CUARENTA DÍAS después de la Pascua, la Iglesia celebra la Ascensión de Jesús a los cielos. «El Señor, rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte –señala el Prefacio de la Misa–, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto de los cielos, como mediador entre Dios y los hombres»1.
La Sagrada Escritura nos relata que, momentos antes de subir al cielo, Jesús había dicho a sus discípulos: «Está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,46-47). Antes de ir hacia la derecha del Padre, Jesús deja una tarea ambiciosa: la de evangelizar no solamente al pueblo de Israel o al imperio romano, sino al mundo entero, a toda la creación. «Parece de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón de la tierra»2.
También nosotros hemos recibido ese mismo encargo divino, y por eso sentimos tan cercano aquel día en el que Jesús subió al cielo. San Josemaría decía que «el apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»3.
SAN LUCAS cuenta que, poco antes de subir a los cielos, Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo» (Lc 24,50). En cierta manera, desde aquel día «sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege (…). Al marcharse, él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Esta es la razón permanente de la alegría cristiana»4.
La liturgia de las horas medita hoy unas palabras de san Agustín sobre este misterio: «No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él (...). Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia»5. Jesús asciende al cielo, pero no nos abandona. «Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la Ascensión; con su poder supera todo espacio, (…) está presente al lado de todos, y todos lo pueden evocar en todo lugar y a lo largo de la historia»6.
Jesús asciende al Padre y, al mismo tiempo, permanece con nosotros: el Espíritu Santo habita en nuestra alma en gracia y el Señor nos acompaña también sacramentalmente en la Eucaristía. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7.
«CUANDO MIRABAN fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse”» (Hch 1,10-11). La solemnidad de la Ascensión nos enciende en la esperanza de compartir la gloria de la que goza Jesús, a la que somos llamados como miembros de su cuerpo. «No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino»8.
«Este “éxodo” hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó del todo por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres (...). Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, “es para nosotros como un ancla del alma” (Hb 6,19), un ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido»9.
El Señor nos espera en el cielo y nos envía el Espíritu Santo, sus dones y sus frutos, para que lleguemos también nosotros a la meta. «Después de subir el Señor al cielo, los discípulos se reunieron en oración en el Cenáculo, con la Madre de Jesús, invocando juntos al Espíritu Santo, que los revestiría de fuerza para dar testimonio de Cristo resucitado. Toda comunidad cristiana, unida a la Virgen santísima, revive en estos días esa singular experiencia espiritual en preparación de la solemnidad de Pentecostés»10.
1 Misal romano, prefacio.
2 Francisco, Regina coeli, 13-V-2018.3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.
4 Benedicto XVI. Jesús de Nazaret, Madrid 2011, p. 400.
5 San Agustín, Sermón de la Ascensión, 1-2; PLS 2, 494-495.
6 Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, II, p. 329.
7 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 118.
8 Misal Romano, Misa de la Ascensión del Señor, Prefacio.
9 Benedicto XVI, Ángelus, 4-V-2008
10 Benedicto XVI, Ángelus, 8-V-2005.