Meditaciones: 23.° domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el domingo de la vigesimotercera semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: una familia implicada en nuestra lucha; mirar a un hermano como Dios; la corrección de Jesús a Pedro.

- Una familia implicada en nuestra lucha

- Mirar a un hermano como Dios

- La corrección de Jesús a Pedro.


CUANDO el Señor llegó a Galilea junto a sus discípulos, pronunció un discurso en el que describió algunas características de la vida en la Iglesia. Uno de sus rasgos es la fraternidad: los cristianos velan por sus hermanos como hizo Cristo, para atraerlos a todos hacia el Padre. Jesús sabía bien que en muchas ocasiones nos resistimos y, en ese convivir unos con otros, podemos herir a alguien que tenemos cerca. Entonces el Señor propone una solución audaz. En vez de retirarle la confianza o de resolverlo por vías de distanciamiento, pide a sus discípulos: «Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15).

Esta costumbre evangélica consiste en que otra persona, después de considerarlo en su oración junto a Dios, nos ofrece una sugerencia para mejorar algún aspecto concreto de nuestra vida. Este auxilio nos da la seguridad de sabernos parte de toda una familia implicada en nuestra lucha. Manifiesta que somos importantes para alguien y que necesitamos ser cuidados. Es fruto de tener a alguien al lado que no solo nos aconseja en los cruces de caminos importantes, sino que nos comprende y nos anima en lo que nos puede costar en el día a día, aunque con frecuencia sean las mismas realidades. Así, en caso de necesidad, ese hermano o hermana puede acudir en nuestra ayuda. Por eso, la corrección fraterna es lo contrario a la crítica, la murmuración o la difamación. Mientras que en estas últimas hay juicio y condena, en la ayuda fraterna hay un abrazo que acoge e impulsa hacia el futuro. El Señor cuenta con los demás para ayudarnos a ser, con su gracia, la mejor versión de nosotros mismos, con nuestra historia y nuestras características peculiares. «Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora»[1].


EN LA HISTORIA de la salvación vemos que Dios siempre actúa en un pueblo, en una comunidad, en una familia, en un grupo de amigos. Pensar que la santidad prescinde de lo que los demás pueden hacer por nosotros podría ser un síntoma de aislamiento. Por eso, es natural que, en un entorno de amistad, surja la corrección fraterna. La comprensión es quizá uno de los primeros pasos para poder ayudar. Evita que nuestra mirada tropiece en detalles de poca importancia, y más bien invita a sintonizar con ese profundo anhelo de santidad que vivifica el actuar de cualquier cristiano y que poco a poco impregna las distintas manifestaciones de la vida diaria.

San Josemaría decía que «más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[2]. En primer lugar, nos lleva a ver las virtudes y las cualidades de los demás. Al ayudar a un hermano, procuramos mirarlo como lo hace Dios y tratamos de custodiarlo como algo precioso, valorando lo bueno que tiene y las posibilidades de madurar en el amor. Por eso lo que impulsa la práctica de la corrección fraterna no es tanto la pretensión de conservar un orden externo, sino el deseo de que la persona que tengo cerca sea cada vez más feliz. Esa convicción de buscar su felicidad implica, por tanto, el máximo respeto a su libertad, porque solo así la fraternidad es delicada y verdadera.

«Ponte siempre en las circunstancias del prójimo –sugería san Josemaría–: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad»[3]. La comprensión no consiste en obviar el daño que hemos recibido o lo mucho que, según nos parece, el otro puede mejorar; más bien nos permite entender que todos necesitamos del cariño y, en especial, del perdón, «como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[4]. Nos dice que los defectos pueden no tener la última palabra en la relación con el otro. Como enseña el prelado del Opus Dei, podemos estar seguros «de que lo positivo es muy superior a lo negativo. En cualquier caso, lo negativo no es motivo de separación, sino de oración y de ayuda; si cabe, de más cariño; y, si es el caso, de corrección fraterna»[5].


EL MISMO Jesús practicó la corrección fraterna en varias ocasiones. Quizá la más impactante es la que realizó a Pedro cuando, después de predecir su muerte y su resurrección, el apóstol le reprendió diciendo: «¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso». Cristo corrigió inmediatamente el planteamiento de Pedro: «¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,22-23). Resulta sorprendente ver que Jesús llama «Satanás» a quien poco antes le había confiado las llaves del Reino de los Cielos. Podríamos decir, incluso, que es todavía más llamativo no tener noticia de ninguna reacción negativa por parte de Pedro. ¿Quién no se hubiera desanimado al escuchar un reproche así de labios de Cristo?

Probablemente Pedro no entendiera del todo lo que estaba sucediendo. Sin embargo, estaba seguro de una cosa: que Cristo lo amaba de todo corazón. No solamente era el Mesías esperado, sino que era un amigo que se preocupaba por él, le manifestaba su afecto continuamente y que le iba desvelando poco a poco los misterios profundos de sus planes de salvación. La corrección buscaba, en primer lugar, modificar un planteamiento importante de fondo. Por eso, aquel reproche, aunque fuera duro, no lo derrumbó, pues tenía la seguridad de que Jesús solo quería su bien y que le estaba haciendo partícipe de su sabiduría divina. Al mismo tiempo, Cristo sabía bien a quién se lo estaba diciendo. Sus palabras permiten intuir que la confianza con Pedro era muy grande y que sabía que podía sacar provecho de ellas sin sentirse herido.

«No se puede corregir a una persona sin amor y sin caridad»[6]. La corrección fraterna necesita un contexto –como el que se creó entre Jesús y Pedro– en el que se haya percibido la cercanía, el interés sincero y la preocupación real por la vida del otro. Y requiere, además, conocer bien a ese hermano o hermana. Así, más que un punto de partida de una relación de amistad, es una etapa más en el camino de la fraternidad, que permite que se puedan compartir muchos kilómetros juntos. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a velar por nuestros hermanos y a acogerlos con su misma mirada de comprensión.


[1] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 5.

[2] San Josemaría, Camino, n. 463.

[3] San Josemaría, Forja, n. 958

[4] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2012, n. 1.

[5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 4.

[6] Francisco, Homilía, 12-IX-2014.