«Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47). El elogio que Jesús hizo de Natanael podían también aplicárselo a él todos los que le escuchaban. El Maestro pronunciaba solo palabras verdaderas, y vivía profundamente de acuerdo con ellas. En las palabras de Jesús se manifiesta siempre el deseo ardiente de darnos lo mejor que tiene. Y ese amor hace que lo que dice sea siempre transparente, orientado a entregarnos su verdad y su misericordia. Por eso, entonces como ahora, su vida y su testimonio deslumbran, aunque a veces también asusten o desestabilicen.
Sin miedo a la verdad
Un momento en el que se percibe claramente este talante del Maestro es el capítulo sexto de san Juan. Poco después de haber dejado a la multitud sorprendida con la multiplicación de unos pocos panes y peces, de los que todos comen hasta saciarse, lo vemos decidido a revelar una verdad importante. Jesús sabe bien que a aquellos miles que lo han seguido hasta allí les va a costar mucho comprenderla. Pero no se va a ahorrar ninguna palabra, ni aliviará el mensaje para hacerlo más aceptable: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn 6,54). Casi todos se despiden de él, precisamente por lo desconcertante de sus palabras: «Crudo es este lenguaje ¿quién puede aceptarlo?» (Jn 6,60).
Se podría decir, con lenguaje de red social, que en este momento su exceso de audacia le ha llevado a perder más de cinco mil seguidores. Para el Maestro, sin embargo, este fracaso es solo efímero y aparente: ni lo detiene ni lo condiciona… Tanto es así que, al descubrir el desánimo y el desengaño en los rostros de los doce, les pregunta también: «Y vosotros… ¿también queréis iros?» (Jn 6,67). Paradójicamente, para quedarse con nosotros, Jesús prefiere pagar el precio de la soledad: no está dispuesto, por asegurar un éxito pasajero, a dejar de alimentarnos y amarnos con el pan eucarístico a través de los siglos. Para Jesús, como para su Iglesia, la verdad es el amor por nosotros. Sabe que es decisivo manifestarse de modo auténtico, para que «todos los hombres se salven, es decir, que lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Y la verdad muchas veces duele. «La verdad no es en absoluto barata. Es exigente, y quema», decía una vez Joseph Ratzinger. «El mensaje de Jesús también incluye el desafío que encontramos en esa pugna con sus contemporáneos (…). Quien no quiera dejarse quemar, quien no esté dispuesto a ello, tampoco se acercará a Él»[1].
Jesús dice lo que tiene que decir, como tiene que decirlo, cuando tiene que decirlo. Unos días antes de ser condenado a muerte por aquellos mismos que le están escuchando en el Templo de Jerusalén, después de haberlos acusado ante el pueblo como «guías ciegos, hipócritas, (…) sepulcros blanqueados» (Mt 23,27), los increpa así, también públicamente: «¡Serpientes! ¡Raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar del castigo del infierno?» (Mt 23,33). Son palabras que nos pueden impresionar. Jesús no habla tan duramente con quienes están en el error, o con los pecadores… sino más bien con quienes, creyéndose justos, impiden que los demás se acerquen a Dios (Mt 23,13). Sabe perfectamente que sus palabras azuzan la antipatía de quienes ya piensan en darle muerte. Pero eso no le importa. Ni siquiera le frena el temor de que sus discípulos se puedan convertir en víctimas indirectas de su encendido discurso... Porque el amor a la verdad y a los hombres está por encima de la vida terrena. San Josemaría sintetiza muy bien esta actitud de Jesús: «no tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte»[2]. Con esas palabras ásperas y crudas que dirige a los fariseos, Jesús está defendiendo del error y de la mentira al pequeño rebaño que con el correr de los años —Él ya lo sabe— sufrirá también el martirio por amor a Dios y por defender esa misma verdad. Porque la verdad es la primera y la última palabra amorosa de los mártires cristianos.
