«Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14), dijo Jesús en uno de sus primeros discursos, desde la cima de un monte. Era un reto ambicioso para sus oyentes, que difícilmente habrían salido de Palestina y que en muchos aspectos no eran mejores que otros pueblos del entorno. ¿Cómo podían iluminar todo el mundo? El Papa Francisco también ha recordado en alguna ocasión que los bautizados estamos llamados a ser en el mundo «un evangelio viviente», a sazonar todos los ambientes con «una vida santa», con «el testimonio de una caridad genuina»[1]. Su propuesta adquiere en nuestros días una relevancia especial al considerar que los cristianos, en algunos lugares del mundo, son una inmensa minoría, como ocurría en los primeros tiempos de la Iglesia: para muchos hombres y mujeres del siglo XXI, la relación con un católico que vive su fe será a veces la única oportunidad de aproximarse al Evangelio. Esto supone una enorme oportunidad. Además, contamos con una garantía: la luz que aspiramos a transmitir a otros no es nuestra, sino de Dios.
Esa luz tiene que ver, ciertamente, con el contenido de un mensaje que nos gustaría extender en el mundo; pero también –y no es menos importante– con el medio que lo transmite y con el modo de hacerlo. Ambos aspectos están intrínsecamente unidos, el uno influye en el otro: nuestra condición de discípulos de Jesús se manifiesta a la vez en el qué y en el cómo. Sabemos bien que el cristianismo no es puro conocimiento, no consiste en un saber teórico ni en una suma de lecturas: es, sobre todo, un modo de estar en el mundo y de relacionarse con los demás que tiene su origen en el encuentro con Jesucristo. Implica un empeño práctico que, cuando surge de ese diálogo interior con Dios, acaba interpelando a las personas cercanas. San Josemaría lo resumió en uno de los puntos iniciales de Camino: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo»[2].
Por eso, la formación cristiana no busca una simple erudición doctrinal, sino conformarnos con Jesús. Así extenderemos la buena noticia a través de nuestras palabras y especialmente con nuestra propia vida, como él mismo hizo. Este modo de desenvolvernos en el mundo no es ajeno a la convivencia con los otros hombres, incluidos, como es lógico, los que pueden parecer más lejanos. El planteamiento de Jesús es magnánimo, incluso revolucionario, supone una de las grandes novedades del Evangelio: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian» (Lc 6,27-29). Siempre podremos mirarnos en ese mensaje y examinar hasta qué punto lo hemos hecho nuestro.
La diferencia es un regalo
Todas las personas somos diferentes. Nos distinguimos en el aspecto físico, la voz, la forma de pensar, el modo de interpretar la libertad, las soluciones que proponemos a los conflictos de la existencia, hasta en la manera de entender la humanidad o la propia vida. Frente a esa realidad, nuestra actitud no es simplemente la de tolerar la diferencia, resignarse ante ella, aceptarla como si fuera un mal inevitable. Esa diversidad ha sido querida por Dios y, por tanto, es una riqueza, una manifestación de su infinitud. Las diferencias forman parte de la grandeza de la creación, podemos y debemos beneficiarnos de ellas. Queriendo a los demás tal como son, los queremos como los quiere Dios. Hemos escuchado tantas veces decir que el amor de Dios es incondicional que tal vez el alcance del adjetivo se ha podido diluir un poco. Sin embargo se trata de un reto decisivo: el amor de Dios supera y desborda todas nuestras condiciones, por muy razonadas que nos parezcan. Por eso se convierte también en un desafío, en una llamada para que amemos incondicionalmente, sin prejuicios, sin antecedentes, sin excepciones, sin inercias de ninguna clase.
Ese empeño nos conducirá a evitar el riesgo de pasar sutilmente del «soy distinto» a «soy mejor», a alejar la tentación de convertirnos en el criterio para medir a los demás, un peligro frecuente en todo tipo de grupos humanos, desde un círculo de amigos hasta una nación entera. Ese «soy el mejor» puede inducir una cierta superioridad moral que aumenta las distancias entre personas hasta crear a veces fronteras impermeables. Por el contrario, san Josemaría, pensando en el espíritu del Opus Dei, predicó siempre que «la misión sobrenatural que hemos recibido no nos lleva a distinguirnos y a separarnos de los demás; nos lleva a unirnos a todos, porque somos iguales que los otros ciudadanos de nuestra patria»[3]. Además, siempre es posible descubrir en el prójimo cualidades que lo hace mejor que nosotros. «Lo dijo con claridad santo Tomás de Aquino, una de las mentes más prodigiosas de la historia de la humanidad: “En cualquier hombre existe algún aspecto por el que otros pueden considerarlo superior”. Siempre hay alguien que de algún modo nos supera y del que podemos aprender»[4].
