Textos del beato Álvaro sobre la Cuaresma y la Semana Santa

Ofrecemos varios textos del beato Álvaro del Portillo, sobre los domingos de Cuaresma y sobre la Semana Santa, en el aniversario de su nacimiento (11 de marzo de 1914).

Índice

Hacia la Cuaresma

Domingo I de Cuaresma

Domingo II de Cuaresma

Domingo III de Cuaresma

Domingo IV de Cuaresma

Domingo V de Cuaresma

Semana Santa


Hacia la Cuaresma

Poner por obra la recomendación de la Iglesia de crecer en espíritu de penitencia y de mortificación.

(Texto del 2 de febrero de 1985 publicado en Caminar con Jesús al compás del año litúrgico, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2014, pp. 109-112).

Dentro de poco comenzará la Cuaresma, tiempo que la Iglesia dedica a la purificación y a la penitencia, recordando los cuarenta días de oración y ayuno con que Jesucristo se preparó para su ministerio público. Querría que a lo largo de esas semanas, siguiendo fielmente el espíritu del Evangelio, todos nosotros —y las personas que se acogen al calor de nuestro camino— nos decidiéramos de verdad a seguir las recomendaciones del Señor, que la liturgia recoge en la Misa del Miércoles de Ceniza[1], cuando nos invita a incrementar el ayuno, la oración y las obras de caridad —las tres prácticas penitenciales por excelencia— con rectitud de intención y con alegría, pidiendo a Dios que, al luchar contra el espíritu del mal, seamos protegidos con las armas de la austeridad[2].

La Cuaresma es una llamada apremiante a vigilar contra las asechanzas del Maligno, empuñando las armas de la oración y de la penitencia. Con palabras de nuestro Padre, muchas veces os he recordado que «el demonio no se toma vacaciones», que no ceja nunca en su empeño de apartar las almas de Dios. (...) Hemos de dar —entre nuestros colegas, amigos y parientes— un testimonio decidido y generoso de reciedumbre y de templanza, de austeridad en el uso de los bienes de la tierra y de sobriedad en las comidas y bebidas. Está en juego la autenticidad de nuestra vocación y la realidad de nuestro servicio a la Iglesia, porque una persona, si se deja prender por los atractivos de las cosas materiales, pierde la eficacia apostólica en esta batalla por la gloria de Dios y la salvación de las almas, que estamos combatiendo (...).

[Los aniversarios de la historia del Opus Dei] tienen el denominador común del espíritu de oración y de penitencia de nuestro amadísimo Padre. El Espíritu Santo le empujó —en los primeros años y siempre— a prácticas heroicas de penitencia, porque había de ser el fundamento de esta divina construcción, que ha de durar siglos. ¡Cuántas veces, al hablar de la expansión de la Obra, afirmaba que se había ido difundiendo por todas partes al paso de Dios, con la oración y mortificación suya y de muchas otras personas! Comentaba también que, marcando ese paso de Dios, iba el son de sus disciplinas..., y —añado yo— de la heroica sobriedad de nuestro Fundador, que supo mortificarse lo indecible en la comida, en la bebida, en el descanso, siempre con una sonrisa, para ser el instrumento idóneo en manos de Dios y hacer así el Opus Dei en la tierra.

También ahora rige la misma ley, hijas e hijos míos. También ahora la mortificación y la penitencia, la austeridad de vida, son necesarias para que la Obra se desarrolle al paso de Dios. Y nos toca a nosotros —a ti y a mí, a cada una y a cada uno— seguir los pasos de nuestro Padre, del modo más adecuado a las circunstancias personales. (...) Deseo que consideréis, concretamente, cómo estáis viviendo las indicaciones sobre templanza que os vengo dando desde hace algún tiempo, para ayudaros a vivir delicadamente esta virtud. No las consideréis, hijos, como algo negativo. Por el contrario, vedlas como disposiciones que —si se viven con generosidad y alegría— aligeran de peso nuestra alma y la hacen más capaz de elevarse —«como esas aves de vuelo majestuoso, que parecen mirar el sol de hito en hito»— a las alturas de la vida interior y del apostolado.

Examínate con valor y sinceridad: ¿cultivo la templanza en todos los momentos de mi vida? ¿Mortifico la vista con naturalidad, sin rarezas, pero realmente, cuando voy por las calles o leo el periódico? ¿Lucho contra la tendencia a la comodidad? ¿Evito crearme necesidades? ¿Sé poner «entre los ingredientes de la comida, "el riquísimo" de la mortificación»[3], y me mortifico voluntariamente en la bebida? ¿Me dejo llevar por la excusa de que esa conducta llamaría la atención en mi ambiente, en mi círculo de amigos, entre mis relaciones sociales? (...)

