Como en una película: ¿Todavía no comprendéis?

El Evangelio no es un conjunto de capítulos aislados. Los diversos momentos de la vida del Señor están más conectados entre sí de lo que parece. Por eso, tratar de averiguar esas conexiones nos ayudará a conocer con más profundidad la figura de Jesucristo.

Una buena película no es una mera sucesión de escenas sin vínculo entre sí, sino que se desarrolla siguiendo un guion preestablecido. Técnicamente, es lo que se conoce como trama, que suele tener tres partes: la introducción, en la que se presentan los personajes y se plantea un problema; el desarrollo, que es la parte más larga; y el final, donde se resuelve el problema inicial.

Con los Evangelios pasa algo parecido. No se trata de una serie inconexa de episodios, sino que siguen también una trama. Esto nos permite apreciar el carácter progresivo de la revelación de Jesús. Él no se manifestó a todos como Hijo de Dios y Mesías de Israel desde el primer momento, sino que fue siguiendo un plan para que la muchedumbre y quienes lo seguían más de cerca pudieran comprender quién era él. Leer el Evangelio de esta manera, intentando ubicar cada pasaje dentro de la trama y preguntándose por qué es así, puede resultar de gran ayuda para profundizar en nuestro conocimiento personal de Jesucristo.

Con la cabeza en otra cosa

Hay un pasaje del evangelio de San Marcos en el que resulta fácil identificar sus relaciones con otros momentos de la vida del Señor. Se trata del diálogo entre Jesús y sus discípulos mientras atraviesan el mar de Galilea después de la segunda multiplicación de los panes y de los peces (Mc 8,14-20). Los apóstoles habían cometido un error que le podía suceder a cualquier de nosotros: «Se olvidaron de llevar panes y no tenían consigo en la barca más que un pan». Es fácil imaginar el revuelo que habría ocasionado semejante despiste. Tal vez estarían echándose la culpa los unos a los otros: «¿No te dije que te encargaras tú? ¿Ahora cómo nos las arreglamos?». En medio de la agitación Jesús tomó la palabra y les dijo: «Estad alerta y guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes».

¿A qué se refería el Señor exactamente? ¿Qué tenía que ver ese aviso con la falta de pan en la barca? Para entender bien el significado de estas palabras, es necesario echar la vista atrás (cfr. Mc 8,11-13). Resulta que antes los fariseos se habían acercado a Jesús para pedirle un signo del cielo, pero él los había rechazado sin explicar por qué. Es más, el evangelista nos detalla un cierto tono de cansancio en la voz del Maestro: «Suspirando desde lo más íntimo, dijo: “¿Por qué esta generación pide una señal? En verdad os digo que a esta generación no se le dará ninguna señal”». Y es que Jesús acababa de realizar un gran signo: había dado de comer a miles de personas en un lugar desierto. ¿Para qué añadir otro signo si los fariseos no están dispuestos a aceptarlo? Como había explicado en la parábola del sembrador, la semilla de la palabra de Dios lleva en sí misma una enorme potencialidad, pero no puede desarrollarla si la tierra donde cae no es buena, si las disposiciones del que escucha no son las adecuadas.

Los apóstoles conocían bien los desencuentros entre Jesús y los fariseos. Por ejemplo, habían visto cómo se escandalizaban al ver al Señor comiendo con publicanos y pecadores o realizando en sábado lo que, en su interpretación de la Ley, no estaba permitido. Incluso habían escuchado rumores de que los fariseos se habían puesto de acuerdo con los herodianos para ver cómo acabar con él. La situación con Herodes era parecida, pues fue el que mandó decapitar a Juan Bautista. Por eso, cuando Jesús dice «estad alerta y guardaos de la levadura de fariseos y Herodes», los discípulos ya tenían elementos para entender a qué se refería, o al menos intuirlo. Sin embargo, a pesar de haber sido espectadores de esos momentos, los discípulos no acaban de captar lo que les dice Jesús. La reacción que recoge el evangelista nos muestra en qué tenían la cabeza: «Y ellos comentaban unos con otros que no tenían pan. No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles (…). Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan»[1].

A la advertencia del Maestro a no dejarse influenciar por el estilo de vida de los fariseos ellos responden con la preocupación de que no tenían con qué comer, «estaban tan cerrados culpándose que no tenían ya espacio para otra cosa, no tenían más luz para la Palabra de Dios»[2].

La memoria, medicina para el corazón

La reacción de Jesús no se hace esperar: «¿Por qué vais comentando que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis endurecido el corazón?». Para entender qué significa ese todavía, otra vez hace falta dar un salto atrás en el evangelio, a modo de flashback, y recordar el momento en el que los discípulos se encuentran en la barca después de la primera multiplicación de los panes y los peces (cf. Mc 6,33-52). En esa ocasión, ellos se habían puesto a gritar de miedo al ver a Jesús caminando sobre el mar. El evangelista explica entonces que los discípulos «se quedaron mucho más asombrados; porque no habían entendido lo de los panes, ya que su corazón estaba endurecido». Implícitamente, viene a decir que, si hubieran entendido el verdadero significado de la multiplicación, no se habrían asustado al ver al Maestro andando sobre el agua, ni se habrían sorprendido de que se hubiese calmado el viento al subir él a la barca. ¡Les habría parecido lo más normal del mundo!

Volviendo a la escena principal, vemos que esta vez Jesús no solo reprocha a los discípulos su dureza de corazón, sino que además los llama ciegos y sordos:

–«¿Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís? ¿No os acordáis de cuántos cestos llenos de trozos recogisteis, cuando partí los cinco panes para cinco mil?

–Doce –le respondieron.