Decidirse a buscar al otro
Los algoritmos de las redes sociales –la fórmula que selecciona la información que recibimos– generan una tendencia a buscar, promover, compartir y consumir solamente noticias, comentarios o interpretaciones que avalan nuestras propias ideas. Esto muchas veces nos puede llevar a minusvalorar o ignorar opciones alternativas o experiencias distintas a la nuestra. El Papa Francisco nos ha puesto en guardia frente a este peligro: «El funcionamiento de muchas plataformas a menudo acaba por favorecer el encuentro entre personas que piensan del mismo modo, obstaculizando la confrontación entre las diferencias. Estos circuitos cerrados facilitan la difusión de informaciones y noticias falsas, fomentando prejuicios y odios»[5].
Siempre es más cómodo recibir permanentemente confirmaciones de lo que pensamos. La inercia nos aleja de las dudas en cuestiones opinables, apaga el sano espíritu crítico. A todos nos cuestan las conversaciones difíciles, no siempre nos encontramos cómodos al abandonar la seguridad de lo conocido. Por eso, el camino para encontrar al otro requiere una decisión personal, una actitud proactiva. Buscar juntos la verdad a través del diálogo, del conocimiento mutuo, «es un camino perseverante, hecho también de silencios y de sufrimientos, capaz de recoger con paciencia la larga experiencia de las personas y de los pueblos»[6].
En ese diálogo, los cristianos tenemos claro que no se trata de cambiar el mensaje de Cristo ni de confrontarlo retóricamente con otras propuestas en busca de un punto medio conciliador. Sería tramposo enfrentar el qué y el cómo en una lucha teórica. Los cristianos queremos vivir el mensaje de Cristo en su integridad, adquirir una nueva manera de ser: esta es una premisa sustancial de nuestra misión. Por eso estamos abiertos a conocer, valorar y aprovechar la experiencia de los demás.
Esta aspiración se puede complicar cuando las personas que piensan de modo diferente adoptan posturas hostiles. El desenlace de la vida terrena de Jesús puede ser un espejo para mirarnos cuando nos inquieten las dudas. Descubriremos en su pasión y en su muerte que esa incomprensión no debería preocuparnos más de lo necesario. La asimetría que asume el cristiano al convivir de ese modo, al convivir desde la cruz, encarna el discurso del Señor sobre el amor a los enemigos. Más aún, esa desproporción en el trato que damos a los demás puede ser una manifestación específica del cristianismo. En palabras del mismo Jesús: «Si amáis a los que os aman, ¿qué merito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman» (cfr. Lc 6,32-33). Esto lo podemos aplicar también a quienes nos comprenden –o comprendemos– menos y a quienes cuyo trato se nos puede hacer un poco más difícil, al menos al principio.
Jesús acoge a la samaritana
Es razonable imaginar una sintonía creciente de Jesús con los apóstoles conforme pasan los meses juntos: son sus amigos, las personas más cercanas, las más favorables a su misión. Pero también van apareciendo en los evangelios otros hombres y mujeres ajenos a los intereses, a la geografía y al estilo de vida de los doce. Por ejemplo, la samaritana. El diálogo que Jesús mantiene con ella es uno de los más extensos del Evangelio. Es una conversación que le sirve a Jesús para reducir rápidamente las distancias que los separan. Mientras Pedro y los demás buscan algo para comer, él pide agua a la mujer e inicia una conversación en la que rápidamente deshace sus prejuicios y barreras. Las palabras del Maestro sacuden el alma de la samaritana y, cuando se despiden, ella se siente impulsada a compartir su descubrimiento con todos: «Dejó su cántaro, fue a la ciudad y le dijo a la gente: venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?» (Jn 4,28-29). Se había convertido en una mujer apóstol de la que Dios se sirvió para que muchos samaritanos creyeran en Jesús.
La relación del Señor con la mujer samaritana encierra una enseñanza elocuente: no debemos descartar a nadie. Las distancias entre ambos eran evidentes, pero el desenlace del relato evangélico nos anima a llevar hasta Dios a personas que nos pueden parecer poco afines. Jesús transformó rápidamente en un nosotros aquel único encuentro. En ocasiones, las diferencias con otras personas o los juicios apresurados que hacemos de ellas se ponen de manifiesto después de una simple conjunción adversativa: «es buen trabajador, pero…», «es muy generosa con su tiempo, pero…», «es de un trato bastante agradable, pero…». El pero será con frecuencia inevitable, a veces simplemente reflejará alguna situación externa. Debemos estar atentos para no convertirlo en una excusa para mantener la distancia con el otro.
A la hora de deshacer nudos, pensar en la propia familia aporta una clave que tal vez hemos experimentado en primera persona. Los lazos especialísimos que nos unen a nuestros padres, hermanos o hijos proporcionan un sentido distinto a ese pero. Lo que antes suponía una objeción, incluso una trinchera, nos sirve para unir, nos aporta una razón lógica para no descartar a nadie. Podemos tener tal o cual diferencia con una persona, incluso de una entidad considerable, «pero es mi hermano», «pero es mi hija», «pero es mi padre». De algún modo, la caridad consiste en aplicar ese criterio en otros ámbitos. En el caso de la samaritana, Jesús transformó el pero en un además. Un cristiano es alguien que acoge. Y su acogida tiene más sentido con los que vienen de más lejos. «Nosotros, procurando –dentro de nuestra poquedad– imitar al Señor, tampoco “excluimos a nadie, no apartamos a ningún alma de nuestro amor en Jesucristo. Por eso habréis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir, cristiana– con todos vuestros compañeros de profesión: más aún, con todos los hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales”»[7].