No perdáis de vista, además, que el ejemplo de una vida sobria constituye el bonus odor Christi[4] [el buen aroma de Cristo] que atrae a otras almas. Muchas personas, jóvenes y menos jóvenes, están hastiadas de llevar una vida fácil, muelle, sin relieve humano ni sobrenatural. El testimonio de nuestra vida entregada, el ambiente de nuestros Centros, de nuestros hogares —un ambiente de austeridad alegre, de exigencia y de comprensión al mismo tiempo, sin concesiones a la facilonería—, viene a ser como un imán que atrae a los más nobles, a los más sinceros, a los más deseosos de cosas grandes. Y éstas son las personas que el Señor quiere necesitar, para llegar a la masa de la humanidad —nos interesan todas las almas— con nuestra actuación, a modo de fermento.

[1] Cfr. Misal Romano, Miércoles de Ceniza (Evangelio: Mt 6, 1-6. 16-18).

[2] Misal Romano, Miércoles de Ceniza (Oración Colecta).

[3] San Josemaría, Forja, n. 783.

[4] 2 Cor 2, 15.


Domingo I de Cuaresma

Incrementar la lucha ascética personal y la práctica de las obras de misericordia, especialmente la de difundir la buena doctrina.

(Texto del 1 de febrero de 1989 publicado en Caminar con Jesús al compás del año litúrgico, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2014, pp. 126-130).

«Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación»[1], [hemos leído] (…) en la liturgia de la Misa, al inicio de la Cuaresma. Aunque no hay época del año que no sea rica en dones divinos, este tiempo lo es de modo particular, por servir de preparación inmediata a la Pascua, la solemnidad más grande del año litúrgico. En los días de Semana Santa, en efecto, la Iglesia recuerda y revive la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, por las que el demonio ha sido vencido, el mundo redimido de los pecados y los hombres hechos hijos de Dios.

«Entramos en la Cuaresma, es decir, en una época de fidelidad mayor al servicio del Señor. Viene a ser —escribe el Papa san León— como si entrásemos en un combate de santidad»[2]. ¡Qué familiares suenan estas palabras, claro reflejo de la Tradición viva de la Iglesia, en los oídos de los hijos de Dios en el Opus Dei! Son exhortaciones a no cejar en la pelea interior, a no concedernos tregua en la lucha contra los enemigos de nuestra santificación.

Esta pelea, lo sabemos bien, es deber de todos los cristianos. Al recibir las aguas del Bautismo, prometimos —y lo hemos ratificado luego en el Sacramento de la Confirmación— renunciar a Satanás y a todas sus obras, para servir solamente a Jesucristo. Un compromiso que exige un combate perenne. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar, por amor, hasta el último instante. Deo gratias!»[3], escribió nuestro Padre el último día de 1971, sintetizando sus propósitos y sus anhelos después de muchos años de pelea personal constante (…).

Siendo la Cuaresma, como antes os recordaba, una época de más rigor en la pelea, deseo invitaros a renovar vuestro combate con la ayuda del Señor, en estas semanas de preparación para la Pascua. ¿Cómo lo haremos? Cada uno de vosotros, hijas e hijos míos, responsable y libremente, procurará concretar lo que os señalo —«hacerse un traje a la medida», diría nuestro queridísimo Padre—, de acuerdo con las necesidades de su alma, a la luz de los consejos que reciba en la Confesión sacramental, en la charla fraterna [dirección espiritual personal] y en los Círculos.

La ascética cristiana ha reconocido siempre, como especialmente propios de este tiempo litúrgico, la oración, el ayuno y la limosna; es decir, el amor a Dios —manifestado en la oración de la mente y en la oración de los sentidos, que eso es la mortificación— y el amor a todas las almas, mediante la práctica generosa de las obras de misericordia y de apostolado.

Me gustaría, pues, que todos a una, latiendo nuestros corazones al unísono, nos planteásemos decididamente en esta Cuaresma vivir con mayor intensidad, cada día, la oración mental y vocal; ser generosos en la mortificación de los sentidos, mirando la Cruz de Cristo; y practicar con más asiduidad las obras espirituales y corporales de misericordia. He escrito con más asiduidad, porque todos los días, con distintos matices, se nos presentarán muchas ocasiones de llevar a Cristo a otras almas, o de encontrarle y servirle en las personas que nos rodean en la convivencia ordinaria.

En estas líneas, hijas e hijos míos, deseo recordaros una de las principales manifestaciones de misericordia con las almas: enseñar al que no sabe. La necesidad de llevar a cabo un generoso apostolado de la doctrina, que se robustece con la formación que recibimos y es tan querido y deseado por todos en el Opus Dei, nos hace presente lo que tantas veces enseñó nuestro Padre: que «el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina. Gran parte de los males que afligen al mundo se deben a la falta de doctrina cristiana (...). Toda nuestra labor tiene, por tanto, realidad y función de catequesis. Hemos de dar doctrina en todos los ambientes»[4].

