Para siempre, para siempre, para siempre

"Estamos destinados a gozar de Dios por toda la eternidad: esto es lo que confiere unidad y sentido a toda la existencia humana", escribe Álvaro del Portillo.

“Sí (...), estamos destinados a gozar de Dios por toda la eternidad: esto es lo que confiere unidad y sentido a toda la existencia humana. (…)

Esta felicidad que el Señor ha dispuesto para sus hijos fieles se resume –nos consta claramente, por la fe que Dios nos da- en la posesión y goce de la Trinidad Beatísima; una bienaventuranza que –como le gustaba paladear a nuestro santo Fundador [san Josemaría]- será para siempre, para siempre, para siempre. Resulta, pues, imprescindible que resuene en nuestras almas de modo habitual, y que se lo recordemos constantemente a los demás. (…)

Nuestra Madre la Iglesia, con pedagogía sobrenatural, dedica el mes que ahora comenzamos a la piadosa costumbre de tratar a todos los fieles difuntos: los que reinan ya con Cristo en el Cielo y los que se preparan el Purgatorio para gozar eternamente de Dios. Lo hace también, entre otros motivos, para que quienes aún peregrinamos en la tierra, metidos en los afanes de cada día, no nos descaminemos, sino que mantengamos bien fija la vista en el fin último al que estamos destinados.

Hijos míos, muy grande ha de ser nuestro dolor personal al comprobar que, en ocasiones, nos azacanamos en las tareas de aquí abajo, en lugar de buscar exclusivamente a Dios. Junto a este dolor, nos causa también una gran pena el panorama de millones y millones de personas –y lo que es más triste aún, de muchos cristianos- que marchan por la vida sin rumbo ni meta, como polvo que arrebata el viento (Salmo 1, 4), ajenos al misericordioso designio de nuestro Padre Dios, que quiere que todos los hombres se salven (Cfr. 1 Tm. 2, 4) pero que cuenta, al mismo tiempo, con la cooperación libre de cada uno. Reflexionemos a menudo en estas certezas básicas, que son como la estrella polar de nuestro peregrinar terreno. Hemos de gastar cada una de nuestras jornadas con el firme convencimiento de que de Dios venimos y a Dios vamos, esforzándonos por vivir –como nos enseñaba nuestro queridísimo Padre [san Josemaría]– al mismo tiempo en la tierra y en el Cielo: metidos hasta las cejas en un trabajo profesional exigente, en las mil incidencias del ambiente familiar y social, que tratamos de santificar, pero con la mirada fija en el Cielo, donde nos aguarda la Trinidad Beatísima." (Carta, 1-XI-1990, III, 106)