El Señor en el Evangelio nos anima a poner los medios para que todo el mundo lo conozca: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio”, pero ¿cómo hacer esto en el siglo XXI? ¿Es necesario realmente “irse a otras partes del mundo”? Lo habitual es que no: en cualquier lugar encontramos gente que necesita conocer a Dios o afianzar su relación con Él; y también nosotros mismos necesitamos la ayuda de otras personas para vivir con más profundidad nuestra fe. Entonces, ¿cómo puedo ayudar a otras personas a encontrarse con Dios? ¿Cómo puedo ser apóstol “aquí y ahora”? y ¿en qué consiste verdaderamente “ser apóstol”?
Narra san Juan que el apóstol san Andrés, después de haber encontrado a Jesús y pasar con Él un día entero, al volver a su casa «encontró primero a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (...). Y lo llevó a Jesús[1]». Es el inicio de la relación de san Pedro con Jesús, que le llevará a dar su vida por Cristo.
La actitud de san Andrés describe la esencia del apostolado cristiano. Había pasado aquel día en casa de Jesús y, cuando se marcha, habla a sus amigos de ese nuevo Amigo al que ha encontrado. En eso consiste ser apóstol: estar muy cerca del Señor de forma que a uno le resulte natural llevar a Dios a la gente a la que tiene alrededor. Por eso, el apostolado no es una actividad que se lleva a cabo en determinadas circunstancias o cuando se está con algunas personas más alejadas de Dios, sino que es un rasgo esencial de quienes experimentan la cercanía del Señor: “No hacemos apostolado, ¡somos apóstoles![2]”.
Ser “brasa encendida”
Por ello, la primera condición para ser apóstol está en cultivar una profunda amistad con Dios. «La amistad con Jesús es inquebrantable. Él nunca se va, aunque a veces parece que hace silencio. Cuando lo necesitamos se deja encontrar por nosotros (cfr. Jr 29,14) y está a nuestro lado por donde vayamos (cfr. Jos 1,9). Porque Él jamás rompe una alianza. A nosotros nos pide que no lo abandonemos: “Permaneced unidos a mí” (Jn 15,4). Pero si nos alejamos, “Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tm 2,13)”[3]». Únicamente a través de esa amistad con Cristo, el apóstol se convierte en brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté[4].
San Josemaría solía emplear el símil de la brasa para referirse al papel de los cristianos en el mundo: “Tienes que llevar fuego, tienes que ser algo que queme, que arda, que produzca hogueras de amor de Dios, de fidelidad, de apostolado[5]”. El cristiano, cuando está cerca de Jesús, vivifica todos los ambientes en los que está y lo hace solo con su presencia, con su sonrisa, con su servicio, con su entrega a los demás, porque lleva a Dios con él a todos los lugares, y eso se transmite a las personas de su alrededor, sin que uno mismo sepa explicar bien cómo sucede.
Pero la clave para todo eso se encuentra en la amistad personal con Cristo, que se cultiva a través de la oración: "Et in meditatione mea exardescit ignis" —Y, en mi meditación, se enciende el fuego. —A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz[6].
De ahí que san Josemaría recomendara a los que tienen ilusión por acercar almas al Señor que cultiven una profunda vida interior a través de la oración y el sacrificio: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción[7]». Es el camino que siguieron los apóstoles: solo después de haber convivido con Jesús y cultivado su amistad, se lanzaron por todo el mundo para proclamar la Palabra de Dios.
La amistad ya es apostolado
Cuando san Josemaría en los años 30 comenzaba la labor del Opus Dei con jóvenes en Madrid, se esforzó por tratar a algunos pocos universitarios, que fueron trayendo a sus amigos por la primera residencia. Muchas de las personas que empezaron a frecuentar ese centro del Opus Dei no lo hacían por invitación expresa de otros, sino que, atraídos por la amistad y alegría de las personas que acudían por ahí, querían disfrutar de ese ambiente y se terminaban acercando sin que nadie les hablara directamente de ello.
Pedro Casciaro, uno de los primeros que pidió la admisión en el Opus Dei en aquella época, narra una conversación que tuvo con otro estudiante de su clase, Francisco Botella, que más adelante también pediría la admisión en la Obra: «El 11 de octubre Paco vino a verme a casa. Me dijo que sabía que yo hablaba con el Padre. (...) Yo le comenté que ya había pensado en invitarle a venir por la Residencia y le hablé de la labor apostólica que impulsaba el Padre. Me pidió que le concertase una cita y así lo hice: el Padre quedó con él dos días después, el día 13 a las cinco de la tarde. Comenzó a venir a los Círculos todos los sábados y nuestra amistad se fue haciendo cada vez mayor»[8].
Junto con los medios sobrenaturales (oración y vida de sacrificio), la amistad es el principal motor del apostolado. Cuando una persona lleva el amor de Dios en el corazón, actúa como una brasa encendida, que eleva la temperatura espiritual de los que tiene alrededor. Cualquier persona habla de las cosas que le ilusionan y es capaz de transmitirlas a sus amigos, con tanta fuerza como fuerza tenga esa amistad.
Por ello, la segunda clave para ser apóstol está en procurar la cercanía con los demás, ser verdaderos expertos en humanidad. Y esto es algo que, en primer lugar, se consigue procurando la amistad con Jesús: «Cuanto más cerca está de Dios el apóstol, se siente más universal: se agranda el corazón para que quepan todos y todo en los deseos de poner el universo a los pies de Jesús»[9].
Si hay amistad, el apóstol habla a sus amigos de Dios con naturalidad, como hizo san Andrés con su hermano Pedro: “Hemos encontrado al Mesías”: hemos dado con la mejor persona que podíamos encontrar y no puedo dejar de hablarte de ello.
Por eso el apóstol se ilusiona con reforzar su amistad con los de su entorno, siendo consciente de que «la amistad es en sí misma, un valor»[10] que hace crecer a las personas. «Quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas»[11], como hicieron los primeros discípulos del Señor.
En definitiva, cuando estamos cerca del Señor y luchamos por querer a nuestros amigos nos convertimos, casi sin darnos cuenta, en verdaderos apóstoles del Señor que le ayudan a extender su Reino por todo el mundo, comenzando por las almas que tenemos alrededor. De esa forma, se hacen realidad en nosotros las palabras de san Josemaría en Camino: «Aún resuena en el mundo aquel grito divino: "Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?" —Y ya ves: casi todo está apagado… ¿No te animas a propagar el incendio?»[12].
[1] Jn 1, 41-42.
[2] F. Ocáriz, Carta, 14-II-2017, n. 9.
[3] FRANCISCO, Exhort. apost. Christus vivit (25-III-2019), n. 154.
[4] Forja, 570.
[5] Forja, 985.
[6] Camino, 92.
[7] Camino, 82.
[8] Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos.
[9] Camino, 764.
[10] F. Ocáriz, Carta 1-XI-2019, núm. 18.
[11] Surco, 193.
[12] Camino, 801.