Meditaciones: 24° domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el domingo de la vigesimocuarta semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: Dios salda nuestra deuda en la Confesión; perdonar, un acto liberador; lo más divino en la vida del cristiano.

- Dios salda nuestra deuda en la Confesión

- Perdonar, un acto liberador

- Lo más divino en la vida del cristiano.


JESÚS contó en una ocasión la historia de un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos (cfr. Mt 18-21-35). Le presentaron entonces uno que le debía diez mil talentos. Se trataba de una cantidad desorbitada, hoy en día diríamos que es una deuda más propia de una gran empresa que de un particular. Como no podía devolverla, el señor mandó hacer lo propio de la época en esos casos: «Que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase». Pero entonces el siervo «se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda».

El siervo simplemente había pedido más tiempo para devolver la cantidad prestada. Sin embargo, su actitud había logrado mover el corazón del rey. No se limitó a darle una prórroga, sino que le liberó de todas sus deudas. Podemos suponer el desconcierto de los oyentes de la parábola. Pues bien, algo tan real como esa historia ocurre cada vez que nos acercamos al sacramento de la Reconciliación, aunque la deuda sea muy grande. Cuando confesamos nuestros pecados «Dios nos perdona, olvida todo el mal que hemos hecho. Alguien dijo: “Es la enfermedad de Dios”. No tiene memoria, es capaz de perder la memoria en estos casos. Dios pierde la memoria de las historias malas de tantos pecadores, de nuestros pecados. Nos perdona y sigue adelante»[1].

Era prácticamente imposible que aquel siervo pudiese devolver la cantidad prestada: solamente un gesto de piedad como el del rey le podía liberar. Por nuestras propias obras tampoco podríamos saldar la deuda que tenemos con el Señor por nuestros pecados. No solo por la entidad de las acciones cometidas, sino por ser Dios quién es. Pero el Señor, de todos modos, nos concede gratuitamente su perdón a través de la Confesión y nos libera de todo lo que nos pueda alejar de él. Esa es la medida divina de su amor. Por eso la Iglesia recomienda acudir a este sacramento con regularidad, pues «ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso»[2].


CUANDO aquel siervo salió de la presencia del rey se encontró a un compañero que le debía cien denarios. Era una cantidad no pequeña –el salario de tres meses de trabajo–, pero insignificante comparada con la que le acababa de perdonar su señor. Cuando ese hombre se echó a sus pies y le pidió un poco más de tiempo, el siervo se negó a darle una prórroga: lo hizo meter en la cárcel hasta que pagase la deuda. Sus compañeros, al presenciar todo, se indignaron y contaron lo que había ocurrido al rey. Y este, al ver la falta de corazón de su súbdito, «lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda» (Mt 18,34).

Perdonar al prójimo es un acto liberador en el que el primer beneficiado es uno mismo. Si aquel siervo hubiera perdonado la deuda, la alegría habría sido doble: de su compañero, porque ya no tendría que devolver nada; y de él mismo, pues podría seguir disfrutando de su libertad. En cambio, ahora se veía encarcelado y con la obligación de devolver un importe que le resultaba asfixiante. De un modo análogo, cuando perdonamos a alguien nos liberamos de los posibles rencores y odios que pueden anidar en el corazón y abrazamos la paz y la alegría que nos ofrece Dios. «Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro –escribía san Pablo–. Y que la paz de Cristo se adueñe de vuestros corazones» (Col 3,13.15).

Podemos perdonar a los demás porque antes Dios nos ha perdonado. Y también se podría decir al revés: Dios nos perdona porque ve que nosotros tenemos esa misma actitud de misericordia con los demás. Podemos pedir al Señor en este rato de oración la gracia de saber perdonar «desde el primer instante», sabiendo «que por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti»[3].


SAN JOSEMARÍA afirmó en una ocasión que lo más divino en la vida de los cristianos es perdonar a quienes les hayan hecho daño. Dios mismo se hizo hombre precisamente para perdonar los pecados de todos los hombres. Por eso se podría decir que «nada nos asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón»[4].

La mayoría de las veces ese perdón será más bien por conflictos pequeños y propios de la vida cotidiana: una mala reacción, una broma fuera de lugar, un malentendido, un olvido, etc. En muchas de esas ocasiones puede no estar claro quién debería perdonar o pedir perdón. En muchas otras, por el contrario, posiblemente no quepan demasiadas dudas. Tanto en un sentido como en otro, es útil considerar, como sugiere el prelado del Opus Dei, que «un sincero gesto de petición de perdón es, muchas veces, la única manera de restablecer la armonía en las relaciones, aunque pensemos –con más o menos razón– que nosotros hemos sido la parte mayormente ofendida»[5].

Una de las últimas frases que pronunció el Señor antes de morir fue, precisamente, de perdón a los que le habían crucificado. Y podemos imaginar que la Virgen María, al escuchar esas palabras, extendió también su perdón hacia aquellas personas. «Debió de sufrir mucho el Corazón dulcísimo de María, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor»[6].


[1] Francisco, Homilía, 17-III-2020.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1458.

[3] San Josemaría, Camino, n. 452.

[4] San Juan Crisóstomo, Comment. in Matthaeum, Homilía XIX, n. 7: PG 57, 283.

[5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 8.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 237.