En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar ‑no hace falta la palabra, el pensamiento basta‑ las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana –precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado–, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad.
Hay muchas otras devociones marianas que no es necesario recordar aquí ahora. No tienen por qué estar incorporadas todas a la vida de cada cristiano ‑crecer en vida sobrenatural es algo muy distinto del mero ir amontonando devociones‑, pero debo afirmar al mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María. (Es Cristo que pasa, 142)