Para esto se requiere, en primer lugar, que tengamos doctrina clara, abundante, segura: ¡cuidadme los medios de formación que la Prelatura dispensa a manos llenas! Acudid a las clases y Círculos, a las meditaciones y charlas, a los retiros... con «la ilusión de la primera vez», aunque hayan transcurrido muchos años desde entonces, y con deseos sinceros de sacarles el provecho que encierran. Sólo así estaréis en condiciones de ayudar a tantas personas que la Divina Providencia pone diariamente a vuestro lado para que alumbréis su inteligencia y su conducta con la luz de la doctrina católica.

Resulta urgente y necesario realizar una siembra generosa de doctrina, en todos los campos de la actividad humana. Cada cristiano debería sentirse personalmente responsable de hacer llegar a su entorno concreto, a su ambiente, las enseñanzas que Jesucristo ha entregado a su Esposa para que las conserve intactas y las transmita de generación en generación. Todos, en efecto, en virtud del Bautismo recibido, estamos llamados a colaborar en la misión evangelizadora de la Iglesia. Piensa ahora por tu cuenta, hija mía, hijo mío, cómo estás contribuyendo al cumplimiento de ese divino encargo:id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura...[5], en todas las circunstancias de tu trabajo profesional, de tu caminar junto a las demás personas en esta etapa de la historia.

[1] Misal Romano, Miércoles de Ceniza (Segunda lectura: 2 Cor 6, 2).

[2] San León Magno, Homilía 39, 3.

[3] San Josemaría, Nota manuscrita del 31-XII-1971.

[4] San Josemaría, Carta 9-I-1932, nn. 27-28.

[5] Mc 16, 15.


Domingo II de Cuaresma

Los detalles de caridad fraterna y de servicio a los demás ayudan a mejorar el espíritu de penitencia

(Texto del 1 de febrero de 1993, publicado en “Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 120-121).

El servicio a los demás, concretado en la preocupación por sus necesidades espirituales y materiales, constituye una de las tradicionales prácticas de la piedad cristiana que la Iglesia pone en primer plano especialmente durante la Cuaresma. De cara a este tiempo litúrgico, deseo que cuidéis de modo particular —junto con una mayor exigencia en la oración y en la mortificación— los detalles concretos de caridad fraterna, como nos enseñó nuestro santo y amadísimo Fundador, «para que nuestras conversaciones no giren en torno a nosotros mismos, para que la sonrisa reciba siempre los detalles molestos, para hacer la vida agradable a los demás»[1].

Más aún, os pido —nos pide a todos la Trinidad Beatísima— que busquemos las ocasiones para mejorar nuestro espíritu de penitencia precisamente en el servicio a quienes están a nuestro alrededor, por el motivo que sea, aunque sea unos pocos instantes: en nuestra vida en familia, en el seno de las familias de mis hijas y de mis hijos Agregados o Supernumerarios, en la convivencia diaria con los colegas y compañeros de trabajo... En una palabra, poned en práctica el consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo[2]. Nuestro Padre lo comentaba así: «Debéis tener empeño, un empeño muy particular en hacer agradable la vida a los demás, sin mortificaros jamás unos a otros. Diciendo: me voy a fastidiar yo un poco, para hacer más amable el camino divino de los demás»[3]. Y añadía: «Que os sepáis fastidiar alegremente y discretamente para hacer agradable la vida a los demás, para hacer amable el camino de Dios en la tierra. Este modo de proceder es verdadera caridad de Jesucristo»[4].

Exigíos en este campo, hijas e hijos míos, atribuyendo mucha importancia a las pequeñas mortificaciones que hacen más alegre y amable el camino de los demás, viendo siempre en ellos a Cristo, sin olvidar que «una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia»[5]. De este modo, vuestros pequeños sacrificios subirán al Cielo in odorem suavitatis[6], como el incienso que se quema en honor del Señor, y se reforzará la fuerza de vuestras oraciones por la Iglesia, por la Obra, por mis intenciones.

[1] San Josemaría, Notas de una meditación, 13-IV-1954 (AGP, biblioteca, P01, IV-1963, p. 10).

[2] Gal 6, 2.

[3] San Josemaría, Notas de una meditación, 13-IV-1954 (AGP, biblioteca, P01, IV-1963, p. 12).

[4] Ibid., p. 11.

[5] San Josemaría, Forja, n. 149.

[6] Ef 5, 2.


Domingo III de Cuaresma

La confesión de los pecados en el sacramento de la Penitencia es fuente de alegría

(Texto del 16 de enero de 1984, publicado en “Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 122-124).

Deseo, hijos míos, que vuestra alma rebose siempre de gozo, y que lo transmitáis a las personas que tenéis alrededor. Pero no olvidéis que la alegría es consecuencia de la paz interior —y, por tanto, de la lucha de cada uno contra sí mismo—, y que en esa pelea personal la verdadera paz es inseparable de la compunción, del dolor humilde y sincero por nuestras faltas y pecados, que Dios perdona en el Santo Sacramento de la Penitencia, dándonos además su fuerza para pelear con más empeño.