Son muchos los pasajes de la vida del Señor en los que prevalece ese amor a la verdad. Como Él mismo afirma en su juicio ante Pilatos, «Yo para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (cfr. Jn 18,37). Y también los cristianos hemos sido bautizados y confirmados para ser testigos de aquel que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), ante los intentos de someter la realidad a cálculos, intereses o ideologías. Testigos: eso significa la palabra mártir. Aunque Dios no llame a todos los cristianos a verter su sangre por la fe, sí espera que estemos dispuestos a dejarnos la vida, gota a gota, por esa misma fe; a ser «mártires sin espectáculo», como quien «gasta sus años trabajando sin otra mira que servir a la Iglesia y a las almas, y envejece sonriendo, y pasa inadvertido...»[3]. Porque, a fin de cuentas, «la existencia temporal —tanto de las personas como de la sociedad— sólo es importante precisamente como etapa hacia la eternidad. Por eso la vida terrena es solo relativamente importante, y no es un bien absoluto. Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves»[4].
No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto
¡Qué bello reflejo de la actitud valiente de Jesucristo contemplamos en sus primeros discípulos! Tras el fuego de Pentecostés, asombra escuchar la predicación de los apóstoles, que hablan ya sin miedo. Así lo han aprendido del Maestro. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, vemos a Pedro y a Juan llevados presos ante el Sanedrín por exponer públicamente la verdad de la resurrección de nuestro Señor, y para dar explicaciones sobre la curación de un hombre cojo. Tras una noche en prisión, son sometidos a un interrogatorio, al que también asiste ese hombre sanado. Los ancianos y escribas les preguntan: «¿Con qué poder, o con ayuda de quién hacéis esto vosotros?» (Hch 4,7). La respuesta de Pedro es taxativa. Ya no queda ni medio asomo de la cobardía que le llevó a mentir y a negar al Señor durante la oscura noche de la pasión: «Que os quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel: por el Nombre de Jesucristo el Nazareno, al que vosotros crucificasteis, al que Dios despertó de entre los muertos, gracias a él se presenta sano este ante vosotros» (Hch 4,10). La libertad con la que hablan Pedro y Juan los deja estupefactos. No saben qué hacer, salvo ordenarles no volver a enseñar ni a hacer nada en el Nombre de Jesús. La respuesta de Pedro y Juan pone en evidencia la arbitrariedad de lo que les están pidiendo: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios; porque nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,19-20).
Estos ejemplos de la vida de Jesús y de los primeros discípulos nos proporcionan la medida adecuada de nuestro comportamiento a la hora de proclamar la verdad de Jesucristo. Una falsa prudencia podría llevarnos a fabricar discursos complacientes, o a callar cuando debemos hablar. Desde luego, evangelizar no significa entrar siempre al conflicto, pero tampoco puede consistir en evitarlo permanentemente, haciendo compromisos con la verdad. En este sentido, escribía san Josemaría: «¿Contemporizar? —Es palabra que solo se encuentra —¡hay que contemporizar!— en el léxico de los que no tienen gana de lucha —comodones, cucos o cobardes—, porque de antemano se saben vencidos»[5]. A la vez, sería también demasiado cómodo pensar que la fe se puede transmitir sin plantearse la solidez de nuestro discurso, o sin atender a los problemas, los anhelos y la sensibilidad de cada momento, de cada persona.
En todo caso, cuando un cristiano quiere vivir de acuerdo con su identidad, a veces tendrá que sobreponerse al miedo al ridículo, al «qué dirán». Hoy quizá sea menos frecuente que los discípulos de Jesús acaben entre los leones o en una celda, como sucedió a Pedro y Juan y a tantos santos que nos han precedido en la custodia y testimonio de la fe. Puede suceder, sin embargo, que nuestra imagen pública se resienta, o incluso que seamos perseguidos a causa de nuestra defensa de la dignidad humana y de la libertad de las conciencias, que se encuentran en la base del ejercicio de la fe, del respeto de la vida, y de tantas otras realidades irrenunciables.
