús había cumplido las promesas que Dios había hecho a Israel para los tiempos últimos y definitivos: la promesa de instaurar un Reino que habría de durar eternamente, del que Él, Jesús, era el Mesías-Rey entronizado en los cielos. Jesús no podía ser solamente un hombre por muy santo que lo quisieran imaginar.

Esta convicción se enfrentaba, sin embargo, con una pregunta fundamental: ¿qué relación tenía Jesús con Dios? Esta pregunta no era sencilla de responder para los primeros cristianos. Ellos confesaban que había un solo Dios, pero también se daban cuenta que Jesús había obrado y hablado como si fuera Dios él mismo. El problema entonces era muy claro: ¿se puede decir que Jesús es Dios? Pero ¿en qué sentido? ¿No significa eso confesar dos dioses? Esto último era un absurdo, pues ellos, como todos los judíos, estaban también convencidos de que no hay —de que no puede haber— más que un solo Dios. Entonces, ¿cuál es la relación de Jesús con el Dios de Israel?

Esta reflexión va a ir llegando poco a poco a soluciones satisfactorias. Ya en las cartas de San Pablo vemos que el apóstol usa varios modos para expresar la divinidad de Jesús, sin confundirlo con Dios Padre y sin afirmar dos dioses. Por ejemplo, en la primera carta a los corintios escribe: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por el cual son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Co 8, 6). Usa esta expresión, «un solo Dios y un solo Señor», que pone al mismo nivel, en la práctica, a Dios Padre y a Cristo, pues en el Antiguo Testamento “Señor” era «el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel» (Catecismo, n. 446). «Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor —dice el Catecismo de la Iglesia Católica—, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús porque Él es de “condición divina”» (Catecismo, n. 449).

Todo ello queda más claro aún en el Evangelio de San Juan, que desde el inicio distingue claramente a Dios Padre de la Palabra de Dios, que estaba en Dios desde siempre y que era Dios ella misma (cf. Jn 1,1). Jesús, dice San Juan, es la Palabra encarnada, que se ha hecho hombre y ha venido al mundo para nuestra salvación. Esa Palabra existía antes del tiempo y de la creación y, por tanto, no es creada. Ha sido siempre Palabra del Padre, y por eso se distingue del Padre aunque esté en relación con Él. Se trata de un texto importante, en el que San Juan responde al problema de cómo decir que Jesús es Dios sin que ello conlleve decir que hay dos dioses. Esa Palabra —piensa San Juan— es divina como el Padre mismo, pero no puede ser considerada un segundo Dios porque es completamente relativa al Padre. Se abre aquí el camino para una consideración del único Dios como Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu. Así, en el nuevo Testamento, el Dios de Israel abre su intimidad y se revela como Amor, Amor que realiza la unidad perfecta de las tres personas divinas.

La identidad de Jesús a la luz de los concilios cristológicos

En los siglos que siguieron a la época apostólica, la Iglesia definió mejor su conocimiento acerca de Jesús y lo profundizó sobre la base de lo que había afirmado el Nuevo Testamento. La extensión de la evangelización llevó el Evangelio a entrar en contacto con el mundo no judío y, en particular, con el pensamiento griego, que admitía una pluralidad de dioses en diversos grados.

En este contexto se podía pensar que Jesús fuese como un segundo Dios, menor que el Padre y capaz de mudar y de encarnarse (a diferencia del Padre que sería inmutable). Esta fue la propuesta de Arrio contra la que reaccionó el Concilio de Nicea en el año 325 (cf. Catecismo, n. 465). En este concilio se formó lo que recitamos todos los domingos en el Credo, es decir, que Jesús es «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado y no creado, de la misma naturaleza que el Padre». Con esto quedaba claro que el Padre y el Hijo comparten la misma única divinidad y tienen la misma dignidad.

Un siglo después se planteó otro problema importante: si Jesús es Dios, ¿cómo puede ser a la vez hombre? La experiencia nos dice que un hombre es un individuo y Dios también es un ser distinto e individual. ¿Cómo pueden ser una sola realidad? Cuando pensamos en Cristo, ¿no se trataría más bien de dos seres distintos, aunque profundamente unidos de algún modo? En esta dirección iba la propuesta del patriarca de Constantinopla, Nestorio. Para él Dios y el hombre Jesús forman una unidad porque actúan siempre con una perfecta conjunción. De modo parecido a como un caballo al galope y el jinete que lo dirige actúan en conjunción, se amoldan el uno al otro, aunque en realidad son dos seres distintos que componen una sola figura. Desde ese planteamiento Nestorio concluía que Jesús nació, vivió en Palestina, murió en la cruz, etc., pero no se podía decir eso mismo de Dios. La Palabra eterna es inmutable y no puede nacer como un ser humano. Por eso mismo tampoco se puede decir que María sea madre de Dios, sino sólo madre del hombre Jesús.