Hijas e hijos míos, cuidad con esmero la Confesión sacramental (…), que es una de las Normas de nuestro plan de vida; esforzaos de verdad por alejar de este Sacramento Santo la rutina o el acostumbramiento; exigíos en puntualidad; preparadla con amor, pidiendo al Espíritu Santo sus luces para ir a la raíz de vuestras faltas; fomentad la contrición, sin darla nunca por supuesta; haced vuestros propósitos y luchad para ponerlos en práctica, contando siempre con la gracia sacramental, que obrará maravillas en nuestras almas, si no ponemos obstáculos a su acción.

Y con esta determinación renovada para confesaros mejor vosotros mismos, lanzaos sin tregua al apostolado de la Confesión, que tan urgente es en estos tiempos de la vida del mundo y de la Iglesia. ¡Con qué fuerza lo predicaba nuestro Padre!: «¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! (...). ¡Que sea mucha la gente que se acerque al perdón de Dios!»[1].

El retorno a la amistad con Dios, rota por el pecado, es la raíz de la verdadera y más profunda alegría, que tantos hombres y mujeres buscan afanosamente sin encontrarla. Recordádselo con santa audacia, hijas e hijos míos, a vuestros parientes, a vuestras amistades, a vuestros colegas de trabajo, a cuantas personas tengáis ocasión de tratar, convencidos de que las abundantes gracias [de estos días] (…), que estamos celebrando en unión con la Iglesia universal, son poderosas para despertar las conciencias, mover los corazones al arrepentimiento y la voluntad a los propósitos de conversión. No cortéis por falsas prudencias o por respetos humanos ese carisma de la Confesión que, en frase del Santo Padre Juan Pablo II, distingue a los miembros del Opus Dei. Meditad con frecuencia que la amistad con Dios —y, por tanto, la piadosa recepción del Sacramento de la Penitencia— es el punto de partida indispensable para que vuestro apostolado personal produzca sólidos frutos (…).

A mis hijos sacerdotes, a todos, quiero insistirles en que dediquen mucho tiempo —todo el que puedan— a administrar el perdón de Dios en este Sacramento de reconciliación y de alegría. Estad siempre disponibles para atender a las almas. Buscad con pasión —la administración del Santo Sacramento de la Penitencia y la dirección espiritual son una de nuestras “pasiones dominantes"— la oportunidad de aumentar vuestra labor de confesonario. Experimentaréis así la alegría del Buen Pastor, que sale en busca de la oveja perdida y, cuando la halla, se la pone sobre los hombros muy gozoso[2]. Y haced partícipes de esta alegría a otros muchos hermanos vuestros en el sacerdocio, para que sean cada vez más los que administren la misericordia divina en este Sacramento del perdón.

[1]San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 6-VII-1974 (AGP, biblioteca, P04, 1974 vol. II, p. 214).

[2]Lc 15, 5.


Domingo IV de Cuaresma

La fiesta de san José invita a renovar la entrega a Dios y a recomenzar la lucha ascética

(Texto del 1 de marzo de 1984, publicado en "Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 116-120).

Crecer en vida interior es una exigencia de nuestra vocación divina. Crecer significa renovarse, abandonar lo que se ha hecho viejo —con la vejez del acostumbramiento, de la rutina, de la tibieza— y reencontrar la juventud de espíritu, que únicamente brota de un corazón enamorado. Así nos lo recalcó nuestro Fundador, que cada día sabía hallar en la Santa Misa —ese «encuentro personalísimo con el Amor de mi alma»[1], decía— el impulso para renovar y acrecentar constantemente su entrega, porque —añadía— «soy joven, y lo seré siempre, ya que mi juventud es la de Dios, que es eterno. Jamás podré con este amor sentirme viejo»[2].

También nosotros, hijas e hijos míos, hemos de mantener joven y vibrante nuestra respuesta a la llamada que recibimos, nuestra entrega, sin reservarnos nada: proyectos, afectos, recuerdos, ilusiones... todo ha de estar bien abandonado en el Señor —relictis omnibus![3]—, si de verdad deseamos ser fieles a esta vocación divina. Examinaos con valentía, con sinceridad, con hondura: ¿cómo he vivido este año las obligaciones —¡gustosas obligaciones!— de mi compromiso de amor? ¿Me he esmerado con el Señor en delicadezas de persona enamorada o, por el contrario, he soslayado alguna de las consecuencias concretas de la entrega? ¿He luchado decididamente contra todo aquello que podía entibiarla? Fomentad en vuestro examen el dolor de amor, porque todos podíamos haber puesto más cariño y más debida exigencia en nuestro trato con Dios. Y si descubrís algo que os ate a cosas que no sean las suyas (…), reaccionad con energía, porque hemos sido escogidos para ser santos de verdad, para dar la caza al Amor que no conoce fin: ese Amor que nos enciende cada día, que nos mantiene siempre jóvenes —con una juventud de alma y de espíritu—, aunque transcurra el tiempo y en el cuerpo se perciba el desgaste de los años.