–Y cuando los siete panes para los cuatro mil, ¿cuántas espuertas llenas de trozos recogisteis?

–Siete –le contestaron.

Y les decía:

–¿Todavía no comprendéis?».

El ánimo con el que Jesús entabla este diálogo recuerda la reprensión que hizo a los fariseos anteriormente –«¿Por qué esta generación pide una señal?»–. Incluso podemos notar una mayor fuerza en estas palabras, pues no se las está dirigiendo a cualquiera, sino a sus amigos más íntimos. Y dejan entrever también un atisbo de sorpresa: a pesar de haber presenciado tantos milagros y oído tantas enseñanzas de Jesús, los discípulos todavía no han entendido.

Pero el Señor busca el modo de avivar los corazones de los apóstoles. Y lo hace invitándoles a recordar los prodigios que él mismo ha obrado en sus vidas. «Existe una medicina contra la dureza del corazón, y es la memoria. Por eso, en el Evangelio de hoy, y en tantos pasajes de la Biblia, se escucha la llamada al poder salvífico de la memoria, una gracia que debemos pedir porque mantiene el corazón abierto y fiel. Cuando el corazón se endurece, cuando el corazón se embota, se olvida (…) la gracia de la salvación, se olvida la gratuidad»[3]. Y es que recordar la presencia del Señor en la vida de cada uno nos lleva a entusiasmarnos con el presente y a mirar con esperanza el futuro: no habrá obstáculo ni falta de pan que pueda quitarnos la alegría de estar en la misma barca que Jesús.

Un final abierto

El episodio acaba con un interrogante: «¿Todavía no entendéis?». El Señor no dice exactamente qué es lo que los discípulos aún no han entendido. Como en otras ocasiones, el Evangelio no nos da todas las explicaciones que quizá nos gustaría recibir, como si nos dejara la tarea de descubrirlo por nosotros mismos. Es lo que ocurre con muchas buenas películas, que no acaban cerrando del todo. Son aquellos finales que en parte se dejan a libre interpretación del espectador, de modo que permiten reflexionar sobre el sentido que el director ha querido dar al film.

En este caso, del reproche de Jesús podríamos deducir que para él las dos multiplicaciones no se encuentran al mismo nivel que los demás signos que ha llevado a cabo, como las curaciones de enfermos o las expulsiones de espíritus inmundos, sino que encierran una revelación distinta. Parece que hay algo en estos dos milagros que los vuelve particularmente importantes, algo que se les escapa a los discípulos y tal vez también a nosotros. Ahora se vuelve más acuciante preguntarnos de nuevo si hemos entendido lo de los panes o si, en cambio, somos ciegos y sordos, como los discípulos.

Para entender más lo que enseñan las dos multiplicaciones de los panes y de los peces sobre la identidad de Jesucristo, puede ser útil volver nuestra mirada al inicio de la película de la historia de la salvación. El pueblo de Israel había huido de Egipto e iniciaba una peregrinación por el desierto de cuarenta años. Yahvé, a través de la intercesión de Moisés, mandó a su pueblo el alimento para afrontar la travesía: el maná y las codornices. Ahora, al multiplicar los panes y los peces, Jesús muestra que es él mismo quien alimenta a la muchedumbre. Por eso, quien comprende bien lo de los panes, no debería extrañarse de que Jesús controle el mar y el viento ni de verlo caminar sobre las aguas, pues el Dios de Israel había mostrado su poder precisamente sobre las aguas del mar.

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Decíamos al inicio que el pasaje que estamos comentando era un buen punto de partida para acercarse a la trama del Evangelio. En efecto, en el Evangelio de San Marcos, la progresiva revelación de quién es Jesús está acompañada por la insistencia en la incomprensión de los discípulos, que aparece con tanta claridad en los tres episodios en la barca (cfr. Mc 4,36-41; Mc 6,45-52; y Mc 8,14-20). Sin embargo, más adelante los discípulos parecen seguir sin dar señales de mejoría. Pedro confiesa a Jesús como el Mesías, pero rechaza que tenga que sufrir y morir (cfr. Mc 8,27-33). Santiago y Juan le piden los primeros puestos y los otros diez se indignan (cfr. Mc 10,32-45) porque tenían las mismas ambiciones humanas. Antes habían discutido entre ellos quién sería el mayor (cfr. Mc 9,33-37). Y tras el prendimiento de Jesús, todos lo abandonan (cfr. Mc 14,50) y Pedro lo niega (cfr. Mc 14,66-72).

Los discípulos no consiguen entender con profundidad quién es Jesús y, en el momento decisivo, lo dejan solo. No obstante, el mismo Evangelio nos muestra que su situación no es desesperada. Es verdad que tienen oídos y no oyen, como les dice el Señor en la barca, pero poco antes él había demostrado que puede curar a un sordo. No son capaces de ver, pero lo primero que hará Jesús después de atravesar el lago es devolver la vista a un ciego y lo repetirá al salir de Jericó. Al final del Evangelio, cuando las mujeres acuden al sepulcro en la mañana del domingo, se les aparece un joven de vestiduras blancas que les anuncia que Jesús ha resucitado. Y añade: «Decid a sus discípulos y a Pedro que él va delante de vosotros a Galilea: allí le veréis» (Mc 16,8). Verán a Jesús, porque se les aparecerá resucitado. Pero lo verán también en el sentido de que finalmente sus ojos y sus oídos se abrirán y su corazón será capaz de comprender y de confesarlo como «Cristo e Hijo de Dios» (Mc 1,1).

Juan Carlos Ossandón / Photo: Chinh Le Duc (Unsplash)


[1] Es Cristo que pasa, n.2.

[2] Francisco, Homilía 18-II-2014.

[3] Ibid.