Plaza de Herradores, número 4

Recorrido histórico de los lugares fundamentales relacionados con la fundación del Opus Dei.

Dos de las chicas de servicio de la condesa de Leyva fueron a ver a José María González Barredo, para que buscase al Padre dónde esconderse. El único posible refugio que halló éste fue la casa de los Herrero Fontana, cuyos dos hijos conocían a don Josemaría y se dirigían espiritualmente con él. Vivía esta familia en un entresuelo de la plaza de Herradores, número 4.

Aquella operación de traslado, que se prometía segura, les llevó a meterse en la boca del lobo. Una noche se vieron cercados, de improviso, por patrullas de policías y milicianos, que obligaron a los porteros a abrir los portales de todas las casas, para hacer una redada registrando todos los pisos de la plaza, con gran escándalo y alboroto nocturno. Inexplicablemente, el portero de la casa número 4 no se dio por enterado. Y, más extraño aún, ni siquiera intentaron los milicianos forzar la puerta de aquella casa.

Para Juan aquél era uno más de los muchos casos que mostraban «que el Padre tenía una protección especial, uno más de los episodios que protagonizaban los Ángeles Custodios». Frente a eso, poco podían hacer las patrullas de registro. «Así, ni milicianos, ni nada», pensaba Juan Jiménez Vargas, cada vez que se libraba de la muerte. Como contrapartida, aquel joven sacerdote se veía obligado a ir de casa en casa, mendigando un refugio, sin saber dónde y cómo le recibirían. Porque el miedo a tener escondido a un sacerdote, exponiéndose quienes le acogiesen, a la cárcel o al martirio, hacía que muchos buenos cristianos le cerrasen las puertas. La peregrinación en busca de escondite «era algo muy duro, porque no era sólo sensación de abandono físico», era como sentirse completamente desamparado.

Afortunadamente, en medio de aquella prueba, don Josemaría se sentía acompañado por su Dios. Llevaba por dentro, muy hondo, el gozo y la paz; al tiempo que por fuera le azotaban la inseguridad y el desamparo. De modo indecible cabían en él, a un mismo tiempo, elementos contrarios, porque sobre la paz de su alma pesaba la angustia de la incertidumbre; y el frío de la soledad cubría el calor de su optimismo. En la búsqueda de refugio el Señor le hacía tomar sobre sí, envolviendo su vida afectiva, una dolorosa sensación de abandono: la de todos los que no tenían hogar, la de los miserables sin cobijo, la de los perseguidos sin escondite; la de los miembros de la Obra en peligro: unos fugitivos, otros aislados, algunos en la cárcel.

Resultaron infructuosas las gestiones hechas en casas de amigos y conocidos, mientras una hija de los condes de Leyva trataba de que le admitieran en la Embajada de Cuba. Al cabo, un día, cansado y sin refugio, el sacerdote fue a dar en casa de don Álvaro González Valdés, padre de José María González Barredo, en la calle de Caracas, 13.

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