Al renovar vuestra entrega el próximo día 19[4], considerad la fidelidad de san José a su vocación específica, teniendo delante de los ojos el ejemplo heroico de nuestro Padre. Llevad a vuestra meditación personal —como ya habréis hecho a lo largo de estas semanas— la vida del santo Patriarca, que no regateó esfuerzos para dar cumplimiento a la misión que le había sido confiada. «Mirad, nos enseñaba nuestro Fundador: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional (...). Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da... todo lo que es y puede»[5] (…).

Cuando la pelea resulta fácil y cuando se presente difícil, cuando el entusiasmo acompaña y cuando falta la ilusión humana, cuando se recogen victorias y cuando parece que sólo cosechamos fracasos..., mantened vivo el sentido del deber: ¡seamos leales! El Señor no se cansa nunca de nosotros: nos perdona una vez y otra, nos llama cada día, con una sucesión ininterrumpida de mociones que nos transforman —si procuramos corresponder a esas gracias— en instrumentos aptos, aunque no nos demos cuenta (…).

Os pido también una constancia diaria en ese apostolado de la Confesión, que la Iglesia espera de nosotros y que es el requisito indispensable para realizar una honda labor de almas. Derrochad mucha paciencia con las personas que tratáis, sin desanimaros cuando no respondan. Dedicadles tiempo, queredlas de verdad, y acabarán rindiéndose al Amor de Dios que descubrirán en vuestra conducta.

[1]San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 15-III-1969 (AGP, biblioteca, P01, 1969, p. 403).

[2] Ibid., pp. 405-406.

[3] Lc 5, 11.

[4] N. ed. En la fiesta de san José, los fieles del Opus Dei renuevan personalmente, sin ninguna formalidad,los compromisos que libremente asumieron al incorporarse a la Obra. Es buen momento para que los cristianos renueven sus compromisos bautismales.

[5]San Josemaría, Notas de una meditación, 19-III-1968 (AGP, biblioteca, P09, p. 99).


Domingo V de Cuaresma

La verdadera felicidad sólo se encuentra en la Cruz. Darse a los demás, por amor de Dios, es la receta para ser dichosos también en la tierra

(Texto del 1 de abril de 1993, publicado en “Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 164-168)

Hemos llegado a los umbrales de la Semana Santa. Dentro de pocos días, al asistir a las ceremonias litúrgicas del solemne Triduo Pascual, participaremos en las últimas horas de la vida terrena de Nuestro Señor Jesucristo, cuando se ofreció al Eterno Padre como Sacerdote y Víctima de la Nueva Alianza, sellando con su Sangre la reconciliación de todos los hombres con Dios. A pesar de su carga dramática, a la que no debemos ni podemos acostumbrarnos —¡el Inocente cargado con las culpas de los pecadores, el Justo que muere en lugar de los injustos!—, la tragedia de la Semana Santa es fuente de la más pura alegría para los cristianos. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor![1], canta la Iglesia en el Pregón pascual, a propósito del pecado de nuestros primeros padres, y queremos decir nosotros de nuestros errores personales diarios, si nos sirven para rectificar llenos de dolor de amor y crecer en espíritu de compunción.

Os aconsejo, hijas e hijos míos, que en estas jornadas santas que se avecinan procuréis fomentar en vuestras almas muchos actos de reparación y de dolor —dolor de amor—, pidiendo al Señor perdón por vuestras faltas personales y por las de la humanidad entera. Poneos con el pensamiento y el deseo junto a Cristo, en aquellas pruebas amargas de la Pasión, y tratad de consolarle con vuestras palabras llenas de cariño, con vuestras obras fieles, con vuestra mortificación y vuestra penitencia generosas, sobre todo en el cumplimiento de los deberes de cada momento. Si lo hacéis así, estad seguros de que ayudaréis a Jesús a llevar la Cruz —esa Cruz que pesa y pesará sobre el Cuerpo místico de Cristo hasta el final de los siglos—, siendo con Él corredentores. Participaréis de la gloria de su Resurrección, porque habréis padecido con Él[2], y quedaréis colmados de alegría, de una alegría que nada ni nadie os podrá quitar[3].

No olvidemos nunca, hijas e hijos de mi alma, que el gaudium cum pace, la alegría y la paz que el Señor nos ha prometido si somos fieles, no depende del bienestar material, ni de que las cosas salgan a la medida de nuestros deseos. No se funda en motivos de salud, ni en el éxito humano. Esa sería, en todo caso, una felicidad efímera, perecedera, mientras que nosotros aspiramos a una bienaventuranza eterna. La alegría profunda, que llena completamente al alma, tiene su origen en la unión con Nuestro Señor. Recordad aquellas palabras que nuestro amadísimo Fundador nos repitió en una de sus últimas tertulias: «Si quieres ser feliz, sé santo; si quieres ser más feliz, sé más santo; si quieres ser muy feliz —¡ya en la tierra!—, sé muy santo»[4].

