Trabajo hay desde que existen los hombres. Ya antes del pecado original “el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara” (Gen 2,15).
Pero aunque el trabajo nos pertenezca como algo existencial, existe respecto a él cierto desasosiego. No sólo por la forma como se explotan extensiva y brutalmente los recursos materiales y espirituales en muchos países, sino también al contemplar el mundo del trabajo aparentemente cada vez más humanizado en las sociedades ricas. El trabajo profesional se ve amenazado por medidas de ahorro, despidos y reajustes; somete a las personas a tal presión que no queda espacio libre para la familia y para el desarrollo personal. Para muchos, el trabajo significa estrés y sobrecarga.
La respuesta a la pregunta “¿Para qué todo esto?” ha quedado sin sentido para nosotros. En la práctica, la hemos sustituido por un pragmatismo que, echando mano de las “teorías sobre la gestión”, ha invadido también la vida diaria: lo que legitima el trabajo es el éxito. A falta de una norma objetiva, tomamos por éxito lo que es percibido como tal por los demás (dinero, carrera).
En consecuencia, el trabajo profesional supone una tensión continua: o bien se consigue conquistar el poder, o bien se pasa a ser manipulado. No es extraño entonces que domine el miedo a perder el puesto de trabajo, o que se caiga en el “Workaholismus”, en la divinización del propio empleo, con fatales consecuencias para la vida personal y familiar. Es necesaria, pues, una “ecología humana del trabajo”, algo a lo que el Cristianismo ha contribuido siempre con grandes maestros.
Uno de ellos es el beato Josemaría Escrivá nacido ahora hace cien años –el 9 de enero de 1902-, que fundó el Opus Dei en 1928. Más allá de los clichés político-eclesiásticos en uso, podemos señalarlo como uno de los más influyentes maestros modernos de la espiritualidad del trabajo. No sólo porque reconoció con nueva sabiduría que cada uno puede participar, desde su lugar y desde su trabajo por irrelevante que parezca, en la obra de la Creación y de la Salvación, algo que muchos vieron durante mucho tiempo reservado al clero. También vio con claridad que el trabajo no es un castigo de Dios.
En sus textos, Escrivá nos da una mano para que recuperemos la “unidad de vida” cuya pérdida es en tantos casos la causa del desasosiego que acabamos de describir. “Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración”, leemos en su principal obra, Camino (n. 335). El trabajo no debe “devorar” a los hombres. De lo que se trata hoy es de humanizar el trabajo. Y esto sólo se logrará si introducimos en él a Dios y al horizonte último dando sentido a la vida.
Si el sentido del trabajo residiera en el “éxito” entendido como mera autorrealización, quedaría de hecho sin sentido. De ahí la importancia que Escrivá dio siempre a las “profesiones de servicio” (la enfermería, las labores del hogar, el trabajo social, etc.). O, tal como lo formuló el intelectual alemán Hans Thomas: “el cristiano trabaja en primer lugar para servir, y sólo en segundo lugar para ganar dinero. Esto último da al trabajo su valor económico, y lo primero le da dignidad humana”.
La humanización del trabajo es de esta forma una consecuencia y no una premisa para su santificación. ¿Pero se puede ser santo hoy día? Si bien todo cristiano convencido debería responder afirmativamente a esta pregunta, Escrivá nos invita a hacerlo así quizá más que otros, al concretar audazmente que, incluso en medio de la calle, en la monotonía de lo cotidiano, y precisamente en el mundo del trabajo cada uno puede siempre y en todas partes proponerse este fin.
Aún queda mucho por descubrir y por llevar a cabo. O, con palabras de Escrivá: “No tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal, “católico”. No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas.” (Camino n. 7).