“Servir al Señor y a los hombres”

Cualquier actividad –sea o no humanamente muy importante– ha de convertirse para ti en un medio de servir al Señor y a los hombres: ahí está la verdadera dimensión de su importancia. (Forja, 684)

No me aparto de la verdad más rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro corazón. Hemos de pedirle perdón por nuestra ceguera personal, por nuestra ingratitud. Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de nuestras almas.

No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis, hasta la muerte y muerte de la cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas. He aquí que tú querías vivir, y no querías que nada te sucediera; pero Dios quiso otra cosa. Existen dos voluntades: tu voluntad debe ser corregida, para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida, para acomodarse a la tuya.

Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida ‑como tú, Señor, usque ad mortem‑, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres.

Aprendamos a obedecer, aprendamos a servir: no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor. (Es Cristo que pasa, 19)

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