"Ir hacia Dios que viene"

"Tomar al Niño en nuestros brazos, estrecharle contra nuestro corazón, y bailarle, y cantarle..., sin que nada nos separe de Él". Nuevo texto del beato Álvaro del Portillo, ya cerca de la Navidad.

(Texto del 1 de diciembre de 1984, publicado en "Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 55-58).

Un año más, la Iglesia nos invita a disponernos para dar acogida a Nuestro Señor, que de nuevo quiere nacer espiritualmente en nuestras almas. Aperiatur terra et germinet Salvatorem![1], es el grito que la liturgia pone en nuestros labios: ábrase la tierra y venga el Salvador. Esa tierra es la humanidad sedienta de Dios; es este mundo nuestro que, sin saberlo —en pleno siglo XX—, anhela a su Redentor; es cada ser humano, llamado por el Señor a ser hijo suyo.

La Navidad despliega ante nuestros ojos la gozosa realidad de nuestra filiación divina, que llena de esperanza a los cristianos, ya que Dios nos la ha señalado como cimiento de nuestro espíritu. Por eso, en una fiesta como la que nos preparamos a celebrar, nuestro Padre comenzaba así su oración: «¿Qué vamos a hacer nosotros hoy, el día en que los hombres celebran la fiesta de Navidad? En primer lugar una oración filial que nos sale de maravilla, porque nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos de Dios»[2]. Es tan importante el acontecimiento que conmemoramos, que la Iglesia dedica cuatro semanas a prepararlo. Veni, Domine Iesu![3], nos invita a rezar, porque el Adviento es como una marcha: Dios viene hacia nosotros, y nosotros hemos de salir al encuentro del Señor. Que ninguno de mis hijos se quede rezagado, que ninguno dé cabida a la tibieza. Todos hemos de esforzarnos en estos días por ir más rápidamente hacia Dios que viene. Y el encuentro ha de realizarse en Belén: en la humildad de aquella gruta y en la humildad de nuestra vida ordinaria, sin nada exteriormente llamativo, pero repleta de amor a Nuestro Señor.

Durante estos días de Adviento, con más intensidad según se acercaba la Nochebuena, nuestro queridísimo Padre solía pensar en la marcha de José y de María camino de Belén. La Santísima Virgen, hecha Trono de Dios, llevaba en su seno al Redentor del mundo, al Mesías anunciado por los Profetas. José, como cabeza de aquella familia, haría todo lo posible por aligerar las dificultades del viaje, velando constantemente por su Esposa amadísima y por el Niño que había de nacer. ¿Os imagináis la premura y cuidados que derrocharía, con el corazón lleno de agradecimiento a Dios Nuestro Señor, que finalmente iba a cumplir las promesas de redención? A mí me gusta acompañarles en ese camino, ayudarles a superar las molestias propias de todo viaje, y más en aquellas circunstancias. Procuro —lo aprendí de nuestro Fundador— ir bien pegado a santa María, y prestar algún servicio a José, como esclavito suyo.

Únete a este grupo, hija mía, hijo mío, y oiremos aquellas conversaciones que saben enteramente a Cielo por estos caminos de la tierra: porque así ha de ser nuestra vida personal, estar con Dios, cortando los hilos sutiles, «las maromas», que nos impidan seguir las huellas divinas de nuestra vocación. Atengámonos a lo que el Señor nos pide, a través de quienes nos dirigen, sin excusas y sin regateos.

Hijas e hijos míos, que estas consideraciones no se queden en buenos deseos. Muchos cristianos, desgraciadamente, han perdido el sentido de la Navidad. A lo más, experimentan una vaga aspiración de felicidad entre las criaturas, confundiendo no pocas veces ese deseo de bien —que está presente, de un modo u otro, en todo ser humano— con una bondadosidad inoperante y superficial, que se apaga ante el primer contratiempo. No saben que la alegría de la Navidad está enraizada en la Cruz, porque este Niño que nace en Belén, y que es anunciado jubilosamente por voces de ángeles, viene a la tierra para morir por nosotros. Como afirmaba nuestro Padre, la alegría «sale sola cuando una criatura se siente hija de Dios, aunque a veces cueste, y tengamos que refugiarnos —humillados y a la vez dichosos— en el corazón del Padre Celestial. La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge y nos perdona siempre»[4].

Durante este tiempo de Adviento, en la Navidad y siempre, vamos a ofrecer a Dios, con amor, las pequeñas mortificaciones que nadie advierte, pero que sazonan la convivencia con las demás personas y hacen más eficaz nuestro trabajo. Busquemos el trato con María y con José, en estas semanas de preparación para la Navidad. Así, en la Noche Santa, cuando Jesús nazca, nos permitirán tomarle en nuestros brazos, y estrecharle contra nuestro corazón, y bailarle, y cantarle..., sin que nada nos separe de Él. Deseo que afinemos, que nos esforcemos a diario en ser hombres y mujeres de Dios, pensando que tenemos obligación de comportarnos de modo que, quienes nos tratan, vean que somos amigos del Señor, y que nos conducimos de modo coherente con nuestra condición de fieles hijos de Dios. Hemos de considerar que, en cualquier momento, la gente —con palabras de nuestro Padre— nos puede preguntar: «¿Dónde está el Cristo que busco en ti?»[5].

En vuestra oración ante el Portal de Belén, hijas e hijos míos, tened muy presentes las necesidades de la Iglesia, del mundo, de la Obra. Meditad en el fracaso aparente de Cristo, porque muchos hombres rechazan la gracia divina, y llenaos de confianza y de sentido de responsabilidad: Dios es siempre victorioso, aunque a veces su triunfo llegue por caminos distintos de los que nosotros pensamos. Cuenta contigo y conmigo, a pesar de nuestra nada, para llevar la salvación a todas las gentes. No perdáis nunca esta seguridad, aunque el enemigo de las almas —aprovechándose de nuestras debilidades personales— intente deslizar en nuestro corazón el desaliento o la tristeza. Apoyémonos en nuestra filiación divina, que el Señor ha ratificado de tantas maneras en la vida de la Obra, y corramos a refugiarnos en los brazos todopoderosos de nuestro Padre del Cielo, bien persuadidos de que omnia in bonum!: todo —hasta nuestros pecados, si nos arrepentimos sinceramente de esas faltas—, todo concurre al bien de los que aman a Dios[6].

Rezad mucho por la Iglesia, para que al fin salga del bache en el que se encuentra desde hace tiempo, y que tantas lágrimas costó a nuestro queridísimo Padre. Encomendad con todo cariño al Papa y a sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, como os he pedido ya muchas veces. Rogad por la santidad de los obispos, de los sacerdotes y de los religiosos, y por la del entero pueblo de Dios; y, muy concretamente, por la santidad de cuantos formamos parte de la Obra. ¡Que seamos más fieles, más entregados, cada día!


[1] Domingo IV de Adviento (Antífona de entrada:.Is 45, 8).

[2] San Josemaría, Notas de una meditación, 24-XII-1967 (AGP, biblioteca, P06, vol. I, p. 196).

[3] Ap 22, 20.

[4] San Josemaría, Notas de una reunión familiar (AGP, biblioteca, P01, 1969, p. 299).

[5] San Josemaría, Notas de una meditación, 6-I-1956 (AGP, biblioteca, P01, II-1966 p. 34).

[6] Cfr. Rm 8, 28.