El problema de esta solución es que no garantizaba realmente que Cristo fuera un solo ser, una sola realidad viviente, como vemos en los evangelios. Se opuso a ella el Concilio de Éfeso en el año 431. Este Concilio sostuvo que la segunda persona de la Trinidad, la Palabra de Dios, se había hecho carne, es decir, había hecho suya, como integrándola en ella misma, una naturaleza humana (cf.Catecismo, n. 446). Por eso era un único ser y no dos realidades distintas, más o menos unidas, como sostenía Nestorio. Con el nombre de “Jesús” nos referimos al Verbo, una vez que ha hecho suya la naturaleza humana, una vez que se ha hecho hombre. Esta doctrina se conoce con el nombre de “unión hipostática” (porque lo humano se integra en la persona preexistente del Verbo = en la hypóstasis del Verbo). Fue formulada en el Concilio de Éfeso.

Hubo, sin embargo, quien malentendió esta doctrina, y pensó que, entonces, el elemento humano en Cristo, absorbido como estaba en la persona divina, se disolvía en ella. Así lo humano de Jesús perdía toda su consistencia. Para salir al paso de este error, veinte años después, otro Concilio ecuménico, celebrado en la ciudad de Calcedonia, reformuló la idea de Éfeso de una manera algo diversa: Jesús es una sola persona, dijo el Concilio, pero que existe en un doble modo: como Dios eternamente y como hombre en el tiempo. Es verdadero Dios y verdadero hombre, perfecto Dios y hombre completo e íntegro. A partir de ahí, los concilios posteriores precisaron la doctrina de Calcedonia y sacaron algunas consecuencias, como por ejemplo, que Jesús tiene una verdadera voluntad humana, puesto que es verdaderamente hombre. Y como hombre realizó la obra de nuestra salvación.

La Encarnación

Más allá de las problemáticas históricas, lo fundamental en la doctrina de la encarnación consiste en la presencia personal del Hijo de Dios en la historia. A través de sus palabras y de sus gestos humanos conocemos al Hijo de Dios, y de algún modo entendemos cómo es Dios mismo. Y lo que vemos, sobre todo, es que Dios es Amor, un amor fuerte capaz de dar la vida por nosotros.

La Encarnación es obra de Dios Trino. El Padre envía su Hijo al mundo, es decir, el Hijo entra en el tiempo y hace suya la sustancia humana, la humanidad que el Espíritu Santo suscita en el seno virginal de María, con la cooperación y el consentimiento de ella. De este modo, la Palabra de Dios, que existía eternamente, comienza a existir también como hombre en la historia.

La presencia en la historia del Hijo de Dios es también cercanía del Padre y del Espíritu Santo, pues en Jesús, y a través de Él, también las otras personas divinas se dan a conocer a los hombres. Sobre todo san Juan ha insistido en estos aspectos: la venida de Jesús revela los rasgos íntimos e inaccesibles del Ser divino, de modo que Aquel a quien «nadie había visto jamás» (Jn 1, 18) se hace patente en la vida de Cristo, el Unigénito encarnado. Cristo muestra en sus gestos, en sus afectos y palabras, su relación con el Padre y con los hombres, la benevolencia de Dios con las criaturas y el valor y el sentido de la realidad terrena.

Jesús es, por tanto, el Hijo Único de Dios que se ha hecho hombre por nuestra salvación. Es también el Portador del Espíritu Santo, su templo y morada en la historia, y por eso se le llama también Cristo, el Ungido. Ciertamente, otros personajes del antiguo Israel fueron ungidos con aceite con motivo de su particular vocación o misión y para significar la presencia en ellos del Espíritu divino, pero la unción de Jesús es mucho más radical, pues deriva de su propia constitución como hombre, del misterio de la encarnación. Jesús viene al mundo ungido en totalidad por el Espíritu, y por eso todo en Él evoca la presencia divina y refleja la pureza y la espiritualidad de la realidad del cielo.

Y esta radical presencia del Espíritu lo colma también de gracia y de dones sobrenaturales, que Él despliega en sus acciones, repletas de justicia y bondad, y que inspiran sus palabras, imperiosas o dulces, pero siempre llenas de sabiduría y vida. Todo en Jesús revela a los hombres el amor de Dios y este amor, que colma su corazón humano, se derrama sobre la realidad que Él encuentra, sobre todo aquello que dañó el pecado, para restaurarlo y reconducirlo al Padre.