El «giro copernicano» del amor
En ese empeño por tender puentes y estrechar las relaciones con personas distintas, la alegría de los cristianos puede suponer una ventaja decisiva. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[8]. Una persona alegre interpela con su propia vida, sin necesidad de justificaciones teóricas previas. Benedicto XVI considera que «la fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo»[9]. Por eso, en cierto sentido, la alegría es una responsabilidad en este mundo agitado y cambiante. La paciencia es igualmente necesaria, sobre todo con personas que pueden presentar una actitud un poco hostil. «Ofrecer nuestra amistad de manera auténtica presupone la capacidad de arriesgar, pues cabe la posibilidad de no ser correspondido»[10]. Y, unido a la paciencia, también es imprescindible el respeto, que «no es una educada resignación ante los defectos de los demás, con la que nos quedamos protegidos detrás de nuestro muro de defensa, sino un porte cercano, comprensivo, magnánimo, que nos permite mirar de verdad a los ojos a cada uno»[11].
Las manifestaciones anteriores se engloban dentro de la caridad, que es el rasgo fundamental en nuestra relación con los demás. Ya lo experimentó san Pablo: «Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada» (1 Cor 13,2). También Benedicto XVI habló del «giro copernicano del amor» que consiste en entrar en una nueva dimensión de la caridad: Dios nos ama no porque nosotros seamos buenos o reunamos algún mérito, sino porque él es bueno. La imitación de Cristo en este aspecto nos permitirá amar no solo a un pequeño círculo de personas sino a todos los hombres y mujeres que Dios ha puesto en nuestro camino. Nunca seremos del todo conscientes del fruto de esta actitud: nunca sabremos hasta qué punto la cercanía, el cariño, la paciencia y el respeto activaron deseos magnánimos en las personas que se fueron cruzando en nuestra vida. Sin embargo, tenemos el convencimiento de que, para ser luz del mundo, no hay ninguna estrategia de transmisión posible al margen de la caridad. Lo sintetizó san Josemaría: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes»[12].
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Vivimos tiempos propicios para la magnanimidad: el Papa Francisco se ha servido de la parábola del buen samaritano para recordarnos que debemos ser «constructores de un nuevo vínculo social»[13], para hacernos caer en la cuenta de que todos los días nos enfrentamos a «la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo»[14]. El ejemplo de aquel único caminante que se detuvo al ver a un hombre malherido en la cuneta nos recuerda que «hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos»[15]. El buen samaritano es un mensaje viviente, muestra la identificación entre el qué de su alma y el cómo de sus actos.
Alguna vez los prejuicios y las barreras podrán parecer insalvables. Sin embargo, hay un recurso eficacísimo para desactivar rencores o posturas irreductibles: la oración. Rezar por una persona con fe y constancia nos une a ella de un modo especial y nos acerca a la propuesta citada del evangelio: rezar por los enemigos nos ayuda a no tenerlos, nos cambia la mirada sobre cualquier persona, también sobre aquellas que tal vez nos puedan resultar incómodas. San Josemaría encomendaba diariamente a Dios en la Santa Misa a quienes le habían hecho daño en algún momento[16]. Es un planteamiento que aparece resumido en un punto de Forja: «Considera el bien que han hecho a tu alma los que, durante tu vida, te han fastidiado o han tratado de fastidiarte. –Otros llaman enemigos a esas gentes. Tú, tratando de imitar a los santos, siquiera en esto, y siendo muy poca cosa para tener o haber tenido enemigos, llámales bienhechores. Y resultará que, a fuerza de encomendarlos a Dios, les tendrás simpatía»[17].
Javier Marrodán
[1] Francisco, Ángelus, 09-02-2014.
[2] San Josemaría, Camino, n 2.
[3] San Josemaría, Carta 1, n. 5a.
[4] Isabel Sánchez, Mujeres brújula en un bosque de retos, Planeta, Barcelona, 2020, p. 159.
[5] Francisco, Fratelli tutti, n. 45.
[6] Ibíd., n. 50.
[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n. 7. El texto entrecomillado que aparece dentro de la cita pertenece a la carta 18 de san Josemaría.
[8] Ibíd., n. 10.
[9] Benedicto XVI, Opera Omnia, vol. 11, parte C, XI, 4.
[10] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 12,
[11] «Con el cariño en la mirada», en www.opusdei.org.
[12] San Josemaría, Camino, n. 755.
[13] Francisco, Fratelli tutti, n. 66.
[14] Ibíd., n. 69.
[15] Ibíd., n. 77.
[16] Cfr. Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-IV-1999.
[17] San Josemaría, Forja, n. 802.