Hija mía, hijo mío: la receta viene muy experimentada, porque nuestro santo Fundador, que tanto sufrió por el Señor, fue felicísimo en la tierra. Mejor dicho: precisamente por haberse unido íntimamente a Jesucristo en la Santa Cruz —en esto consiste la santidad, en identificarnos con Cristo crucificado—, recibió el premio de la alegría y de la paz.

Escuchad lo que nos confiaba en 1960, predicando una meditación el día de Viernes Santo. Rememoraba en su oración personal esa forja de sufrimientos que fue su vida, y nos animaba a no tener «miedo al dolor, ni a la deshonra, sin puntos de soberbia. El Señor, cuando llama a una criatura para que sea suya, le hace sentir el peso de la Cruz. Sin ponerme de ejemplo, os puedo decir que a lo largo de mi vida yo he sufrido dolor, amargura. Pero en medio de todo me he encontrado siempre feliz, Señor, porque Tú has sido mi Cirineo.

»¡Rechaza el miedo a la Cruz, hijo mío! ¿Ves a Cristo clavado en ella y, sin embargo, buscas sólo lo placentero? ¡Esto no va! ¿No te acuerdas de que no es el discípulo más que su Maestro? (cfr. Mt 10, 24).

»Señor, una vez más renovamos la aceptación de todo aquello que se llama en ascética tribulación, aunque a mí no me gusta esta palabra. Yo no tenía nada: ni años, ni experiencia, ni dinero; me encontraba humillado, no era... ¡nada, nada! Y de ese dolor llegaban salpicaduras a los que se hallaban a mi lado. Fueron años tremendos, en los que sin embargo jamás me sentí desgraciado. Señor, que mis hijos aprendan de mi pobre experiencia. Siendo miserable, no estuve nunca amargado. ¡He caminado siempre feliz! Feliz, llorando; feliz, con penas. ¡Gracias, Jesús! Y perdona por no haber sabido aprovechar mejor la lección»[5].

Al meditar estas palabras de nuestro Padre, la conclusión que hemos de sacar es clara: no debemos perder nunca, en ninguna circunstancia, la alegría sobrenatural que dimana de nuestra condición de hijos de Dios. Si alguna vez nos falta, acudiremos inmediatamente a la oración y a la dirección espiritual, al examen de conciencia bien hecho, para descubrir la causa y poner el remedio oportuno.

Es cierto que, en ocasiones, esa ausencia de alegría puede nacer de la enfermedad o del cansancio; es entonces obligación grave de los Directores facilitar a esos hermanos suyos el descanso y los cuidados oportunos, vigilando para que nadie —por un recargo excesivo de trabajo, por falta de sueño, por agotamiento o por la razón que sea— llegue a ponerse en una situación que causa un daño a su respuesta interior.

En otros momentos, como nos señalaba nuestro Padre, la pérdida de la alegría esconde raíces ascéticas. ¿Sabéis cuál es la más frecuente? La preocupación excesiva por la propia persona, el dar vueltas y revueltas en torno a uno mismo. Con lo poquita cosa que somos cada uno, ¿cómo se te ocurre a veces, hijo mío, hija mía, girar alrededor de tu propio yo? «Si nos amamos a nosotros mismos de un modo desordenado —escribe nuestro Padre—, motivo hay para estar tristes: ¡cuánto fracaso, cuánta pequeñez! La posesión de esa miseria nuestra ha de causar tristeza, desaliento. Pero si amamos a Dios sobre todas las cosas, y a los demás y a nosotros mismos en Dios y por Dios, ¡cuánto motivo de gozo!»[6].

Este ha sido el ejemplo del Maestro, que entregó su vida por nosotros. Vamos, pues, a corresponder de modo igual por Él y por los demás. Vamos a alejar de nuestro horizonte cotidiano cualquier preocupación personal; y si nos asalta alguna, la abandonaremos con plena confianza en el Sagrado Corazón de Jesús, en el Corazón Dulcísimo de María, nuestra Madre, y nos quedaremos tranquilos. Nosotros, hijas e hijos míos, hemos de preocuparnos —mejor dicho, hemos de ocuparnos— sólo de las cosas de Dios, que son las cosas de la Iglesia, de la Obra, de las almas. ¿No os dais cuenta de que hasta humanamente salimos ganando? Y, además, sólo así estaremos siempre llenos del gaudium cum pace y atraeremos a muchas otras personas a nuestro camino.

[1]Misal Romano, Vigilia Pascual (Pregón pascual).

[2]Cfr. Rm 8, 18.

[3]Cfr. Jn 16, 22.

[4]San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 7-VI-1975 (AGP, biblioteca, P01, VII-1975, p. 219).