El conocimiento y la voluntad humana de Jesús

Ya hemos dicho que Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre. Naturalmente él, por ser Dios, tiene conocimiento eterno e intemporal de todas las cosas, pero una vez que se hace hombre su conocimiento de la realidad sigue los modos propios de conocer del hombre, es decir, que también Jesús, como nosotros, conoce la realidad exterior a través de experiencias, de imágenes, de conceptos, etc., que se forman en su mente humana. Al encarnarse, Cristo no quiso saltarse las leyes de la naturaleza y por eso él también tuvo que aprender muchas cosas como cada hombre: aprendió a hablar, a leer, a trabajar, a conocer poco a poco los elementos necesarios para la vida práctica, y también debió de aprender muchas cosas de la religiosidad de Israel que le enseñaron principalmente María y José.

La mente humana de Cristo, como cualquier inteligencia humana, era limitada. Sin embargo, esto no significa que el Señor no haya tenido conocimientos que van más allá de lo que es posible para la experiencia o para la ciencia humana común: conocimientos sobrenaturales. Los evangelios muestran, por ejemplo, que Jesús previó la traición de San Pedro y la de Judas. En estos y otros casos semejantes se trataba de intuiciones que se presentaban a la mente humana de Cristo como fruto de la inspiración divina.

Sin embargo, el conocimiento más importante y profundo que tuvo Jesús en su vida en la tierra fue el de su Padre Dios. Este conocimiento fue también profundamente sobrenatural y constituyó una dimensión permanente de su vida y de su intimidad, por el hecho de que su Persona estaba eternamente unida al Padre —Él es el Unigénito del Padre— y su humanidad había sido asumida (integrada) en su persona. De ahí que Jesús experimentaba en su conciencia humana su perfecta unidad con el Padre. Tenía plena conciencia de ser el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvar a los hombres.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica ha resumido el conocimiento humano de Cristo de este modo: «El Hijo de Dios asumió un cuerpo dotado de un alma racional humana. Con su inteligencia humana Jesús aprendió muchas cosas mediante la experiencia. Pero, también como hombre, el Hijo de Dios tenía un conocimiento íntimo e inmediato de Dios su Padre. Penetraba asimismo los pensamientos secretos de los hombres y conocía plenamente los designios eternos que Él había venido a revelar» (n. 90).

Jesús tuvo también una verdadera voluntad humana y fue un hombre plenamente libre. Fue libre en primer lugar porque no estuvo sujeto a ese desorden interior que procede en nosotros del pecado original, y que nos lleva a ceder fácilmente a las tres concupiscencias —la del mundo, la de los ojos y la de la carne— y a quedar esclavizados por ellas. El Espíritu Santo modeló su humanidad desde sus inicios en el seno de María y después estuvo siempre plenamente presente en su vida. Pero en sentido más profundo Jesús fue libre porque sus acciones estuvieron siempre movidas por el amor a su Padre y a la misión que Éste le había encomendado. Deseó en todo momento realizar la voluntad del Padre, y el amor del Espíritu Santo en su corazón llenó sus actos de justicia y de caridad. De ahí que, como dijo el Concilio Vaticano II, Jesús sea siempre para nosotros el modelo de lo que es el hombre (cf. Gaudium et Spes, n. 22).

Esa gran libertad de Cristo se manifestó de muchos modos: no se dejó condicionar por personas o por circunstancias o por forma alguna de miedo, ni se plegó a las barreras culturales de la sociedad de su tiempo, en la que los justos despreciaban a los pecadores y procuraban no mezclarse con ellos. Jesús, al contrario, comía con pecadores e incluso eligió algunos discípulos, como Mateo, en esos ambientes que no estaban socialmente bien vistos. No tuvo inconveniente en romper con legalismos inútiles, aunque estuvieran muy extendidos en su tiempo, ni en encenderse en ira y derribar las mesas de los comerciantes que quebrantaban la dignidad sagrada del Templo; no se dejó condicionar por su familia, ni por estructuras de poder, no tuvo reparo en enfrentarse con los fariseos y en denunciar lo que hacían mal; y, sobre todo, no tuvo tampoco problema en entregar voluntariamente su vida por nosotros. Se ve entonces que Jesús tuvo una gran libertad, que le permitió siempre elegir lo que era bueno para las personas, lo que agradaba al Padre.

En todo ello Jesús realizaba con su voluntad humana lo que él había decidido eternamente junto con el Padre y el Espíritu Santo. Las acciones de Cristo llevaron el amor y la misericordia de Dios por los hombres al terreno de la historia.

El valor del misterio de la Encarnación

Cuando recitamos en el Credo «se encarnó por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de María virgen», afirmamos que la humanidad asumida por el Verbo es verdadera y real, fruto de la carne de una mujer, por lo que Él es uno de nosotros y pertenece a nuestra raza. Si no fuera así, no tendría un corazón ni un alma humanas, no podría sufrir ni morir y no existiría la resurrección. Por eso el misterio de la encarnación es la base y el presupuesto de todos los demás misterios de la vida de Jesús.

