“Dentro de este mes, volveremos a celebrar, llenos de alegría, la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio central de nuestra fe, que ilumina con su resplandor y colma nuestra vida de cristianos. Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. La misma invocación pronuncia el sacerdote, cada vez que nos imparte la absolución sacramental. Y en la Misa, renovación del Sacrificio que Cristo ofreció al Padre por el Espíritu Santo, las tres divinas Personas actúan conjuntamente: una efusión de amor por los hombres que suscitaba en nuestro Fundador [san Josemaría] gratitud y deseos eficaces de corresponder, con su entrega personal más completa, a la inefable donación que Dios hace de sí mismo en la Sagrada Eucaristía, para cada uno de nosotros. ¡Ojalá (…) se repita y se renueve esa reacción sobrenatural en nuestras almas, al meditar estas estupendas realidades divinas!
Llegaremos bien preparados al domingo de la Santísima Trinidad, si –entre otros medios- alimentamos nuestra oración personal con los textos litúrgicos de la Ascensión y Pentecostés. De la mano de la Santísima Virgen, nuestra Madre –a la que honramos especialmente durante el mes de mayo, y de la que siempre queremos aprender-, contemplamos cómo Jesucristo asciende al Cielo para que su Santísima Humanidad ocupe el lugar de gloria que le está reservado a la derecha de Dios Padre. Nuestro Señor se marcha pero, según su promesa, nos envía el Consolador, el Espíritu Santo, para que habite con nosotros eternamente. Dispongámonos junto a la Virgen para la venida del Paráclito, imitando a los Apóstoles y a las Santas Mujeres (Cfr. Hch 1, 14). Así crecerá en nosotros la familiaridad con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, y se hará más sólida la necesidad de tratar y distinguir a cada una de las tres Personas divinas.” (Carta, 1-V-1989, III, núm. 16)