[5] San Josemaría, Notas de una meditación, 15-IV-1960.

[6]San Josemaría, Carta 24-III-1931, n. 25.


Semana Santa

Acompañar a Cristo en la pasión

(Texto del 1 de abril de 1987, publicado en “Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 152-157).

Se aproximan los días de la Semana Santa, en los que la Iglesia celebra de modo solemne el adorable misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo; y estas fechas son especialmente apropiadas para poner en práctica aquel consejo de nuestro Padre: «¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas»[1].

Sí, hijas e hijos míos. Hemos de procurar ser uno más, viviendo en intimidad de entrega y de sentimientos, los diversos pasos del Maestro durante la Pasión; acompañar con el corazón y la cabeza a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen en aquellos acontecimientos tremendos, de los que no estuvimos ausentes cuando sucedieron, porque el Señor ha sufrido y ha muerto por los pecados de cada una y de cada uno de nosotros. Pedid a la Trinidad Santísima que nos conceda la gracia de entrar más a fondo en el dolor que cada uno ha causado a Jesucristo, para adquirir el hábito de la contrición, que fue tan profundo en la vida de nuestro santo Fundador, y le llevó a heroicos grados de Amor.

Meditemos a fondo y despacio las escenas de estos días. Contemplemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, miremos cómo busca en la oración la fuerza para enfrentarse a los terribles padecimientos, que Él sabe tan próximos. En aquellos momentos, su Humanidad Santísima necesitaba la cercanía física y espiritual de sus amigos; y los Apóstoles le dejan solo: ¡Simón!, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?[2]. Nos lo dice también a ti y a mí, que tantas veces hemos asegurado, como Pedro, que estábamos dispuestos a seguirle hasta la muerte y que, sin embargo, a menudo le dejamos solo, nos dormimos. Hemos de dolernos por estas deserciones personales, y por las de los otros, y hemos de considerar que abandonamos al Señor, quizá a diario, cuando descuidamos el cumplimiento de nuestro deber profesional, apostólico; cuando nuestra piedad es superficial, ramplona; cuando nos justificamos porque humanamente sentimos el peso y la fatiga; cuando nos falta la divina ilusión para secundar la Voluntad de Dios, aunque se resistan el alma y el cuerpo.

En cambio —empapémonos de esta realidad, actual entonces como ahora—, los enemigos de Dios están en vela: Judas, el traidor, y la chusma no se han concedido reposo, y llegan en plena noche para entregar con un beso al Hijo del hombre. Sigue golpeando en mi alma la impresión que me produjo, en México, la imagen de Cristo crucificado con una llaga tremenda en la mejilla —el beso de Judas—, imaginada por la piedad del pueblo cristiano, para simbolizar la herida que causó en su Corazón la defección de uno de los que Él había elegido personalmente.

Hijos de mi alma: ¡que no nos separemos nunca del Señor! Dejadme que insista: vamos a procurar seguirle muy de cerca, para que no se repita —en lo que dependa de nosotros— la indiferencia, el abandono, los besos traidores... En estos días, y siempre, «deja que tu corazón se expansione, que se ponga junto al Señor. Y cuando notes que se escapa —que eres cobarde, como los otros—, pide perdón por tus cobardías y las mías»[3], agarrado de la mano de tu Madre santa María, para que Ella infunda en tu alma un afán decidido y sincero, ¡operativo!, de fidelidad a ese Cristo que se entrega por nosotros.

Después del prendimiento en Getsemaní, acompañamos a Jesús a casa de Caifás y presenciamos el juicio —parodia blasfema— ante el Sanedrín. Abundan los insultos de los fariseos y levitas, las calumnias de los falsos testigos, bofetadas como aquélla, cobarde, del siervo del Pontífice, y suenan de forma sobrecogedora las negaciones de Pedro: ¡qué dolor el de nuestro Jesús, y qué lecciones para cada uno nosotros! Luego, el proceso ante Pilatos: aquel hombre es cobarde; no encuentra culpa en Cristo, pero no se atreve a pechar con las consecuencias de un comportamiento honrado. Primero busca una estratagema: ¿a quién dejamos libre, a Barrabás o a Jesús?[4]; y cuando le falla este expediente, ordena que sus soldados torturen al Señor, con la flagelación y la coronación de espinas. Ante el cuerpo destrozado del Salvador, nos hará mucho bien seguir aquel consejo de nuestro Padre: «Míralo, míralo... despacio»[5]; y preguntarnos: «Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?»[6]. Por último, la crucifixión. «Una Cruz. Un cuerpo cosido con clavos al madero. El costado abierto... Con Jesús quedan sólo su Madre, unas mujeres y un adolescente. Los apóstoles, ¿dónde están? ¿Y los que fueron curados de sus enfermedades: los cojos, los ciegos, los leprosos?... ¿Y los que le aclamaron?... ¡Nadie responde»![7].