El Verbo tomó nuestra condición material y corpórea, sometida a muchas necesidades, para salvarnos de nuestros pecados y devolvernos a la casa de nuestro Padre Dios, puesto que Dios nos creó para que fuéramos sus hijos adoptivos. Esta obra de salvación la realiza el Señor con todos sus actos, también en esos años de juventud (la llamada “vida oculta” de Cristo) que no tuvieron una particular relevancia pública.

Todos los actos de Jesús originan nuestra redención porque, al vivirlos de un modo justo y recto, agradable al Padre, los habilita también para que nosotros podamos vivirlos de ese modo, y así nos abre el camino. A los padres de la Iglesia les gustaba decir que Jesús, al hacer suya nuestra naturaleza, la había sanado y purificado. Podemos continuar esta idea diciendo que el Señor ha purificado la vida corriente, al hacerla suya; la ha transformado en algo agradable a Dios. Como afirmó san Josemaría: «Creciendo y viviendo como uno de nosotros, Jesús nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino» (Es Cristo que pasa, n. 14). Desde su lugar en el cielo, Jesús resucitado nos da su gracia para que seamos capaces de descubrir en nuestros quehaceres cotidianos el amor que Dios nos tiene, y que de esa forma sean para nosotros camino de santificación. Así Jesús, con su vida misma, es nuestro camino, que nos conduce al Padre.

Además de su valor redentor, todas las obras de Jesús tienen también un valor revelador, porque nos muestran el amor de Dios por nosotros, y un valor recapitulador, puesto que realizan el proyecto de Dios en la humanidad e instauran la soberanía de Dios, su reino, en el mundo.

María, la madre de Dios y de la Iglesia

La Virgen María fue predestinada para ser Madre de Dios desde la eternidad juntamente con la Encarnación del Verbo.

«Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56)» (Catecismo, 490). El arcángel San Gabriel, en el momento de la Anunciación, la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). Antes de que el Verbo se encarnara, María era ya, por su correspondencia a los dones divinos, llena de gracia. El Señor le concedió esos dones especiales de gracia porque la preparaba para ser su Madre. Guiada por ellos, pudo dar su libre consentimiento al anuncio de su vocación (cf. Catecismo, 490), permanecer pura de todo pecado personal (cf. Catecismo, 493) y entregarse plenamente al servicio de la obra redentora del Hijo.

Ella misma fue redimida desde su concepción: «Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: “… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” (DS 2803)» (Catecismo, 491).

Santa María es verdaderamente Madre de Dios porque «aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, […] no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad» (Catecismo, 495).

María fue siempre Virgen. Desde antiguo, la Iglesia confiesa en el Credo y celebra en su liturgia «a María como la […] “siempre-virgen” (cf. LG 52)» (Catecismo, 499; cf. Catecismo, 496-507). Esta fe de la Iglesia se refleja en la antigua fórmula: «Virgen antes del parto, en el parto y después del parto». Desde el inicio, «la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, esto es, sin intervención de varón, sino por obra del Espíritu Santo» (Catecismo, 496). María fue también virgen en el parto, porque Jesús, al nacer, consagró su virginidad (cf. Catecismo, 499). Y, ella permaneció también virgen tras el nacimiento de Jesús.

María fue asunta al Cielo. «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte». Su Asunción constituye una anticipación de la resurrección de los demás cristianos (cf. Catecismo, 966).

María es la Madre del Redentor. Por eso su maternidad divina comporta también su cooperación en la salvación de los hombres: «María, […] abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente» (Lumen Gentium, n. 56). Esta cooperación se manifiesta principalmente en su maternidad espiritual. Es verdaderamente madre nuestra en el orden de la gracia y coopera al nacimiento a la vida de la gracia y al desarrollo espiritual de los fieles. Además, desde el cielo nos cuida como madre procurando con su múltiple intercesión las gracias de Dios que necesitamos para nuestra vocación cristiana y nuestra salvación (cf. Catecismo, 969).

María es tipo y modelo de la Iglesia: «La Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” […] de la Iglesia (LG 63)» (Catecismo, 967). Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, nombró solemnemente a María Madre de la Iglesia, para subrayar de modo explícito la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano.

Se comprende, a la vista de cuanto hemos expuesto, que la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen sea un elemento intrínseco del culto cristiano. La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial» (Catecismo, 971), que se muestra en las numerosas fiestas, memorias litúrgicas y prácticas de piedad que le dedicamos los católicos.

Antonio Ducay


Bibliografía básica

— Catecismo de la Iglesia Católica, 430-534, 720-726 y 963-975.

— Juan Pablo II, Creo en Jesucristo. Catequesis sobre el Credo (II), Palabra, Madrid 1996.

Bibliografía recomendada

— Antonio Ducay, Jesús, el Hijo Salvador, Rialp, Madrid 2015, (en particular los capítulos II-IV).

— Vicente Ferrer Barrientos, Jesucristo nuestro Salvador, Rialp, Madrid 2015.