La vida de los cristianos, escribe san Josemaría, no es «antinada»: es «afirmación, optimismo, juventud, alegría y paz»[6]. Pero precisamente por eso debemos tener «la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe»[7]: no podemos permitir que pierda fuerza en nuestras vidas el amor a Dios y a la verdad, porque sin ese amor y esa verdad no tendríamos ya nada que anunciar al mundo. Junto a eso, es importante buscar la manera de hacer el mayor bien posible en cada situación, teniendo en cuenta que la transmisión de la verdad no depende solo de que digamos las cosas, sino también de que quienes nos oyen entiendan. También Jesús a veces optó por callarse (Cfr. Lc 4,28-30; Mt 26,63); y, si muchas veces hablaba sin rodeos, siempre buscaba el modo de hacerse entender por unos y otros. En ese sentido, sucederá que a veces sea contraproducente insistir en una idea, y convenga en cambio esperar a otra ocasión, o repensar nuestras razones; y también, como parte de ese trabajo, tendremos que esforzarnos por comprender las razones de los demás, que muchas veces nos podrán dar luces para entender mejor nuestra fe y las carencias de nuestro discurso.
En su primera carta, la que podríamos llamar la primera encíclica de la historia, san Pedro presenta en pocos trazos todo este programa apostólico: «Glorificad a Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia, para que quienes calumnian vuestra buena conducta en Cristo, queden confundidos en aquello que os critican» (1 Pe 3,15-16).
En los areópagos de nuestro siglo
El desafío de evangelizar no solo exige valentía, sino también preparación intelectual y teológica —la que cada uno pueda obtener—, don de lenguas y empatía con la cultura contemporánea, que es la nuestra. Ver al propio san Pablo en Atenas puede ayudarnos a entender cómo manifestarnos en los areópagos de nuestro siglo (cfr. Hch 17,16ss). Primero observamos a un Pablo que se consumía en su interior al observar una ciudad entregada a la idolatría. Sin embargo, su ardor no le lleva a hablar con amargura, o de malos modos[8]. Explora el terreno y escucha: primero a sus hermanos judíos en la sinagoga y, después, en la calle, a los filósofos epicúreos y estoicos, con los que entabla conversación y manifiesta sus ideas sobre Dios y sobre la vida. Además de contemplar con interés la arquitectura de la ciudad, san Pablo demuestra un buen conocimiento de su literatura; eso le permite adaptar su mensaje a aquel auditorio que ha mostrado curiosidad por sus palabras. San Pablo conforma su predicación a este auditorio, de por sí difícil, pero ni degrada ni atenúa el evangelio. El discurso que pronuncia en el Areópago permanece como un modelo, que vale la pena releer de vez en cuando.
En un primer momento, san Pablo alaba la belleza de un altar construido al Dios desconocido, que ha descubierto paseando por la ciudad. Esa referencia cultural lo acerca a sus interlocutores y le permite hablar sobre ese Dios misterioso, al que él dice conocer. Con diversas referencias literarias de los poetas griegos, san Pablo dirige empáticamente el discurso hacia la verdad que quiere transmitir: que todos somos criaturas de ese Dios desconocido, porque él es el Creador y el Señor de todas las cosas. Les explica además cómo ese Dios se ha hecho presente entre nosotros, no a través de ídolos construidos por mano de hombre, sino encarnándose, y ofreciendo como prueba de su divinidad su resurrección entre los muertos…
San Pablo consigue hacer brillar con todo su resplandor la autenticidad del kerygma, el corazón de la fe, ante un pueblo culto y pagano. Es cierto que, como le sucedió al Señor en el discurso del Pan de vida, la mayor parte del auditorio abandona educadamente: «Otra vez te escucharemos sobre esto» (Hch 17,32).No todos los oídos están preparados para aceptar la palabra de Dios a la primera. Pero algunos se quedan: el relato añade que ese día abrazaron la fe Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y unos cuantos más. La valentía, la preparación intelectual y el don de gentes de Pablo, como el de tantos cristianos, es madera que permite al Espíritu Santo encender el fuego de Jesucristo en muchos corazones. Este pasaje de la vida de san Pablo, en fin, enseña mucho sobre cómo proceder en una cultura que a veces ha perdido hasta el mismo lenguaje para nombrar a Dios.
