En estos días se cumple el primer aniversario de la muerte de Monseñor Escrivá de Balaguer. Miles de cristianos –laicos y eclesiásticos, españoles y de todo el mundo están firmemente persuadidos de que el ilustre sacerdote fue uno de esos espíritus privilegiados en los que la tradición cristiana reconoce los signos de la santidad. Pero no sería propio de las páginas de un diario, ni corresponde a mi intención componer un panegírico.
Hay tres hechos que justifican este artículo, aparte de la fecha aniversaria. A la muerte de Monseñor Escrivá, el 26 de junio de 1975, numerosísimos testimonios de admiración y respeto, inmersos en el caudal informativo que arrastraba la noticia, pusieron de relieve que con su desaparición de este mundo se producía una gran ausencia. Además, ahora, al año de su falta, su figura se despega del entorno inmediato de una biografía privada para ocupar el destacado lugar que le corresponde en la historia de la Iglesia y de la espiritualidad cristiana. Sin dejar de ser legítima herencia de los suyos, los hombres y mujeres del Opus Dei, entre los que tengo el honor de contarme, Monseñor Escrivá ha entrado a formar parte del patrimonio común de los cristianos. Finalmente, los españoles y toda nuestra cultura nacional, que fueron su ambiente originario y el marco de la formación e inicial despliegue de su personalidad, le deben el reconocimiento que merecen los grandes hombres de proyección universal.
La más adecuada perspectiva para comprender a Monseñor Escrivá sería la que se alcanza desde una actitud de fe, análoga a la que inspiró su vida. Y cuanto más viva y operativa, humilde y sacrificada cuatro adjetivos que él aplicaba a la primera de las virtudes teologales, como quien formula una aspiración o una exigencia– sea esa fe, mejor se le podrá entender.
Entre los hombres de esta clase, hay unos que dejan tras de sí el rastro vistoso y fugaz de una estela, y otros que marcan una impronta. Monseñor Escrivá ha sido de los últimos. Su huella permanece en la historia de la Iglesia y de la espiritualidad cristiana.
Con medio siglo de sacerdocio a sus espaldas, miles de discípulos e hijos de su espíritu en todo el mundo, una predicación incansable de palabra y por escrito, una copiosa obra literaria, que se enriquece y continuará enriqueciéndose con la progresiva publicación de sus inéditos, Escrivá de Balaguer ha aportado a la Iglesia y a la experiencia religiosa y espiritual de los cristianos, ideas y realidades llamadas a ejercer una influencia duradera. La fundación del Opus Dei es, ciertamente, la principal empresa de su vida. Pero no soy yo la persona más indicada para glosaría, ni éste el lugar ni la ocasión de hacerlo.
Un interés más general tiene señalar el principio básico que animaba el sacerdocio de Monseñor Escrivá y, por supuesto, también su labor fundacional, así como el estilo de la espiritualidad con que ha contribuido a ¡a vida cristiana del siglo XX.
Más que una invención original -que no sería estrictamente concebible en la Iglesia Católica–, lo que Monseñor Escrivá hizo fue extraer las consecuencias de una resuelta actitud de vuelta a las fuentes. En la más íntima esencia del mensaje evangélico, Monseñor Escrivá descubre una llamada divina, universal e igualitaria a la realización del ideal cristiano en la vida de cada hombre, sin distinción de clases ni personas, modos de vida ni estados sociales. En el lenguaje tradicional de la Iglesia, desde la era apostólica, a eso se le llama vocación ala santidad. Escrivá de Balaguer dijo algo que después repetiría la voz oficial de la Iglesia: Que esa llamada de Dios no era el privilegiado destino de unos pocos, sino una invitación general y común para todos los cristianos. Consciente de su filiación divina, el hombre es llamado a realizarse plena y simultáneamente en los dos órdenes, natural y sobrenatural, mientras vive su existencia terrena: en el trabajo, igual que en el culto y en la oración, en el ambiente familiar, en el cumplimiento de sus deberes personales y sociales, en todos los aspectos y ocasiones de su vida.
El estilo de espiritualidad que caracteriza a las tareas de apostolado cristiano y catequesis promovidas por Monseñor Escrivá, ya su propia labor personal, es coherente con esa concepción. Implica una positiva valoración cristiana de las realidades terrenas y una concepción unitaria de la vida humana, que no se deja separar en compartimentos estancos.
Al servicio de estos ideales dedicó Monseñor Escrivá de Balaguer más de cincuenta años de labor sacerdotal, de trabajo incesante y de oración, sin otra mira que cumplir fielmente lo que sentía que Dios pedía de él y con ejemplar lealtad a la Iglesia Católica Romana.
Artículo publicado en EL PAIS
Madrid, 26-VI–76