Me ha ayudado a hacer la oración la descripción de los sufrimientos de Nuestro Señor, que hace santo Tomás de Aquino[8], con estilo literario escueto. Explica el Doctor Angélico que Jesús padeció por parte de todo tipo de hombres, pues le ultrajaron gentiles y judíos, varones y mujeres, sacerdotes y populacho, desconocidos y amigos, como Judas que le entregó y Pedro que le negó. Padeció también en la fama, por las blasfemias que le dijeron; en la honra, al ser objeto de ludibrio por los soldados y con los insultos que le dirigieron; en las cosas exteriores, pues fue despojado de sus vestiduras y azotado y maltratado; y en el alma, por el miedo y la angustia. Sufrió el martirio en todos los miembros del cuerpo: en la cabeza, la corona de espinas; en las manos y pies, las heridas de los clavos; en la cara, bofetadas y salivazos; en el resto del cuerpo, la flagelación. Y los sufrimientos se extendieron a todos los sentidos: en el tacto, las heridas; en el gusto, la hiel y el vinagre; en el oído, las blasfemias e insultos; en el olfato, pues le crucificaron en un lugar hediondo; en la vista, al ver llorar a su Madre... y —añado yo— nuestra poca colaboración, nuestra indiferencia.

Hijas e hijos míos, al meditar en la Pasión surge espontáneo en el alma un afán de reparar, de dar consuelo al Señor, de aliviarle sus dolores. Jesús sufre por los pecados de todos y, en estos tiempos nuestros, los hombres se empeñan, con una triste tenacidad, en ofender mucho a su Creador. ¡Decidámonos a desagraviar! ¿Verdad que todos sentís el deseo de ofrecer muchas alegrías a nuestro Amor? ¿Verdad que comprendéis que una falta nuestra —por pequeña que sea— tiene que suponer un gran dolor para Jesús? Por eso os insisto en que valoréis en mucho lo poco, en que afinéis en los detalles, en que tengáis auténtico pavor a caer en la rutina: ¡Dios nos ha concedido tanto, y Amor con amor se paga! Me dirijo a Jesús, contemplándole en el patíbulo de la Santa Cruz, y le ruego que nos alcance el don de que nuestras confesiones sacramentales sean más contritas: porque —como nos enseñaba nuestro Padre— sigue en ese Madero, desde hace veinte siglos, y es hora de que ahí nos coloquemos nosotros. Le suplico también que nos aumente el imperioso afán de llevar más almas a la Confesión.

En la Cruz, Jesús exclama: sitio![9]; tengo sed; y nuestro Padre nos recuerda que «ahora tiene sed... de amor, de almas»[10]. La redención se está haciendo, y nosotros hemos recibido una vocación divina que nos capacita y nos obliga a participar en la misión corredentora de la Iglesia, según el modo específico —querido por Dios para su Obra— que nos ha transmitido nuestro Padre.

El Señor y la Iglesia esperan que seamos leales a esta misión, que nos gastemos totalmente en nuestro empeño por ser apóstoles de Jesucristo. Esperan que carguemos sobre nuestros hombros, con alegría, la Cruz de Jesús, y que la abracemos «con la fuerza del Amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra»[11].

Las almas necesitan que realicemos una labor mucho más extensa e intensa de apostolado y proselitismo: ¡urge mucho! ¿Y las dificultades del ambiente? Sabéis que el hecho de que exista un ambiente más o menos hostil al sacrificio, a la entrega, no es motivo para disminuir nuestro afán apostólico, ¡al contrario!: montes sicut cera fluxerunt a facie Domini[12]; los obstáculos se derriten como cera ante el fuego de la gracia divina. Nunca olvidéis que la obra de Cristo no termina en la Cruz y en el sepulcro, que no son un fracaso; que culmina en la Resurrección y en la Ascensión al Cielo, y en el envío del Paráclito: la Pentecostés ubérrima de frutos, que también ha de repetirse, necesariamente, en la vida de los cristianos, pues si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él [13]; y con Él, y por Él, y en Él llevaremos a innumerables hombres y mujeres, en los más diversos confines del mundo, el alegre anuncio de la Redención: el gozo y la paz que el Espíritu Santo derrama en los corazones fieles.

[1]San Josemaría, Vía Crucis, IX estación, punto 3.

[2] Mc 14, 37.

[3]San Josemaría, Vía Crucis, IX estación, punto 3.

[4]Cfr. Mt 17, 17.

[5]San Josemaría, Santo Rosario, II misterio doloroso.

[6]Ibid., III misterio doloroso.

[7]San Josemaría, Vía Crucis, XII estación, punto 2.

[8] Cfr. Santo Tomás, S.Th., III, q. 46, a. 5 c.

[9] Jn 19, 28.

[10]San Josemaría, Santo Rosario, V misterio doloroso.

[11] San Josemaría, Vía Crucis, IV estación.

[12]Sal 96, 5.

[13] Rm 6, 8.