Todo para todos
Las palabras y la vida de un cristiano puedan resultar a veces escandalosas, no porque haga nada malo, sino por contraste con lo que se considera como socialmente aceptable. Ciertamente, su modo de vivir puede poner en evidencia, aun sin pretenderlo, la forma de vida de muchas personas: en sus relaciones afectivas, en ciertos hábitos profesionales, en modos de divertirse. Formas y hábitos que no solo reciben la aprobación del sentir común, sino que a veces se han convertido en derechos exigibles jurídicamente.
En este contexto, es factible que una persona se pueda sentir juzgada y despreciada en su corazón ante una afirmación como esta de san Pablo: «No os dejéis engañar: ni fornicarios, ni idólatras, ni afeminados, ni sodomitas, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni insultadores, ni saqueadores heredarán el reino de Dios» (1 Co 6,9). Estas palabras pudieron escandalizar a algunos de los corintios que las recibieron, y seguramente siguen haciéndolo hoy. Los cristianos vivimos de afirmación, y los modos de hablar pueden cambiar en función de los momentos o de los interlocutores; pero no podemos hacer como aquellos maestros que dicen lo que cada uno querría oír (2 Tm 4,4). Ya el profeta Isaías escribía «¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! (Is 5,20).
A la vez, nuestro testimonio de la verdad no se puede reducir a la denuncia del mal: el Evangelio es ante todo anuncio del amor incondicional de Dios por cada uno. Las mismas palabras de san Pablo no se limitan a una enunciación condenatoria de vicios y pecados; tras esas líneas fuertes, añade: «Así erais algunos de vosotros: pero os lavasteis y fuisteis santificados y fuisteis justificados gracias al nombre de Jesucristo y gracias al Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6,10-11).
Quizá hoy más que nunca percibimos cómo «la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace “débil con los débiles […] todo para todos” (1 Co 9,22)»[9]. Quien vive de una profunda amistad con Dios y con los demás puede dejarse conquistar por la verdad y manifestarla libremente y con cariño, acompañando a los demás por un plano inclinado. Es verdad, «el santo, para la vida de tantos, es “incómodo”. Pero eso no significa que haya de ser insoportable. —Su celo nunca debe ser amargo; su corrección nunca debe ser hiriente; su ejemplo nunca debe ser una bofetada moral, arrogante, en la cara del prójimo»[10].
Hoy como ayer, para acceder a la misericordia de Dios es necesario golpearse el pecho y reconocerse pecador, cosa que requiere a veces un recorrido lento y paciente, primero en cada uno de nosotros… Qué importante es que, a lo largo de la vida, todos podamos tener al lado amigos que, a la vez que nos comprenden, nos iluminan con palabras verdaderas. Porque solo la verdad nos hace libres; solo ella puede liberarnos el corazón (cf. Jn 8,32), solo con ella viene realmente la alegría. Y eso es lo que significa evangelizar: «se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente», porque «la Verdad es inseparable de la auténtica alegría»[11].
[1] J. Ratzinger, Dios y el mundo, Círculo de lectores, Barcelona 2011, 209-211.
[2] San Josemaría, Camino, n. 34.
[3] San Josemaría, Via Crucis, 7.4.
[4] San Josemaría, Cartas, VI.1973, n.12.
[5] Camino, n. 54.
[6] Forja, n. 103.
[7] San Josemaría, Surco, n. 46.
[8] Cfr. Camino, nn. 396 y 397.
[9] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 44.
[10] Forja, n. 578.
[11] Surco, n. 185.