Un maestro de la libertad cristiana

Testimonio de Cornelio Fabro, Profesor Ordinario de Filosofia en la Pontificia Universidad Lateranense y en la Universidad de Perugia.

En el ámbito existencial, que es el campo de la acción y, por tanto, de la formación del yo y de la persona, el primer principio es la voluntad, cuyo centro dinámico es la libertad. En la energía primaria de la voluntad está el mismo destino de los individuos de los pueblos, y el sentido último de la historia.

La voluntad mueve, ordena o desordena, exalta o deprime todas las fuerzas del hombre: no sólo los sentidos y las pasiones, sino también la inteligencia y las facultades superiores. Y esto por­que la voluntad se mueve a sí misma; quiere porque quiere querer y, por tanto, se resuelve en libertad.

El pensamiento moderno ha exaltado la libertad como funda­mento de sí misma y como constitutivo último del hombre. Por este camino, la libertad se ha identificado con la espontaneidad de la razón, o del sentimiento, o de la voluntad de poder. Y, con tensión alternante, ha sometido al mundo occidental a regímenes totalita­rios o al caos de movimientos anarcoides. Faltándole un fundamen­to trascendente, la libertad se ha constituido en objeto y fin de sí misma: una libertad vacía, una libertad de la libertad. Convertida en ley para sí misma, se desnaturaliza en libertad de los instintos o en tiranía de la razón absoluta, que se manifiesta después en el capricho del tirano.

Con audacia que trasciende la unilateralidad tanto del anarquismo como del totalitarismo, Tomás de Aquino pudo afirmar que el hombre es causa de sí mismo, porque en el orden moral llega a ser aquello que quiere ser, aquello que con su libertad elige ser. Sin detenerse en la bondad exterior –y ésta es la conclusión exis­tencial decisiva en la formación de la persona– ve en la bondad moral interior, que depende de la libertad, la perfección del hombre como sujeto.

La paradoja radica en que el hombre, creado libre para vivir en armonía con Dios por el amor y la obediencia, ha usado –abu­sado– de su libertad para desobedecer al Creador. Entonces la liber­tad separada de Dios es insidiada desde arriba por la soberbia, y desde abajo por las pasiones De este modo, el hombre, aunque permanece formalmente libre en el plazo existencial, es «esclavo del pecado» y su esperanza de libertad se encuentra en el dominio de las pasiones y en la victoria sobre el orgullo. «La verdad os hará libres», promete Jesús. Solo es verdadero y completamente libre el cristiano que es totalmente dócil a la acción de la gracia. Así, somos libres cuando nos hacemos «siervos de Cristo». Es una paradoja, la más profunda de la existencia; pero en el cristianismo todo es paradójico. La verdadera libertad del hombre está en la verda­dera obediencia a Dios.

Este mensaje evangélico es percibido particularmente por los fundadores en la Iglesia de Dios, y brilla con luz especial en la ense­ñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer, como enseguida veremos.

Antes de Cristo y fuera del cristianismo, la libertad auténtica era desconocida, como reconoce el mismo Hegel. Pero el gran filó­sofo yerra profundamente cuando sitúa la libertad cristiana al nivel de la razón humana absoluta, y ve su realización en el cumplimiento de la historia universal suficiente a sí misma. Frente a él se alzó la voz de Kierkegaard, con su proyecto de recuperar la libertad cristiana, que tiene a Dios por fundamento. Ciertamente, Hegel no preveía el advenimiento, a un siglo de distancia, de Adolfo Hitler; pero no fue una casualidad que el nacional socialismo se remitiera al pensamiento hegeliano.

Hombre nuevo para los tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por connaturalidad –y también por luz sobrenatural– la noción originaria de la libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación del pecado, confía en el creyente en Cristo y, des­pués de siglos de espiritualidades cristianas que se apoyaban en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obe­diencia una actitud y consecuencia de la libertad. Como un fruto de su flor, o más profundamente, de su raíz.

Sus enseñanzas se intensifican y se hacen cada vez más claras con el peso de los años: «Soy muy amigo de la libertad, y preci­samente por esto quiero tanto esa virtud cristiana (la obediencia). Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural». Y, como haciendo un balance de su vida, confiesa con ánimo franco:

«El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal». Vemos aquí una plena consonancia con aquella afirmación de Tomás de Aquino: «Cuanto mayor cari­dad se posee, de mayor libertad se dispone».

Desde el interior de esta experiencia vivida –la primacía exis­tencial de la libertad del cristiano como presupuesto para su participación en la salvación mediante la gracia de Cristo–, Josemaría Escrivá de Balaguer, como divisa de un estilo nuevo pero antiguo como el primer presentarse del cristianismo al mundo, afirma: «Dios no quiere esclavos, sino hijos y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella. Es voluntad de Cristo que –según las palabras fuertes de San Pablo - cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia».

En plena sintonía con el Concilio Vaticano II –es más, se podría decir que superándolo en audacia– Monseñor Escrivá de Balaguer propone como primer bien para respetar y estimular el empeño temporal del cristiano, precisamente la libertad personal: «Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la consiguiente per­sonal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya».

Esta actitud –nueva en la espiritualidad cristiana– de la prioridad fundante de la libertad, nace en Monseñor Escrivá de Bala­guer, no por pretensión de originalidad o de adaptarse al espíritu del tiempo, sino de una humilde y profunda aspiración a vivir el Evangelio. En una inspirada homilía del sugestivo título La Libertad, don de Dios, del 10 de abril de 1958, en la plenitud de su madurez espiritual, confiesa con osadía digna de los primeros Padres Apologistas, que su misión es la defensa de la libertad personal: «Du­rante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal»; y se sorprende de que algunos teman que esto sea un peligro para la fe.

Y anticipándose de nuevo con espíritu profético al mensaje del Vaticano II, pero evitando los recientes compromisos equívocos del indiferentismo religioso, proclama: «Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios» y, más adelante: «Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal».

La homilía de Monseñor Escrivá de Balaguer del 25 de marzo de 1967 tiene en este contexto una expresión entre las más valientes de la literatura cristiana de cualquier tiempo: «En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Me llega a lo hondo del alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén. Un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros».

Intrepidez de presencia cristiana en los tiempos nuevos, para una fidelidad dinámica a la verdad divina: éste es el mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer. El segundo aniversario de su falle­cimiento constituye, por tanto, una ocasión de renovado encuentro con su enseñanza para el bien supremo del hombre, liberado del pecado y de la muerte.

Artículo publicado por Cornelio Fabro en L'OSSERVATORE ROMANO. Ciudad del Vaticano, 2–VII–77